Anda el país revolucionado por los actos y palabras de un señor, cuyo nombre es innecesario mentar, porque hoy es él, ayer fue ese, y mañana será aquel. Pero el caso es que lo ha llenado todo: los titulares de las portadas, las opiniones de todo el mundo, el posicionamiento de los partidos políticos, y las calles de vandalismo. Tensión en general, vaya, nada nuevo bajo este sol patrio.
Pero, a la opinión, que sin duda tiene todo el mundo ya formada, quizás se pudiera añadir un breve recordatorio legal. Nuestro país posee leyes que protegen derechos y castigan las injurias, las calumnias y las agresiones. Cada uno de estos delitos -injurias-calumnias y agresiones- está tipificado, tiene sus grados y sus penalizaciones. Lo cual permite un amplio espectro de posibilidades, para entendernos, desde la injuria más inofensiva recogida en el código civil, casi nunca denunciada, al asesinato más cruento del código penal.
Sin embargo, en muchas de nuestras sociedades actuales -europeas, occidentales- se creyó necesario construir legislaciones nuevas para «proteger» la democracia. Se alimentó el eslogan «la democracia se defiende», sobre todo a raíz de la segunda guerra mundial, ante el riesgo de que los totalitarismos tomasen el poder por vías democráticas, y ahora ha cobrado nuevo impulso con el radicalismo islámico y el terrorismo que ha sacudido Europa en estas dos primeras décadas del S.XXI. Así las cosas y en este contexto se entienden las legislaciones antiterroristas, contra la apología del terrorismo o la violencia, leyes de partidos… y recientemente algo que se ha puesto de moda y se denomina «delitos de odio». Todo fórmulas para castigar delitos que ya de por sí estarían recogidos en el código civil y penal. Es decir, el asesinato de decenas de personas por la explosión de una bomba en Atocha ya tendría su castigo en el código penal sin la existencia de una legislación antiterrorista.
Lo que impulsan estas nuevas legislaciones es un valor extra al delito. Otro ejemplo análogo es la violencia de género. Delitos que ya de por sí estarían penados bajo legislaciones que castigan actos violentos, pero que algunos movimientos políticos consideran que deben serlo más aún (otros por ejemplo abogan por aumentar las penas de los ya existentes).
De modo que lo que está en juego en este caso -y en los anteriores y venideros- es un tema legal porque la mayoría de las condenas acumuladas de este ser violento tienen que ver con la aplicación de estas legislaciones «especiales» de apología de la violencia, odio… y una que merece mención aparte que es la relacionada con la monarquía. Mención aparte porque atañe a una legislación aparte. En concreto al único apartado del código penal que contempla las penas de cárcel por calumnias, «a la corona en el ejercicio de sus funciones constitucionales».
Por tanto el debate no es tanto si este señor -el de ayer y el de mañana- es agresivo. Lo es. No cabe duda de ello. Es agresivo en sus expresiones y es agresivo en sus actos porque es autor de agresiones físicas. El debate radica en qué legislación aplicarle. O, de una manera más amplia «¿deben nuestras sociedades tener estas «super-leyes» que refuerzan delitos ya recogidos?
¿Cuál es el riesgo? La realidad es que la mayoría de disidentes políticos encarcelados en el mundo lo está por este tipo de superleyes, sobre todo la antiterrorista, que es, junto con las leyes de seguridad, de secretos de Estado y de Lesa Majestad, el póker de ases que permite ordenar el ingreso en prisión de las voces inconvenientes. ¿Es nuestra democracia, y es Europa, un continente donde se encarcele a disidentes? No. No lo es. Pero, tan cierto es que los disidentes que hay presos lo están por la comisión de otros delitos que no son de expresión, como que estas superleyes aumentan el riesgo del autoritarismo y la censura. El mito de la «defensa de la democracia» también pudiera detenerse en la necesidad de defenderla del riesgo de un abuso de estas legislaciones…
El miedo al retroceso en la construcción de la democracia es comprensible…pero tiene un coste elevado. Y es crear la sociedad del miedo, que se permite todo tipo de excesos en nombre de ese temor. Y no sólo en lo que atañe a este caso de libertad de expresión. Cuando las campañas electorales se ceban en el miedo al retorno del fascismo se está bebiendo el mismo vino amargo de la misma copa. El miedo es una emoción. Hacer política sobre emociones es… menos estable que promover la organización racional de un colectivo… dejémoslo así.
El susodicho señor que tiene revolucionado al país sería juzgado por sus agresiones también sin estas superleyes. Combatir su violencia física se hace con el código penal, pero su violencia verbal se combate con la educación y la palabra, no convirtíendole en un mártir de la libertad de expresión.
PS: La existencia de un partido que, para defender la libertad de expresión, evita condenar la violencia de los actos, es una realidad que ojalá no hubiera que mencionar, pero que existe, tiene representación parlamentaria y sus acciones deben ser igualmente analizadas y exigidas. Tiene el tiro desviado hasta tal punto, que ni combate la violencia de los actos del susodicho señor, ni combate la violencia de sus palabras, pues abanderar una sociedad tolerante es incompatible con promover el tiro en la nuca al vecino. La falta de pedagogía y educación al respecto revela la verdadera naturaleza de ese partido: el fin justifica los medios.