25 de abril, un dragón sobrevuela Lisboa

Tenemos que dejar de educar a las futuras generaciones en el miedo. Lo que ocurrió el 25 de abril de 1974 en Portugal no fue el fin del gobierno de un señor, sino el fin de la imposibilidad de cambiarlo. Desde entonces, Portugal ha podido cambiar a cualquier gobierno que le disguste cada cuatro años. De esto hace la friolera de cuarenta y nueve.

Caminamos hacia el medio siglo exacto de un sistema democrático, sin que nada racional haga pensar que semejante elección periódica vaya a impedir retirar a gobiernos indeseados en un margen inferior al lustro.

Sin embargo, cada 25 de abril, un dragón sobrevuela Lisboa y parte del extranjero, en un exitoso ritual medieval de performances ancestrales.
Sí, he dicho medieval. Más allá del cariño que le tengo al medioevo (una época absolutamente fascinante y mucho más rica de la fama que tiene) la metáfora viene a colación por aquellos dragones que se decía sobrevolaban aldeas escupiendo fuego y arrasando todo modo de vida.

Cierto día, la comunidad acosada mataba al dragón, bien fuera a través de un héroe extranjero, un conjuro de magos misterioso, o el pueblo entero, que una mañana se levantaba al alba con sus horcas y guadañas, y, después de escuchar una folclórica canción desde una atalaya, subía al monte y se abalanzaba sobre la fiera.

A partir de entonces el dragón pasaba a formar parte de un ritual anual que recordaba el día en que lo mataron, cómo lo mataron, quiénes lo mataron, y cuán afiladas deben permanecer nuestras horcas y guadañas por si un primo del dragón se desvía y decide hacer de nuestra aldea el objeto de sus barrabasadas.

Noche, canciones, flores, ritmos militares…recordarán al mundo, y sobre todo a nuestros menores que no lo han vivido, que el dragón siempre puede volver.

Somos una aldea incapaz de valorar nuestro crecimiento si no es encadenándolo a la memoria del dragón. Medio siglo contempla a la solidez de la democracia portuguesa y ojalá las generaciones venideras aprendan a valorarla y defenderla en sí misma. Sin ignorar la historia, pero sin necesidad de estas confirmaciones medievales basadas en el miedo y la emoción.

Conocer la historia («y no repetir sus errores»…) es una cosa, hacerle un ritual anual es otra muy distinta (máxime en la sociedad publicitaria del homo audiovisualis que vivimos).Estos rituales tienen que tener caducidad. Y la proximidad a un 50º aniversario es una buena oportunidad para la reflexión.

En una semana exacta, otra ceremonia, esta vez madrileña, recordará el día que se mató al dragón francés… hace 215 años. ¿De verdad teme el pueblo español ser reconquistado por los gabachos? Por no mencionar a los rituales allén del Atlántico para celebrar la muerte del dragón colonial dos siglos después, incapaces de autopercibirse aún como democracias maduras, dueñas de su destino, sin vivir ancladas a demonios alados escupefuegos del pasado.

¿Cuántos años hacen falta tras la muerte de un dragón para dejar de ser democracias adolescentes y pasar a la etapa posterior que se identifica como el fruto de un pasado complejo capaz de mirar al futuro sin necesidad de esos refuerzos emocionales?

¿Hacemos un aquelarre por el día del sufragio universal para recordar el año que matamos al dragón que nos impedía votar a todos? Las democracias tienen hitos que se dan por asumidos, sin hacer de ellos un ejercicio publicitario. Porque la publicidad la carga el diablo…

Romanticismo y política. Una pareja mal avenida, destinada a sobresaltos, que nubla la razón y aleja el maduro porvenir.

Feminismo de lavanda y rosas

Feminismo de lavanda y rosas

A ver si lo entiendo, ¿el problema para la autodeterminación de género son las políticas de discriminación positiva? Florece la primavera y con ella una rencilla de herbáceas que al parecer compiten en belleza y legitimidad en la pradera: el feminismo de la lavanda y el feminismo de las rosas.

Yo crecí pensando que el feminismo era sólo feminismo y, aunque sabía que siempre tuvo corrientes, me resistía a entrar en el debate interno de un movimiento que ya no es un suelo fértil y abonado donde todo puede crecer, sino una selva salvaje de plantas que compiten, se envenenan, engullen, parasitan y se tapan unas a otras la luz del sol.

El enfrentamiento en el seno del gobierno entre la corriente de la lavanda y la de la rosa ha puesto de manifiesto algunas contradicciones no menores. Pero, yendo más a lo concreto, creo haber entendido que la polémica radica en la autodeterminación de género, o la posibilidad de que cualquier persona exija al colectivo ser tratada con el género que se le antoje. Por especificar más, que cualquier persona pueda declararse una mujer. Que pueda declararse un hombre o un ser no binario -o no sé qué más combinaciones- que contempla la autodeterminación de género en toda su concepción no parece ser el quid de la cuestión.

¿Qué es una mujer? se increpan la corriente de la rosa y la de la lavanda para dirimir el trono de la cruzada feminista. Y así, creo haber entendido que, para la lavanda, una mujer es cualquiera que decida serlo. Una reflexión acorde con la autodeterminación de género y una lucha fundamentalmente inspirada en los derechos de las tra-¿vestis?. Ya me pierdo un poco, quizás el término correcto es transexual”… Resumiendo, “mujeres con pene”, advirtió la portavoz de la lavanda.

El caso es que la rosa no puede tolerar que las “mujeres con pene” sean mujeres. Y la pregunta del millón es ¿por qué? Queriendo entender a esta canina (Rosa canina, denominación latina), la respuesta quizás esté en que las mujeres han luchado demasiado para que ahora cualquiera venga a ocupar su puesto…o sus…¿derechos? ¿No desean acaso que las mujeres con pene tengan acceso a los cupos en puestos laborales, en plazas universitarias, en reducciones fiscales, en reducción de delitos, y en ese largo etcétera que ha venido a llamarse medidas de discriminación positiva? ¿A qué se puede deber si no este alejamiento de las mujeres con pene y esa negación al derecho de cualquiera de autoconcebirse como el género más bendecido del universo?
Siendo generosos con la reflexión de las rosas, las medidas de discriminación positiva estaban pensadas para suplir desventajas a priori y por lo tanto, un ser humano con pene no nace con esas desventajas a priori, motivo por el que no debe ser ayudado, o tener el mismo derecho de ayuda…

En contraposición, la lavanda alegaría -siempre según mi confundido entender- que las “mujeres con pene” sufren las mismas discriminaciones que las mujeres sin él y por ello son igualmente merecedoras de las mismas políticas que las avaginadas…

No obstante cabe una pregunta al feminismo lavanda ¿una mujer con pene sufre la misma discriminación a priori que una avaginada por ser una mujer… o por parecer una mujer? No es una reflexión menor. Un hombre, “vestido de” hombre no sufre la misma discriminación que una mujer aunque haya decidido que en su carné de identidad ponga Loreta. ¿La autodeterminación de género en las mujeres con pene debe ir acompañada de parecer una mujer para que la sociedad te discrimine a priori y sea legítimo que tengas acceso a las políticas de discriminación positiva? (Ojo porque si así fuera, «parecer una mujer» nos enfrascaría en un debate muchísimo más conservador…)

Abocados a esta diatriba la pregunta resulta obvia: ¿en ausencia de políticas de discriminación positiva, si todos tuviéramos las mismas leyes, daría igual lo que cada quien tuviera en la entrepierna y lo que cada quien se considerase?

En algún brote de esta pradera de flores cainitas alguien se ha debido hacer la misma pregunta pero, en lugar de reconocerlo, la ha orientado al revés: ¿en ausencia de género podríamos todos aspirar a la igualdad (incluida la legal)? Algunos se han contestado que sí en este jardín, y por eso andan promoviendo la desgenerización de todos los seres. ¡Antes que igualar las leyes igualemos los géneros! Desgenerización de ropas, de cortes de pelo, de nombres y hasta de relaciones sexuales. Así que ahora, además de las mujeres con pene y las mujeres sin pene, han surgido los desgenerados, que buscan la igualdad bajo el mismo impulso que critica las leyes de discriminación positiva. Estos últimos se han enfrascado en la construcción de su “hombre nuevo” de una manera que merece una pausa.

El término “hombre nuevo” está elegido a propósito por si algún lector que no haya abandonado a estas alturas esta reflexión sufre alguna reminiscencia peligrosa. Si la primera mitad del S.XX asistió a las concepciones políticas que buscaban construir los hombres nuevos (fascismo y comunismo) en base al cientificismo social de los siglos anteriores, el S.XXI arranca con el mismo impulso: la necesidad de que los seres se adapten y moldeen a las nuevas teorías.

Como en las gestiones lingüísticas, la legislación tiene que ir siempre por detrás de la sociedad, pero nunca faltan los que necesitan que la sociedad se ponga patas arriba para que quepa en sus concepciones previas. Y así, de manera callada e invisible, asistimos al nuevo racismo del S.XXI, ese que necesita que el ser humano sea no binario. El nazismo quiso que el ser humano se deshiciese de sus diferencias genéticas; el comunismo que se deshiciese de sus impulsos de libertad y creatividad, y ahora toca despojarlo de su género, de su sexo o de los dos.

Pero al final de todo, con defensores de la no binariedad o defensores de la binariedad variable con pene o sin él, la pregunta se mantiene ¿queremos una sociedad de diferentes personas con las mismas leyes? ¿o una sociedad de diferentes leyes con personas igualadas?

Para el feminismo de la lavanda y de la rosa, mi feminismo, el de la no discriminación positiva, el de las mismas leyes con diferentes personas, debe ser un feminismo de mierda. Tienen tan interiorizada la legitimidad de las políticas de discriminación positiva que hace años que decidieron que el que no las defendiera no podía considerarse feminista. Pero, aunque lo consideren de mierda, y continuando con el símil de la primavera, yo prefiero llamarlo feminismo de tierra mojada, aquel que permite el crecimiento de todos los seres. Así era el feminismo cuando yo nací: aspiraba a la igualdad de derechos legales. Leyes de igualdad para heredar, emanciparse, educarse, divorciarse, ¡votar! y un nutrido etcétera de ese amplio suelo fértil donde todo era posible antes de que quisieran que fuéramos iguales haciéndonos leyes diferentes.

8 MARZO // El poder, la semilla original 

Mientras siga habiendo una legislación que castigue la violencia con distinta intensidad en función del sexo de su autor, seguiré preguntándome por la semilla que la origina, el génesis, su esencia última.

Y un año después de mis últimas reflexiones sobre el feminismo, regreso con la respuesta como arqueólogo de celuloide que desenvolviese de su cazadora el santo grial: el poder.

El poder es la esencia primigenia, intermedia y última de la violencia. No el sexo. Es verdad que el sexo ha sido y es una herramienta muy utilizada y ampliamente extendida en el ejercicio del poder en eso que se hace llamar hoy en día patriarcado, pero la ciencia no resulta exacta -pensar que el sexo, per se, origina violencia- por una simple razón: el verdadero motivo que impulsa a unos seres humanos a avasallar a otros es el poder.

¿Y qué relevancia tiene esta reflexión sobre el feminismo en un país que vive su actualidad política enfrentado por años arriba o abajo en las condenas por agresiones sexuales? ¿O acaso la última medida estrella del Gobierno de imponer, en lugar de recomendar, la discriminación positiva en los órganos de dirección de empresas y administraciones del Estado no merece detenimiento y debate?

En efecto, ambos focos legislativos son relevantes, como lo es el guirigay de género, o mejor dicho, de la autodeterminación de género también impulsada por el gobierno (o por parte de él). Tal vez sea hasta el debate del siglo, como dicen algunos, la obligación de que el colectivo identifique a un individuo con el género que este individuo decide ponerse una mañana, como quien cambia de apellido, independientemente de las características biológicas iniciales con las que vino al mundo.

Pero todos estos debates no debieran soslayar el principal hito legislativo contemporáneo: la ley que castiga la violencia de distinta forma si el autor es un hombre o una mujer.

Y para que eso ocurra jurídicamente hay que aceptar una premisa: el machismo es el que genera la violencia y la voluntad de ejercer el machismo es la que convierte a un ser humano en agresor. Pero claro, la ciencia no es exacta, porque no explica la violencia de la misma naturaleza (agresiones, asesinato-secuestro de hijos, chantajes económicos, persecuciones y seguimientos, acoso emocional, etcétera, etcétera) que ejercen algunas mujeres sobre hombres, o adultos contra mayores, o adolescentes contra todo lo que les rodea… Las técnicas son las mismas, pero el género varia por una razón muy sencilla: el género sólo es una técnica más, una herramienta al servicio de la cúspide de la pirámide de la violencia que es el ejercicio de poder. Todas las herramientas, incluido el sexo, están destinadas a satisfacer un anhelo de poder.

Lo que une a todos los agresores es la dominación, sea cual sea su género. Por eso la ley debiera castigar a todos por igual. No existe la violencia machista. Existe la violencia ejercida con machismo. Y la violencia ejercida con superioridad etaria. Y la ejercida con superioridad intelectual. Y la ejercida con superioridad económica. Y la ejercida con superioridad laboral. Y una larga lista de herramientas perversas que por desgracia los seres humanos emplean para sentirse superiores cuando algo les hace sentirse chiquititos.

La gran exclusión

Dice el presidente del Gobierno que los le critican son personas excluyentes. La manifestación de ayer en Madrid, ni más ni menos relevante que otras anteriores, no sirvió para nada más que para recordar una constante: el relato gubernamental se mantiene intacto, la crítica proviene de pensamientos excluyentes.

Sin embargo, el presidente del Gobierno es el beneficiario de la mayor exclusión de la historia española reciente. El verdadero cisma se produjo en 2019, después de que la crisis política en Cataluña dejara al descubierto las erráticas costuras de un Estado fallido.

El Estado se descoyuntaba, el nacionalismo sacaba del armario todos sus planteamientos, la derecha reaccionaba con el mismo recetario (más o menos salpimentado), pero el verdadero terremoto se produjo en el seno de la izquierda española. En un epicentro del subsuelo mental, la izquierda tuvo que elegir entre todos sus planteamiento, atravesar capas de doctrinas varias como llegan las ondas sísmicas a la corteza terrestre, traspasar a Marx, al Che, a Felipe González, el socialismo democrático europeo, la internacional, el muro de Berlín, el maoismo etcétera y decidir si el planteamiento del nacionalismo catalán era legítimo desde el punto de vista de la igualdad de los pueblos o era una reminiscencia medieval.

Pero la verdadera exclusión, la GRAN EXCLUSIÓN, no se produjo en ese cisma del 17, se produjo dos años después, en la moción de censura del 19. De aquella división mental del 17 emergieron dos corrientes en el seno de la izquierda, que estallaron en el 19: “la que se fue”, y “la que se quedó” con el partido.

Aquella que había concluido que lo ocurrido en Cataluña era una reminiscencia medieval que en nada tenía que ver con procesos democráticos, y que se trataba además de un chantaje causante de la construcción errática de un Estado, aquella que siempre supo que el nacionalismo nunca aspira a la justicia cívica sino que emana de profundos sentimientos emocionales, no pudo concebir que el principal partido de la oposición desbancara a un gobierno que tenía que lidiar con un desafío independentista y que lo hiciera sustentándose en el voto precisamente de los que habían puesto en jaque al Estado.

El ansia de poder del actual presidente fue capaz, no sólo de sustentarse en los votos de quienes habían puesto en jaque al sistema, sino de recibir su ilegítima representación emanada de una ley electoral que otorgaba 13 escaños a 300.000 votos nacionalistas.

La salida de la izquierda hubiera sido cambiar la ley electoral en todo el Estado, (afectando en primer lugar a las mayorías catalanas cuyo nacionalismo también se sustentaba en una errática representación popular), hacer una consulta sobre el modelo territorial y convencer a la derecha de aceptar la resolución de un referendum en Cataluña. Apostar por la democracia directa todo lo que gobiernos anteriores la habían despreciado.

En su lugar el gobierno actual decidió mantener la ley electoral, mantener todos los ejercicios de poder derivados de ilegítimas traducciones de votos en escaños, y excluir brutalmente al cisma. Los excindidos, y ahí viene la GRAN EXCLUSIÓN, fueron apartados de toda legitimidad ideológica y surgieron los nuevos fascistas, que eran todos los que criticaban al gobierno. Cualquier crítica al proceder de la moción de censura fue mentalmente apartada por “los que se quedaron” con términos hirientes, polarizados al extremo, simplificadores y agresivos como pocas veces se ha visto. El éxodo de “los que se fueron” (nos fuimos) fue un goteo constante que ha llegado hasta la actualidad.

En algún punto entre estos años que han pasado, “los que se quedaron” vieron que los facistas les crecían como enanos. De pronto amistades de una relativa cordura habían terminado al otro lado del cisma… y empezaba a ser un poco insostenible que todos fueran fascistas. Por eso ahora somos “excluyentes”.

Aborto, ¿libertad o derecho?

No es el aborto un tema que me apasione. Pero en virtud de la reciente polémica paso a exponer una reflexión atrasada. Todo surgió cuando escuché por primera vez la expresión «derecho al aborto».

El aborto no es un derecho. Es un ejercicio de libertad individual que no debe ser penalizado. Muchos hallarán en semejante afirmación dos conceptos sinónimos, si es un ejercicio de liberad individual que no debe ser penalizado, es un derecho a ejercer esa libertad. Pero hay un matiz que la reciente polémica ha hecho aflorar.

Yo soy de la época en la que se luchaba porque las legislaciones «despenalizaran» el aborto. Se hacían manifestaciones y referendums para que la sociedad dirimiese, no la existencia o no de una vida, sino la total absolución de quien acabase con ella, pues hasta la fecha, las mujeres veían seriamente amenazada su libertad individual de decidir en legislaciones que podían acabar con sus huesos en la cárcel.

Así fue como el aborto logró en nuestros países europeos ser un ejercicio de libertad individual de la mujer. El debate, repito intentaba alejarse de las disquisiciones sobre la existencia de una vida, a partir de cuánto tiempo, si desde el principio, si desde las tantas semanas…

Convertir el aborto en un derecho implicaba un pequeño salto mental. Equipararlo a la carta de derechos suponía alejar más aún cualquier reflexión sobre el concepto de la vida creada…

Y en esas estábamos cuando la reciente polémica acaba de salpicar a la actualidad política de un año, además, electoral… Según tengo entendido todo ha surgido porque una comunidad autónoma ha sugerido que en la decisión se tenga acceso a conocer detalles sobre el estado de esa «vida». La «libre elección no penalizada» de la mujer se mantiene, pero ha resultado escandaloso para un amplio sector, que esa mujer tenga acceso previo a una reflexión más informada al respecto.

En este punto es donde los defensores del «derecho» han mostrado su aversión a la «libre elección». Y ha surgido la verdadera dicotomía subyacente: no eran sinónimos.

El fondo de la cuestión es aún más profundo: la ideología gobernante es muy alérgica a las libres elecciones individuales en realidad. En mil y una facetas del día a día interpreta a la población como «sujetos educables» (hasta presumen del concepto «ingeniería social») y el aborto no es una excepción. En realidad interpretan que si una joven es informada del estado de su embrión puede ejercerse sobre ella una presión que desemboque en su renuncia al aborto. Sí, es cierto que puede ocurrir. La misma presión que puede haber recibido en el sentido contrario. La clave está en respetar por encima de todas las cosas ese tesoro inigualable de nuestras sociedades: la libertad individual. Dichosa manía de considerarnos seres influenciables en lugar de seres de pleno discurrir.

Sólo quien teme tanto a la libertad individual tiene tan poca fe en ella.

Sedición, la sisa de un traje indiferente

Anda el país revolucionado porque el delito de sedición estire o encoja unos cuantos años de acolchadas prisiones con luz eléctrica y, quiero creer, inodoros. La situación no deja de ser sonrojante si uno mira a la historia con cariño. Ese cariño que emana de mucho mirarla, de despojarse de juicios rápidos contemporáneos, y observar a la humanidad con perspectiva.
¿Cómo ha castigado la humanidad a la sedición? El encarcelamiento de cuatro, cinco, ocho o quince años es una broma comparado con las frias mazmorras, la horca, un ritual del harakiri, empalamientos, abandonos en ultramar, etcétera, que han inspirado a nuestros antecesores a lo largo de miles de años.

Sin embargo, pena la oposición porque la sedición reduzca los años en cárceles del S.XX; goza el Gobierno creyéndose una suerte de abanderado de libertades políticas (en el mejor de los casos, si los que todavía no se han ido tuvieran algún tipo de conciencia o ideales políticos); y frótase las manos la troupe sediciosa pensando hallar en la nueva legislación el éxtasis de su hoja de ruta.

Los siglos de historia les contemplan a todos con estupor.

Siempre he pensado que el “problema” catalán tiene verdaderos retos que en nada se acercan a este patio de recreo que han montado a santo de la ley de sedición. El Procés fue tan broma como el procés judicial posterior. El anhelo de independencia fue tan falso como flojo el castigo.

Caramba, si uno quiere independizarse tira al gobernador por el balcón. Monta una frontera y una empalizada, emite salvoconductos, crea una moneda, un ejército, por supuesto llama a filas hasta a la abuela en taca taca, emite nuevos impuestos, y lo más importante: devuelve la cabeza del emisario negociador separada del cuerpo para recalcar que esa independencia que tanto anhela es absolutamente innegociable. Entiéndase el sarcasmo, pero Catalunya no desea la independencia, sólo negociar con ella.

En paralelo, el segundo actor de este problema, llamado Partido Socialista también erra su medida. Si de verdad desea abanderar las libertades políticas y dar lecciones al mundo de progreso democrático, sus acciones debieran estar encaminadas a la democracia directa sobre el asunto. No a permitirla, sino a promoverla: democracia directa en tres referéndums a la par ( https://bit.ly/3tdWmrv ), sobre el modelo de Estado, sobre el deseo de “el resto de España” de tener a Catalunya en su Estado, y sobre el deseo de Catalunya de permanecer en el “resto”. Igualmente, abanderar el progreso y la igualdad no puede ir de la mano de un desigual valor del voto de los ciudadanos. Permitir la continuidad de un sistema donde una comunidad sobrerrepresentada puede chantajear al resto en base a esa sobrerrepresentación no es ser progresista. Es ser medieval. Es un sistema medieval de poder por territorio anterior a la era de “un hombre un voto”.

Y finalmente la escandalizada oposición tiene medidas mucho más drásticas y coherentes que emprender que poner el grito en el cielo por unos años de prisión. El verdadero escándalo de este chantaje con base en una injusta ley electoral sólo tiene una salida: que la oposición se niegue a participar en las elecciones hasta que no se cambie la ley electoral. Que Europa y el mundo entero sepa que España no tendrá elecciones porque la oposición no se presenta. Hay que plantarse. Es el momento de decisiones drásticas. De cambio de sistema, no de pataletas parlamentarias de recreo por los años de la ley de sedición. El chantaje basado en la sobrerrepresentación antidemocrática debe llegar a su fin. Y el referendum sobre el modelo de Estado es el siguiente paso.

Todo lo demás hace sonrojar al progreso, a la democracia y a la historia.

El sí es sí, o la ley de la manta

Hace poco escuché una teoría deportiva que equiparaba a un equipo de fútbol con una manta: si tirabas de la manta para calentar el ataque, enfriabas la defensa. Y viceversa, una defensa bien cubierta destapaba las necesidades ofensivas. Igual parece haberle sucedido a la legislación del «sí es sí» que trae de cabeza al país en los últimos tiempos. Pero no perdamos el foco: que está en los pies.

La susodicha legislación, que pretendía aumentar la protección a las mujeres de los excesos de nuestra era, se ideó con la intención de ampliar la manta por abajo. Ampliar la posibilidad de considerar un delito acciones que hasta entonces no eran imputables. Esa es la naturaleza del «sí es sí», cuyo título ya indicaba un necesario y explícito consentimiento para tener relaciones sexuales, dejando en territorio comanche del delito cualquier contacto o relación no explícita.

Y así, poco a poco, la sociedad se ha ido familiarizando con el espíritu de esta ley del sí de las niñas, que llama acoso y abuso a acciones de muy diversa naturaleza que antes no encajaban en estas definiciones.
El objetivo no era rebajar las penas a los autores de las agresiones físicas más bárbaras, el objetivo era ampliar el concepto de la palabra abuso, para castigar por abajo a los autores de acciones menores que con legislaciones anteriores -entiende el gobierno- hubieran escapado al peso de la ley.
Pero por alguna extraña razón, los formuladores del sí de las niñas han planteado la legislación como la manta de nuestro equipo de fútbol, descuidando el castigo a las penas más altas para ampliar el abanico de las más bajas.

El escándalo y el error está servido, ahora sí, por estos mantas del gobierno.

Recuerdo hace unos pocos años, cuando empezó la era de la inquisición feminista en nuestro país, allá por el inicio de la legislatura vigente, que los votantes del gobierno se lanzaron a la campaña del «¿eres feminista?» como juventudes castristas al amanecer de un nuevo sol. (Uy, perdón, el símil cara al sol creo que es de otros). Y así, para justificar el respaldo a un loco que ya había dado signos de locura, el feminismo vino a sanar las heridas de la conciencia de sus votantes. Aquellas gentes acababan de poner en la papeleta de las urnas la condena colectiva a los designios de un mentiroso que ya había probado sobradamente su maquiavelismo, su locura, cambio de criterio y ausencia total de ideales.

Pero el feminismo rescató a esas conciencias (vamos a creer que atormentadas en su fuero interno). Y de pronto había unos enemigos de las mujeres que auguraban para ellas años de oscuridad, cuya derrota resultaba imperiosamente necesaria en las urnas y justificaba el auge de cualquier maquiavelo como el que acababa de ganar.

Nerviosos en la construcción de su nuevo amanecer, de su nueva sociedad cincelada a golpes de ingeniería social, mientras la ley del sí es sí escribía sus primeros párrafos en los despachos, aquellos votantes se lanzaron como pioneros de una revolución caribeña a la encuesta global que recorrió el país «¿eres feminista?».

La pregunta llevaba implícita la justificación de su pecado: porque si lo eres no has tenido más remedio que votar a este tarado, como yo.
Recuerdo haber contestado siempre con el mismo cuestionamiento a mis inquisidores. Si tan feminista eres, no veo por qué no votas al partido que contempla las penas más altas para violadores y agresores de las mujeres… Nunca obtuve respuesta.

Pero la realidad se impone siempre. Antes o después. Y ahora la pregunta que yo hacía entonces vuelve en forma de esta manta torpe con una legislación que no sólo no aumenta, sino que rebaja las penas.
Mi preocupación, sin embargo, se mantiene constante con el espíritu inquisitorial que estos legisladores han traído al país. El lenguaje debe avanzar siempre con la sociedad, no la sociedad detrás del lenguaje. Y socialmente las palabras abuso y acoso han estado destinadas siempre a casos muy graves.

La nueva legislación ha conseguido escuchar a personas llamar «abuso», «acoso», «abusadores» y «acosadores» a los autores de un amplio abanico de acciones. Cualquiera ha sido «abusado» o «acosado», en cualquier momento, por cualquier acción, que pasa a necesitar mirarse con lupa en la parte baja de la manta para dirimir si el exceso ha sido tal… o si se trata de un exceso de interpretación de la legislación. El «abuso» de la ley está servido por los pies.

PS: a largo plazo auguro un efecto aún más nocivo, el descrédito y la desconfianza hacia la gravedad de los delitos más feroces

Baby 82, el verdadero régimen

Yo soy una baby 82, nací un mes después de la victoria electoral que hoy cumple su cuadragésimo aniversario y que representa al verdadero régimen vigente en este país, que tanto habla del régimen del 78 y del franquista, eludiendo al que de verdad domina los designios de esta sociedad. Así que hoy, cual «florido pensil» -una lectura bien conocida por los adeptos del régimen- voy a desgranar lo que es ser una baby 82.

El régimen del 82 es el régimen más incoherente que ha tenido la historia de España, pero eso, claro, tardamos tiempo en descubrirlo (y la mayoría todavía no se ha caído del guindo). De modo que uno nacía en el régimen del 82 y junto a los primeros dientes, los primeros pasos y las primeras cacas sin pañal, se iba familiarizando con las palabras del movimiento a lo largo de su crecimiento.

La primera y más importante fue DEMOCRACIA. Para una baby 82 como yo, la democracia estaba en todas partes. Era omnipresente y omnipotente, de modo que mi primer encontronazo con el régimen se produjo por las risas que tuve que soportar cuando canté el «sombrero cordobés» a cuyas alas le atribuí conservar «por la democracia, el beso de una mujer». Quienes conozcan la letra sabrán que la canción original decía «sombrero de mi querer, conservas bordAo con gracia, el beso de una mujer». Mi consumo insaciable de cassetes de gasolinera me había puesto en contacto por primera vez con el andaluz, una «lengua» poco vocalizada que yo practicaba en un ejercicio prohibido, pues en el régimen del 82 escuchar copla era más pecado que los tocamientos adolescentes del régimen anterior. De modo que mi mente ya adoctrinada en que todo lo que terminase en «acia» tuviera que ser democracia, no entendió las risas que provoqué en mis oyentes. Atribuirle la capacidad de conservar el beso de una mujer era pecata minuta para una democracia que todo lo podía.
Tardé años en comprender que la democracia no consistía para el régimen en una elección, sino en que siempre ganaran los buenos, porque en algún momento de mi adoctrinamiento me topé con la debacle de la posibilidad de que ganaran lo malos, cuya victoria venía a poner en riesgo a la mismísima democracia…

Otro concepto que aprendí muy al principio fue GREGARISMO. Era una palabra recurrente en la escuela para que los maestros censuraran nuestro mal comportamiento colectivo. En vez de acusarnos de ser malos, mal educados, desconsiderados, irrespetuosos, egoístas, vándalos, etcétera, etcétera, muchos sentían la necesidad de asustarnos a golpe de «¡no seáis gregarios!». Y así fuimos descubriendo que gregario era aquella oveja que balaba porque lo hacían las demás. El concepto no era fácil, pero me empezó a quedar claro hacia los nueve años cuando los niños del patio montaron una manifestación al lema de «todos contra Puri». Puri era una maestra que se había hecho cargo de la organización del comedor escolar, y se había inventado un sistema un tanto extraño de mesas lideradas por niños que vigilaban que los demás se comieran la sopa. A día de hoy no sabría decir si las centurias estas que se inventó la Puri para que desfiláramos por el comedor tenían más tintes de un sistema comunista o fascista, pero el caso es que allí había unos centuriones rotativos vigilantes de la correcta ingestión de sus camaradas. A mí el sistema me traía sin cuidado, porque yo iba al comedor a comer, y ningún sistema me impedía tal propósito. Pero aquella tarde, en aquel patio revolucionado, cuyos juegos se vieron de pronto interrumpidos a gritos de «todos contra Puri» comprendí por primera vez lo que era el gregarismo. Cada vez había más niños a grito pelado y al final la pobre Puri se subió a un banco llorando al estilo Evita y ya no recuerdo más del drama porque a mí me dio mucha pena y me fui. La protesta, además, era cruel, no pedía «queremos comer en libertad» o «no mires mi sopa y cómete la tuya»… No. Era todos contra Puri. Pero la dicotomía entre el personalismo y la pedagogía eran conceptos todavía muy lejanos para mí.

El régimen también me hizo comprender con el tiempo que el gregarismo era la forma de explicar por qué tantas personas habían seguido a otros regímenes y a otras ideas a lo largo de la historia, muy en especial la reciente del S.XX. En realidad la maldad no tenía cabida para el régimen del 82, que consideraba al hombre bueno, de modo que haberlo convertido en un ser recalcitrantemente malo sólo podía deberse a un ejercicio de gregarismo. Ahí es cuando entendí que el gregarismo sólo era de derechas, porque la gente de izquierdas no era gregaria jamás…

A esta comprensión me ayudó un tercer concepto, ya más avanzada la escuela: ESPÍRITU CRÍTICO. El espíritu crítico era algo así como la poción mágica de Astérix, el único elemento capaz de convertirnos en adultos de verdad. Uno debía temer no tener espíritu crítico más que a una enfermedad congénita. Era la única cura contra todos los males: el gregarismo, la falta de democracia, la pedagogía, la justicia… Pero claro, en aquellas tiernas edades el régimen nos enseñaba que el espíritu crítico era como una especie de rebeldía. Una iniciación a la edad adulta. Había que perder la virginidad intelectual y rebelarse contra la masa, a ser posible, con graves consecuencias. Sócrates o Galileo eran héroes del espíritu crítico cuyo comportamiento merecía veneración curso tras curso. Ya en la historia más contemporánea, los héroes del espíritu crítico tenían nombres de víctimas de la guerra civil española o de la mundial, pero siempre de un mismo bando. No había sorprendentemente víctimas del comunismo en el espíritu crítico que a mis oídos llegaba.

Tardé mucho, mucho en comprender, que el régimen sólo contemplaba el espíritu crítico contra aquellos malos, que ponían en riesgo la democracia, aquejados de la terrible peste negra del gregarismo. El espíritu crítico no estaba destinado para criticar a la izquierda… Por eso mi bautismo en espíritu crítico me llegó de sopetón, allá por los 13 años, sin casi enterarme, en forma de una inminente decisión que tomar en cuestión de segundos sobre firmar o no una carta contra un profesor de literatura que había tenido la osadía al parecer de evaluar negativamente en el primer trimestre a la clase, prácticamente al completo, por sus lagunas -reales- en comprensión lectora y oyente del castellano. Es cierto que el examen había sido difícil, sólo aprobado por tres personas, y que yo había sacado un «notable un tanto escaso», en palabras del profesor, que había herido un poco mi orgullo. Pero jamás se me pasó por la cabeza quejarme porque en la escuela se me exigiera de más. Y mucho menos en un primer trimestre, habiendo posibilidad de recuperación. Mi negativa a firmar la susodicha carta -signada por todos los demás- fue rotunda. Y ése es el primer recuerdo que tengo del espíritu crítico. Lo que no sospechaba yo es que el régimen ya entonces me indicaba que el espíritu crítico no estaba destinado para apoyar a aquellos profesores que coincidentemente no acostumbraban a llenar sus clases de palabras como «gregarismo», «democracia», «espíritu crítico», etcétera, y se limitaban a dar su materia, algunos con peor, y otros con gran diligencia…

La siguiente palabra, muy unida al espíritu crítico, que el régimen me enseñó fue EDUCACIÓN. La educación era algo así como el paracetamol del mundo. Mejor dicho la penicilina. Todos los males que aquejaban al planeta se debían a una falta de educación. Y además, lo explicaba todo, casi de manera científica, como un bacilo que generase anticuerpos contra una enfermedad. El gregarismo, la falta de espíritu crítico se debían a la falta de educación. Hasta la mismísima democracia necesitaba educación para desarrollarse. La educación nos pulía, pero no era un ejercicio burgués de refinamiento personal, era la fórmula de explicarnos por qué algún cazurro cometía algún acto incívico, y por supuesto, por qué su ausencia era campo abonado para las dictaduras. Confieso que la educación fue uno de los conceptos que más interiormente tocó mi alma. Por eso me sorprendía siempre presenciar todas las conversaciones que alrededor de una mesa iniciaban los educadores a los que tuve la fortuna de tener acceso. Siempre, con las primeras aceitunas del aperitivo, alguien decía: «¿Habéis visto lo que ha dicho el hijoputa de fulano?».

Lejos de ser una anécdota de un gremio reducido, el contacto que posteriormente tuve con otros educadores de la sociedad -los periodistas- me confirmó que la frase iniciaba también gran parte de sus sobremesas. Y así, experimentando una especie de deja vu en la edad adulta cuando confirmé esta coincidencia, comprendí entonces que la frase (¡y actitud!) debía ser un lema del régimen para ejercitar a sus huestes en esa penicilina social…

La COHERENCIA -a pesar de un diccionario que bien pudiera hacerse del régimen- cierra el círculo de esta exposición sobre el «movimiento». La coherencia venía a ser una suerte de corazón púrpura, de insignia militar al mérito en la aplicación de las anteriores (democracia, espíritu crítico, educación…) Había que aspirar a ser coherente en la vida, en la personal y en todos los planteamientos ideológicos. Pero la misma formulación llevaba inscrita su pecado. Resultó ser que la coherencia era algo dificilísimo de alcanzar y poco más que todo lo anterior podía incumplirse con unos cuantas avemarías. Mejor dicho, golpes de pecho, algo ligeramente más laico. Unos cuantos mea culpas por falta de coherencia nos permitían nadar en un movimiento que había ideado un castillo mental perfecto: sus grietas jamás ponían en jaque la estructura, se tapaban con una poca argamasilla de incoherencia humana y todo seguía igual de reluciente.

Y así es como el régimen se hizo de todo, social, económica y políticamente. En primer lugar se hizo monárquico. Porque la «democracia» consistía en elegir a los representantes, pero no había que ser más papista que el papa. De modo que aceptó que la jefatura del Estado no fuera electa con toda naturalidad. Al fin y al cabo, reclamar lo contrario, la república (la verdadera, no aquella donde no cabe la victoria del adversario) era un ejercicio de coherencia de cuatro presumidos que querían colgarse medallas en la pechera… El «gregarismo» empleado por el partido comunista para censurar a sus militantes republicanos fue otro ejemplo más de que al régimen le corría la incoherencia por las venas, ya en los inicios, como un colesterol asumido.

Después aceptó y fomentó el autonomismo, un curioso ejercicio de justicia social que ha bailado hasta el día de hoy un eterno vals con la incoherencia creando ciudadanos expuestos a diferentes leyes, a diferentes impuestos, a diferentes servicios…

El mayor ejercicio de «educación» social que construyó el régimen vino de la mano del personalismo más «gregario». El felipismo fue todo un fenómeno que arrasó el país y le meció en el seno de la pérdida de «espíritu crítico» que ha llegado hasta hoy en día. España ha sido de todo, juancarlisa, felipista y ahora sanchista, en una deliberada y fatal renuncia a la «pedagogía» ( otro concepto para la segunda parte del diccionario).

El concepto de «democracia» que el régimen tenía -y tiene- viene ilustrado de la mano de su resistencia a la dimisión. El drama que asoló al movimiento con la derrota de González en el 96 vino a ser algo así como las lágrimas de la multitud que coparon la plaza de oriente en el entierro del líder del régimen anterior. La huelga general sin precedentes contemporáneos no era suficiente para sobreponerse al sofocón de la posibilidad de victoria del sector conservador. Pero el ejercicio de incoherencia más memorable de la época -además del caso Roldán- se produjo con los GAL. El incorrecto (y dramático) comportamiento de los representantes del Estado, incompatible con la «democracia» y la justicia, de pronto se convirtió para el movimiento en un ejercicio de maldad y hundimiento personal de los enemigos del gran líder. Como anécdota, el juez protagonista del caso simboliza a la perfección cómo el movimiento transita de villanos a héroes con alegría e incoherencia sonrojante en función de la conveniencia del momento.

Desde el punto de vista cultural el régimen ha mostrado una faceta de incoherencia feroz censurando a determinados artistas por sus teóricas inclinaciones políticas. La «educación» que debe llevar a apreciar la búsqueda de belleza, de virtuosismo en sus miles de formas, ni que hablar de la libre expresión… no ha sido suficiente para que el movimiento dejara de segmentar a la cultura con la misma o mayor dureza con la que ha segmentado a la sociedad.

Desde el punto de vista económico la incoherencia del régimen da para un capítulo aparte. Sobre la base de la justicia social ideó un sistema de funcionarios vitalicios que permitía aplicar toda su teoría del trabajador y ciudadano ideal al 30% de la población que tales plazas ocupa. Pero la incoherencia más palpable no es la de las grandes ideologías, sino la de las pequeñas prácticas individuales. El circo de equilibrismo verbal de los seguidores del movimiento para justificar su anhelo personal por la riqueza es digno de verse. Teorías hay muchas, pero todos aspiran a una casa mejor. Y cuando mejor, mejor. Nadie renuncia a ninguna de sus propiedades para construir una sociedad mundial equilibrada. Pero esa incoherencia, de nuevo, nunca pone en jaque su esquema mental, que tiene argamasillas de todo tipo para cubrir cualquier grieta. («El comunismo consiste en consentirse la envida», que decía Escohotado.)

El «espíritu crítico», aquel que estaba destinado a defender una postura, a ser posible con graves consecuencias, jamás ha llevado al movimiento a frenar en seco las máquinas hasta que no cambie la ley electoral. La realidad de un voto de diferente valor según el territorio debiera clamar al cielo. Pero no sólo un poco. La falta de «democracia» que ello conlleva debiera convertirlo en condición sine qua non para el voto a cualquier partido del régimen. Aunque, una vez más, pelillos a la mar, siempre hay algo más importante que justifique mantener cualquier incoherencia.

Y así hemos llegado a la sociedad actual, con un régimen culminado y maduro, que hoy celebra su cuadragésimo aniversario consolidando esa silenciosa mayoría gregaria, sin espíritu crítico y con serios ramalazos antidemocráticos de censura y persecución, que seguirá votando al líder del movimiento n´importe quoi.

La falta de educación y el personalismo heredado de los inicios del régimen se muestran hoy de manera renacida en la chulería de sus líderes, que han hecho de la incoherencia todo un ejercicio de lidia taurina con banda y paseillo de luces.

Durante mucho tiempo pensé que el movimiento consistía en asumir la incoherencia de una sociedad educada. Hoy empiezo a dudar que jamás lo fue.
Pero claro, quizás pensar en su falta de educación sea un pensamiento todavía inculcado del adoctrinamiento del régimen…

ADOCTRINAMIENTO, otra palabra del movimiento. Pero esta no necesita mayores explicaciones. Expuesto lo expuesto, quien no lo haya entendido hasta ahora, no lo entenderá jamás.

Pensamientos ardientes

La península se quema. Y nuestra boca también. Arde como hojarasca seca el análisis rápido de una tristeza cenicienta: la politización de la naturaleza. Los por qués y por qué nos de unos incendios que surcan todos los puntos cardinales de Iberia merecen varios matices antes de prender fuego a los culpables, ahora sí, en acusaciones de fuego cruzado.

El monte se quema por muchas causas que apuntan a todo el espectro político y a todo el espectro ciudadano, de izquierda a derecha, de sector público a sector privado, de ámbito urbano a ámbito rural. Así que sofoquemos las llamas por partes.

El fuego no responde sólo al cambio climático. Y el cuestionamiento del cambio climático en nada contribuye a evitar los incendios. Es un debate estéril, ampliamente reducido, que por su simplificación no ayuda a una auditoria profunda de la causa de los fuegos.

Sobre este planteamiento cabe pues sacar de archivo la ecografía de la ideología progubernamental reinante en la era Sánchez: “hay gente mala, negacionista de cosas, y sólo nuestra victoria garantiza la prevalencia del bien”. Hay negacionistas de la violencia de género, negacionistas de la vacunación de covid, y cómo no, negacionistas del cambio climático. En esta materia, el que contradiga nuestras políticas energéticas, internacionales, de subvenciones, impuestos a determinados consumos, etcétera, etcétera, es un negacionista del cambio climático. Ergo si el cambio climático existe, nosotros somos el gobierno adecuado y todas nuestras medidas se justifican. Así de simple. Si España arde es porque hay cambio climático. Y el fuego ibérico se transforma de forma macabra en el mejor combustible electoral. Primera utilización política de la naturaleza.

La realidad es mucho más compleja. Tomemos como ejemplo el incendio del parque natural de Monfrague. Las autoridades locales denuncian meses antes el abandono de las tareas de prevención de incendios. Las autoridades autonómicas retiran el número de efectivos de vigilancia del parque. Y finalmente las autoridades estatales se desplazan al lugar una vez ardido – en tres medios diferentes de transporte (helicóptero, avión y limusina)- para hacerse la foto y afirmar que Monfrague se ha quemado por culpa del cambio climático.

El cambio climático al fin y al cabo no es más que un llamamiento hacia la necesidad de frenar la contaminación ambiental producida por el ser humano. Si es real o no es real, si la historia geológica de la Tierra tiene periodos cíclicos de variación de las temperaturas, o si el aceleramiento exponencial se debe a la acción humana, es un debate legítimo pero que debe separarse del análisis de los incendios forestales si queremos abordar responsablemente sus causas, y sobre todo, evitarlos.

Los incendios forestales se producen por varios motivos: condiciones de temperatura, humedad, viento y sobre todo, naturaleza de la masa vegetal. La limpieza del monte resulta crucial, además de su abultada vigilancia, para evitarlos. Y aquí aparece la segunda politización de la naturaleza. La búsqueda del responsable político del recorte en limpieza forestal. Resulta también sencillo, desde la oposición, rechazar el debate del cambio climático y acusar de falta de medios y de previsión al Gobierno. Ya sea al gobierno estatal, al autonómico o al local. Pero la verdad es que la responsabilidad, más que en el gobierno, recae en el sistema. La división de poderes que este federalismo ideológico -practicado desde Sánchez a Feijoo- ha impuesto en el país otorga a todas las administraciones la posibilidad de escurrir el bulto en las demás. El ayuntamiento acusará a las comunidades autónomas, éstas al Estado, y el Estado a las autonomías. Un sistema perfecto para un país cada vez más negligente e inoperante. Hasta el punto, literal, de la autocombustión.

Pero tampoco ahí termina la procesión de culpables de los incendios. Frenar ahí el escrutinio es atribuir en exclusiva al sector público la responsabilidad de la limpieza del monte. Y tampoco sería un análisis completo, cuando, en gran parte, los montes son, o coexisten, con propiedades privadas. El propietario privado también tiene responsabilidad en las acciones de mantenimiento. Y tan cierto es que hay propietarios privados altamente activos, como que los hay altamente negligentes.

Pero cuando este texto de pensamientos ardientes pudiera haber llegado a su fin, como un incendio sofocado que a todos churrusca, he aquí que resurge reavivado por el siguiente actor, el más malévolo y perverso de todos los posibles: la administración y la burocracia. Porque acusar al sector privado de negligencia preventiva es hundirse en una miserable realidad de permisos, licencias, multas y trámites sin fin para unas tareas de limpieza que acaban por abandonarse antes siquiera de iniciarse. El empapelamiento del campo se ha expandido como una especie de fauna o flora invasora que ha acabado con todo el ecosistema rural que durante décadas ha hecho pastoreo, limpieza, recogida de leña, quemas de maleza… y un sin fin de actividades hoy perseguidas por no tener papeles, como la migración.

¿Y quién es el responsable del empapelamiento del campo y de la inmovilización en muchos aspectos de su actividad? El mundo urbano de los despachos que teorriza y resume realidades sin saber. No sólo en materia de prevención de incendios, sino de promoción económica y social de la vida rural, imprescindible para el mantenimiento de los montes.

Y a pesar de todo lo dicho sobre el sector público, el privado, el rural y el urbano, estos pensamientos ardientes no pueden sino terminar en la responsabilidad civil de unos ciudadanos -rurales y urbanos- que utilizan maquinaria peligrosa con altas temperaturas, que en vez de llevarse el bocadillo hacen una hoguera para asar unas chuletillas, o que simplemente tiran el cigarro a la cuneta, porque total, si arde, la culpa siempre será de muchos más que no mía.

8 MARZO // 8M, ¿péndulo o balanza?

Hablar de feminismo en los tiempos que corren remite a una elección entre dos objetos: la balanza o el péndulo. En ambos existe un punto que representa el equilibrio, pero la forma de obtenerlo es bien distinta. El 8 de marzo de hace tres años, fecha elegida para reivindicar en la calle la igualdad de mujeres y hombres, unas manifestantes decidieron expulsar a otras de la concentración por discrepancias con su perspectiva. La virulencia con la que acometieron la exclusión, lanzamiento mediante de botellas con orín, dejó inaugurada simbólicamente en el país la era del feminismo pendular, o feminismo del orín.

Desde entonces no ha resultado fácil hablar de feminismo. Para completar la descripción de la era del orín cabe recordar que no fue un incidente aislado de personas exaltadas sin modales que no representaban a la mayoría. El ministro del Interior aseguró que la presencia de las posteriormente expulsadas resultaba incómoda en una manifestación por la igualdad de las mujeres, y literalmente la comparó con ”gasolina”, invitando con ello, a unas a no asistir, y probablemente a otras a creerse en la legitimidad de expulsarlas. La corriente era -y es- toda una posición política abanderada por muchos.

El feminismo pendular, ayudado así por el poder gubernamental, terminó de expandirse, dando paso a una era inquisitorial donde el último mono se creía en el derecho de preguntarle a cualquiera si era feminista, bajo la atenta mirada del que busca una respuesta inmediata so pena de proceder a un rechazo todavía más veloz.

Sin embargo, el feminismo pendular y el feminismo balanza han coexistido a lo largo de la historia adoptando diferentes formas y teniendo diferentes portavoces. Nada es tan especial, ni tan exclusivo de una época, aunque es cierto que, desde el incidente del orín, el feminismo pendular entró en una era demasiado sorda y demasiado agresiva a la que muchas mujeres hemos temido. Es obligación del feminismo balanza no sucumbir ante esta tiranía y seguir exponiendo las razones por las que se puede optar por otro camino para la igualdad entre mujeres y hombres.

¿Pero qué es el feminismo pendular? El feminismo pendular es aquel que considera legítimo excederse en la desigualdad a favor de las mujeres para compensar la desigualdad histórica a favor de los hombres. ”Tantos años, tantos siglos haciendo leyes y estructurando la sociedad a favor de los hombres disculpan ahora hacer leyes que favorezcan a las mujeres y vuelquen todo el peso de la sociedad sobre ellas. El desequilibro ha sido tan grande en un sentido, que un movimiento pendular en el contrario es un ejercicio mínimo comparado con el periodo de la tendencia opuesta”.

Y en esa perspectiva, el movimiento pendular reconoce que puede haber leyes que favorezcan a un género sobre otro. Se llama discriminación positiva. No es nueva, ya peina canas, y está llena de ejemplos. Hay cuotas para estudiantes que desigualan la posibilidad de obtener plazas en determinadas formaciones académicas en función de lo que tengan en la entrepierna, hay descuentos fiscales que hacen pagar a unos seres humanos más o menos tasas según posean o carezcan de apéndice colgante para la actividad urinaria… hay un sinfín de formulaciones pero en los últimos años el feminismo pendular introdujo una muy especial: las sanciones de los delitos.

No entiende el movimiento pendular que castigar un mismo delito con diferentes penas en función del género es pasarse de mucha frenada para la perspectiva del feminismo balanza. Porque todo el debate gira en torno a ese salto cualitativo. Toda la oposición al feminismo urinario pivota sobre ese eje.

El feminismo balanza es un feminismo lento. Porque el equilibrio se obtiene poniendo el mismo peso en ambos platillos, reivindicando las mismas condiciones para hombres que para mujeres, y negando con ello el espíritu de la discriminación positiva. El feminismo balanza no es nuevo ni residual y merece un respeto mayúsculo por sus muchos logros históricos. A él se debe la igualdad de voto, de acceso universitario, de derechos civiles relacionadas con herencias, divorcios, tutelas, actividades financieras etcétera, etcétera.

Recordar la diferencia entre feminismo pendular y feminismo balanza pudiera parecer hasta ruborizarte si no fuera por este último detalle: el castigo de delitos en el código penal. Asumir que un hombre sea condenado a más años de cárcel por matar a su pareja que si el asesinato se produce a la inversa es un salto de gigante en la discriminación positiva. El principio se aplica a todo lo relacionado con ello, ya sean diferentes penas por asesinato, diferentes penas por violación, diferentes penas por agresión, y hasta diferentes subvenciones a los niños huérfanos, tengo entendido, en función del género del progenitor asesinado.

El feminismo del orín justifica una diferencia en el código penal de ese calibre en base a un concepto: la intención del asesinato, más que el asesinato en si. Le llaman “violencia de género” porque atribuye una intencionalidad extra al crimen. No es violencia doméstica, ni violencia asesina, ni violencia entre seres humanos… tiene que ser otra cosa, para que tenga otra pena. Y a partir de este punto tiranizan todo el debate: si reclamas igualdad de penas, niegas la violencia de género.

Porque ése es el principal eslogan que recorre este país. Los orinadores han decidido que un cuestionamiento al péndulo es negar la violencia de género y catalogan con esa cruzada a todo el que se le cruce por delante. Han convertido la discriminación positiva en una obviedad, negando el debate de su naturaleza, y responden a cualquier reproche acusando a su interlocutor de “negacionista” de la violencia de género.

Pero, por más vueltas que le den al lenguaje, afirmar que existe violencia ejercida hacia las mujeres no implica justificar las diferencias en el código penal por asesinato, violación o agresión. Reclamar un mismo código para toda violencia, no es negar la violencia hacia las mujeres, ni desear que no se castigue.

Ampliar la explicación en este sentido no sería más que gastar líneas en la comprensión de un concepto bastante sencillo en realidad. Sólo la ceguera del orín necesita tantas explicaciones para comprender que su postura ha sido tirana, inquisitorial, simplificadora y sobre todo monopolizadora de un movimiento, el feminista, que tiene posturas que merecen…¡y exigen! respeto.

Esta reflexión concluye mirando hacia el futuro de manera agridulce. Al contrario que la tendencia meada, el feminismo balanza tiende a reconocer logros al pendular. Pero lo que un día fue una tolerancia hacia el concepto de discriminación positiva, hoy se ha convertido en un temor. Temor a que los excesos cometidos en su nombre hagan pendular el rechazo al feminismo de manera generalizada. Es lo que tienen los péndulos, señores…

23 FEBRERO // 23F, ¿sardinas o yogures?

Siempre me ha llamado la atención que el 2 de mayo sea el día de Madrid. La celebración de la resistencia a la invasión napoleónica es algo que hace colisionar dos identidades que siento a partes iguales: la madrileña y la de mis afrancesadas ideas. Profeso igual pasión por una ciudad que he aprendido a querer como ninguna (con permiso de Lisboa), que por las ilustradas estructuras que ojalá hubieran impuesto los gabachos, quién sabe si trayendo a esta península una república laica como la suya. 

¿Pero, qué celebran los madrileños realmente? ¿Se preguntan quizás sobre lo que perdimos con la partida gala, o tienen una genuina necesidad de recordar la amenaza de una invasión extranjera, o tal vez de disipar la posibilidad de que fuerzas romanizadoras acaben con la castiza identidad de la tierra de Viriato?

¿Por qué permanecen unos eventos sobre otros en la memoria colectiva? ¿Qué nos hace celebrar el 2 de mayo y no otras fechas históricas? Opciones hay de variada índole. Políticamente se podría celebrar, desde la llegada, hasta la partida de la influencia musulmana; desde la unificación de territorios medievales, hasta la firma de los fueros que los desunen; desde la proclamación de una primera república, hasta la restauración de una monarquía… Fechas hay para aburrir. Y no sólo políticas. Nos podría dar por celebrar aniversarios culturales, como el nacimiento de pintores, de arquitectos… podríamos festejar la última piedra de la construcción de obras insignia del patrimonio nacional, o el día de un periodo como el siglo de oro, o las innovaciones de Carlos III… Podríamos celebrar a nuestros científicos, inventores, viajeros, médicos… incluso patrimonio geográficos: el día de la sierra de Gredos, por ejemplo…

¿Qué elegimos cómo símbolo de nuestra identidad? Es evidente que la tendencia generalizada está relacionada con movimientos políticos de independencia (yo conozco la de Madrid -2 de mayo-, la de Portugal -1 de diciembre-, he asistido también a la fiesta mexicana del 15 de septiembre…) pero ¿por qué triunfan estas fechas sobre otras?

La respuesta es simple: la fuerza de recordar lo que pudimos perder. O, dicho de una manera más directa: el miedo. Aquello que convierte a unas fechas en caducables como yogures y a otras en conservables como sardinas es un misterio raro que pocas veces infunde reflexión, pero que, cuando la suscita, aboca siempre a este primigenio sentimiento. En este caso, el miedo a la pérdida de identidad a través de la pérdida de la estructura política, el miedo a la pérdida de una lengua… 

“Si los franceses se hubieran quedado ahora seríamos todos franceses”. Esa es la verdadera respuesta si tiras del hilo de una reflexión a cualquier ciudadano de a pie. Los que tenemos la suerte de entender la identidad cultural como algo superior y muchísimo más duradero que la entidad política no tenemos estos temores. No nos dan estos sudores. Pero no es el sentir general. Al contrario que muchos, yo no temo a los grandes imperios, cuando se van suelen dejar estructuras aprovechables que me infunden gratitud (más que exigencia de disculpa). Y no hay imperio que mil años dure. Ni el romano, con sus muchas aportaciones, logró hacer de la península ibérica un borrón y cuenta nueva completo. Ni su sustitución visigoda eliminó las estructuras romanas anteriores, ni la llegada y partida musulmana fue tan invasiva o tan inocua… La historia suma y sigue. Pero hoy toca hablar del 23F.

El 23F es una fecha sardina. Como lo son todas las sardinas en conserva que celebramos en España: el 6 de diciembre, el 12 de octubre, el 23F… y hasta el 14 de abril. Son fechas del miedo. Fechas del temor, escogidas “para que no se nos olvide”. 

Junto con la pérdida de la identidad a manos de una nación extranjera hay otros grandes temores que necesitan sus rituales: la pérdida de identificación ideológica. Así, el 6 de diciembre, por ejemplo, el Estado se estructuró para consolidar uno de los textos más chapuceros de la historia moderna del país. Pero más allá de adentrarnos en sus contradictorias redacciones, la chapuza estriba fundamentalmente en su dificilísima posibilidad de modificación, fruto de un miedo mayúsculo a los devenires democráticos del futuro. De modo que, para consolidar ese ladrillazo inmóvil, sus inventores recurrieron a un elemento de propaganda básico: el día de la Constitución, como un refuerzo vitamínico, un complemento alimenticio para que no bajen las defensas. 

El 12 de octubre es otro complemento vitamínico no caducable de un pueblo que sigue ligando su identidad a un continente que le queda mucho más lejos de lo que está dispuesto a aceptar. Miedo al fin y al cabo. Porque la nostalgia del imperio, no es más que miedo a ser más pequeño. (Este fenómeno es más evidente si cabe en Portugal, un país que se resiste a sentirse orgulloso de su riquísima identidad si no es de la mano del imperio perdido).

Expuesto lo anterior, el 23F es otro ejercicio de propaganda con un propósito diferente: el miedo a regímenes no democráticos. Porque, cuarenta años después de un golpe militar más chapucero que la Constitución, que ya es decir, ¿realmente la fecha merece conservarse en la historia como una sardina, como vienen haciendo los medios de comunicación y la actualidad política en cada efeméride desde entonces? 

¿Por qué el 23F no es una efeméride yogur, caducable como tantas y tantas fechas, que simbolizan cosas muy serias, pero que han pasado a la historia sin que se les ponga un día en el calendario para rendir tributo y sentida reflexión?

El fenómeno es idéntico al 25 de abril portugués. Algo más romántico, pero similar, porque la pregunta es la misma ¿realmente temen las sociedades española y portuguesa retroceder a periodos anteriores, después de 40 años de gobiernos democráticos? ¿Cuántos decenios tienen que pasar de comicios electorales y de alternancias ideológicas para que dejemos de necesitar ese refuerzo vitamínico? 

¿No le hacemos un flaco favor a la democracia desconfiando de ella hasta el punto de ponerla estos complementos propagandísticos? ¿El miedo no llama al miedo? No peco de ingenuidad, conozco de sobra la respuesta, el miedo, ése en concreto, gana muchas elecciones. Pero no por ello alguna lanza como ésta deba dejar de romperse en favor de la confianza en un sistema que va para el medio siglo de historia y que debe despojarse de estos refuerzos de educación infantil. 

El dos de mayo me desconcierta profundamente. Fue del año 1808, este año hará 214 años. ¿Estaremos hasta el 2195 celebrando el 23F?

13 FEBRERO // Cómo frenar a Vox

A Vox se le frena con más igualdad, no con más izquierda. Porque es en materia de igualdad donde la izquierda lleva tiempo sin pasar revisión médica. Las últimas elecciones autonómicas en Castilla y León de este 13 de febrero han vuelto a poner de manifiesto un déficit comprensivo del bloque autodenominado de izquierdas, que sigue analizando estupefacto el auge de un partido sin entender nada.

Pero a Vox no se le frena haciendo aspavientos emocionales, a Vox se le frena analizando los déficits en la oferta alternativa. A Vox no se le frena haciendo llamamientos antifascistas como el de Podemos tras las elecciones andaluzas, atril en mano y garganta en el cielo. La carta del antifascismo no funcionó en Andalucía ni en Madrid, meses después, obra teatral mediante en aquella mañana de la SER. Ahora la estrategia ha bajado el diapasón y han dejado de ser “fascistas” a ser “ultraderecha”… a saber lo que serán en unos años, pero lo que no ha cambiado es la comprensión errónea del fenómeno.

Es demasiado simple resumir en insolidarios, egoístas y agresivos al fenómeno Vox. Demasiado simple y demasiado fácil, porque la izquierda contemporánea española no sabe hacer otra cosa que arrepanchingarse en el cómodo sillón del parado intelectual. Pero en estos lunes al sol, renunciar a la autocrítica no significa que no haya alternativa a Vox. Aquí algunas ideas:

-Defended la igualdad fiscal sensibilizandoos ante las elevadas tasas a las rentas más bajas. El principio de proporcionalidad, tan de izquierdas, debería llevar a las rentas más bajas a pagar impuestos proporcionales y no esa mínima cotización que defendéis y que es mayúscula. El discurso de pagar y pagar más impuestos para ser más de izquierdas no es necesariamente más igualitario. Defended la igualdad, no dejéis ese nicho a otros partidos.

-Defended la igualdad territorial. Tampoco dejéis ese espacio a otros. No es más de izquierda un estado plurinacional, ni es más de izquierda desequilibrar los derechos y obligaciones de los ciudadanos por motivos identitarios. Desandad el camino andado de la mano nacionalista, porque una república francesa que garantiza la igualdad de los ciudadanos no es un estado fascista ni de ultraderecha.

-Defended la igualdad de creencias. Apostad por un laicismo serio, de estado, pedagógico y comprometido, y renunciad a la beligerancia anticlerical que sólo refuerza a partidos como Vox. Dejad de ser el motivo de intolerancia e incomprensión al que otros tengan que reaccionar.

-Buscad la igualdad de criterio para analizar la historia. En este tema tan peliagudo, ayudad a superar la guerra civil con equilibrios y rigores históricos. Haced memoriales conjuntos como punto de partida, al estilo Verdum, en vez de sobrevolar con sensacionalismo peliculero a un cadáver por la sierra de Madrid. Dejad de dar excusas a aquellos que dicen que no buscáis el equilibrio sino la revancha.

-Defended la igualdad de voto, cambiad la ley electoral de una vez, reconoced corrupciones y dimitir por algo siquiera un día. Dejad de dar excusas a los que os acusan de casta podrida. Y por dios, dejad el “y tu más” alguna vez en la vida. Dejad de responder a todo señalando al de enfrente.

-Defended la igualdad en materia de legitimidad intelectual. Esto os resultará de muy difícil comprensión porque lleváis años reaccionando visceralmente como futboleros, no sabiendo responder otra cosa más que “el asquito” que os dan los de enfrente. Bajaros de la superioridad moral y de la falta de argumentos, esforzaros. Identificad las reflexiones que llevan a la gente a votar a partidos como Vox, igualaros a ellos y argumentad. Dejad las respuestas chulescas y analizad los excesos de superioridad moral con la misma lupa que escudriñáis los micromachismos.

El libro de recetas sería más largo, pero con que aplicarais éstas, fenómenos como el de Vox tendrían muchos menos apoyos. Frenar a Vox es posible. Sólo hay que ponerse. ¡Ánimo, sí se puede!

23 ENERO // Parte II: Ecología socialdemócrata alternativa

Expuestas las dificultades de supervivencia del mundo rural en la primera parte de esta reflexión, se desglosan a continuación una serie de posibles medidas cuya aplicación pudiera redundar positivamente, tanto en la despoblación, como en la ecología, pero que no suponen la muerte económica del campo planteada por la teorización urbana que lee manuales de ecología en despachos de puestos vitalicios.

Sin más rodeos, si la solución de dejar de pagar impuestos parece demasiado liberal para la actual socialdemocracia, convencida de la profunda insolidaridad de quien tal plantea, invirtamos la reflexión:  

Toda persona que viva a más de 10 km de un hospital pagará 50 euros menos de la cuota de autónomos o la cantidad impositiva que mensualmente aporte al erario público. Y así con todos los condicionantes que hacen del campo una comunidad perjudicada y debilitada, necesitada de la comprensión de quien teoriza para todo tipo de desventajas (desde insularidades a minusvalías o incluso identidades). 

El que viva a 10 km de un centro educativo, si tiene hijos, 50 euros menos de cuota; el que viva a más de 10 km de una comisaría, 25 euros menos; el que no tenga cobertura, o la tenga reducida, o no tenga acceso a fibra óptica, o se vea forzado a contratar servicios por satélite para comunicarse con el mundo, 25 euros menos; el que tenga que sufragarse un pozo para autoconsumo de agua, 25 euros menos; toda persona que entregue en un punto limpio 30kg mensuales de basura recogida en montes y ríos, otros 25 euros menos…

Y así, podemos ir reduciendo los costes de la vida en el campo de manera que nadie lo considere un ejercicio de insolidaridad, sino todo lo contrario, un ejercicio de equilibrio con ciudadanos a los que el Estado presta servicios mermados y deben tener derecho a una reducción de su contribución al conjunto, por las dificultades que su residencia conlleva, que redundan en su bolsillo (gastos de movilidad), en su capacidad de supervivencia (ante una hipotética atención médica deficiente), en su acceso a la educación, en su gasto en comunicaciones, etc.

Si necesita la socialdemocracia una justificación moral para ayudar a comunidades con menos oportunidades lo único que tiene que hacer es cambiar el enfoque. El invento no es nuevo, no es desde luego la primera vez que políticos socialdemócratas hablan de reducir cuotas por dificultades explícitas. Insistiendo en la comparación, contrapóngase el concepto de insularidad canaria frente a los a prioris de la vida en el campo…

Pero, sin ser un invento nuevo, es un invento incómodo. Quitar impuestos es más difícil y contribuye menos a inflar todas esas partidas opacas que la corrupción política necesita mantener. Sin embargo, el mundo de la subvención es más fácil de manejar. Prefiere la política de la intervención paternalista quitar para después otorgar. Porque quitar, mejor les quitamos a todos por igual, un pastizal y creciente. Pero luego fingiremos limosnearles la vida, en una balanza en la que todos sabemos que salen perdiendo, pero siempre caen unos milloncejos de votos de los que se sienten ayudados, y siempre podemos seguir inflamando los mítines contra aquellos insolidarios que no quieren contribuir al erario público.

Volviendo al campo. Obsérvese con detenimiento lo rápido que se repoblarían zonas lejanas y las consecuencias que ello traería con ese sistema de reducción de cuotas de aportación impositiva en función de determinados condicionantes. El espíritu de la norma se puede además ampliar a todo tipo de actividades, desde recoger basura, a contratar energía solar, eólica, participar en campañas de reforestación, de prevención de incendios, etc. 

Un inmenso ejército de repobladores rurales, movidos al son de la benevolencia de papá Estado hacia su bolsillo, limpiarían montes, plantarían árboles y se irían a cagarse de frio al culo de mundo para poner en marcha una pequeña actividad económica que pudieran iniciar y desarrollar sin tener que aportar entre la mitad y un tercio de su producción para sacarla adelante. 

Porque, adentrándonos en el tema ecológico, muchísimo más puede hacerse con verdadera voluntad desde un estado interventor, como plantean las teorías socialdemócratas. En la agricultura, sin ir más lejos, el fingimiento de la política urbana que clama contra herbicidas, deforestación o degradación de suelos y ecosistemas, es hipócrita hasta la médula cuando hablamos de números y de iniciativas. Las subvenciones otorgadas por prácticas ecológicas son ínfimas comparadas con las demás. 

Por ejemplo, los linderos de la agricultura extensiva. Decide la teorización ecológica, con toda la razón del mundo, que la existencia de vegetación entre las parcelas favorece la fauna local, protege de enfermedades, de erosión eólica, de plagas, pero… ¿qué porcentaje de la ayuda total recibe el agricultor como subvención por tal práctica? Un porcentaje irrisorio, casi inexistente. Está. Se anuncia. Sale hasta en la prensa. Pero los números son de risa.

Decide también la teorización política que las labores de las tierras de barbecho no deben hacerse con herbicidas, otra medida también ecológica, pero… ¿qué porcentaje de parcelas en barbecho le exige tal práctica a una explotación, por ejemplo, de algo más de 40 hectáreas? Menos de 3.

Los herbicidas son uno de los problemas ecológicos más relevantes en la agricultura. Afectan a la tierra, a las aguas subterráneas que pueden llegar a los ríos y ecosistemas fluviales, a las abejas entre otra mucha fauna, y a la misma calidad de los suelos sobre los que se aplican. ¿Y qué plantea la política interventora para solucionarlo? Informar de lo malos que son, prohibir algunos de ellos y basta. Hasta ahí. 

¡Pero sean ustedes interventores de verdad! ¡Intervengan desde el Estado con toda su fuerza! Vayamos al fondo de la cuestión. Los herbicidas se emplean para que el producto final sea limpio (respondiendo a ese antiguo dicho del “trigo limpio”) y no esté mezclado con impurezas. Porque de ser así, el cereal vale menos. Y un agricultor que malvive para cuadrar las cuentas (por la carga impositiva, las dificultades del mercado, de la competencia mundial, de los intermediarios y todo lo ya citado) no puede permitirse menores ingresos, de modo que ahoga sus tierras en herbicidas para llevar el cereal impoluto a la hora de la cosecha. ¿Pero dónde están las políticas interventoras para subsanar esta práctica? ¿Por qué no se dedica el estado a subvencionar o a ayudar al trigo sucio para invitar a la agricultura a dejar de usar herbicidas?

Es más, ¿por qué no construye el Estado plantas que separen el cereal sucio de sus impurezas y se lo ofrecen al sector agrícola así, como inversión en ecología y subsistencia económica en el mundo rural? Esta última medida es casi hasta comunista (o franquista según se vea). Intervengan. ¡Pero intervengan de verdad carajo! O déjennos solos. 

Demuestrennos a los liberales del campo que queremos competir en el mercado sin un pie atado a la espalda que su intervención es de verdad ecológica a gran escala y viene a construir un campo repoblado, local, de motivadisima actividad ciudadana y de pequeños inversores que no tengan que hacer microgranjas, ni trigos limpios, ni macros nada para que les salgan rentables la actividades. 

O déjennos solos y demuéstrennos que nos equivocamos. Que los agricultores y ganaderos liberales del campo no somos ecológicos por avaros. Demuésternnos que si nos dejasen solos no tendríamos ninguna práctica ecológica, ni conocemos el campo, ni la ganadería, ni somos sensibles a la degradación, ni nos interesan las prácticas sostenibles para mantener nuestros propios negocios. Déjennos solos de verdad a ver qué tan mal lo hacemos. Demuéstennos que nuestros excesos no son fruto de forzarnos a participar en un mercado liberal en desigualdad de condiciones, demuéstennos que seguiremos estrujando hasta la última gota de sangre del campo el día que nos retiren los condicionantes impositivos que no tienen nuestros competidores, el día que nos salgan las cuentas.

Decídanse: sean liberales de verdad, o interventores de verdad. Pero bájense de la hipocresía de mantener un mercado liberal a la par que una exigencia impositiva propia de épocas medievales. Porque el impuesto que daba servicios y permitía la subsistencia se llamaba socialdemocracia, pero el impuesto que otorgaba servicios mermados y ahogaba la economía más baja, se llama de toda la vida despotismo medieval.

23 ENERO // Parte I: ¿Qué dice el campo?

Me insta mi amiga Marta Molina a escribir sobre los neorrurales, una empresa más compleja e histórica que comentar una moda pasajera. La petición de la estimada público (me disculparás Molina que no te aplique el lenguaje inclusivo porque te convertiría en propiedad de todos) coincide además con una manifestación del campo que augura llenar Madrid de tractores para gritar su asfixia, y un ministro desafortunado que lleva tiempo enfurruñado con el consumo de carne, pero que, más allá de ser el político torpe y desnortado que es, representa en mucho el paradigma urbano que desconoce el mundo rural y proyecta sobre él una imagen de carnívoros, cazadores, cazurros… todo un mundo, en fin, de visiones contrapuestas que abordaré sin brevedad. 

¿Qué dice el campo? Porque el campo hablará de muchas cosas cuando desfile por la Castellana. Le oiréis quejarse del precio de los productos, de los combustibles, de los abonos, probablemente reivindicar la calidad de su ganadería (y pedir la dimisión del ministro), o denunciar la competencia de otros productos del mundo. Pero el campo callará mucho más de lo que grite, porque el mundo rural es paradigma de muchísimos más fracasos estructurales del país de los que a veces es capaz de manifestar. 

Para empezar la despoblación rural debe mirar de frente a su causa principal, en lugar de jalear neorruralismos que llevan a personas con su ordenador a un pueblo, pero cuya riqueza y mantenimiento sigue procediendo de un ingreso urbano. ¿Por qué no es viable económicamente una actividad rural? Las alabanzas a la repoblación neorrural pospandémica y su atractivo ecologismo -otro aspecto que abordaré más adelante- deben frenarse en seco para dejar paso al verdadero problema de fondo: ¿Qué necesita el mundo agrícola, ganadero y forestal para desarrollarse a una pequeña escala sostenible? Repito intencionalmente, pe-que-ña escala, la que verdaderamente pueble la España vaciada. 

Lo primero que necesita quitarse el mundo rural para abordar la viabilidad de cualquier explotación son los impuestos. [Paréntesis: Aclararé previamente que por “explotación” me refiero a cualquier actividad legalmente establecida, como así exige la administración que sea llamada. Determinado ecologismo urbano contemporáneo tiene la piel tan fina que igual a estas alturas ya sólo ve los cerdos del ministro… Mis abejas, una maravilla de contribución ecológica a la polinización, son una explotación apícola.] 

Cuando hablamos de números debemos abordar qué aspectos pudieran contribuir a que las explotaciones ganaderas o agrarias no fuesen a la quiebra. Es habitual poner el foco en los precios de los productos y su competencia con el resto del mundo (como seguro se verá en la manifestación), o hablar de los intermediarios, o de las subvenciones, otro mundo de amplio detalle. Porque todo el mundo da por hecho que una explotación debe pagar ingentes proporciones de impuestos por todo lo que haga, sin que nadie eche la cuenta de cuánto se ahorraría de no ser así, y de si ese ahorro le permitiría la supervivencia económica. Por lo tanto el campo, al igual que el resto de actividades autónomas -urbanas- de este este país, habla de la alta política, de este keynesianismo incuestionable que todos practican (PP, Psoe, Podemos, Cs, etc..) y que unos estrujan por conciencia y dogma en ese mundo idílico que se han formado de retirar para otorgar.  

Para otorgar subvenciones. El campo habla también de su estigma y de su condena. El jardín de las subvenciones y sus criterios necesita más desbroce y pincha más que un monte abandonado. Y habla de una forma de hacer política altamente intervencionista, cambiante y contradictoria, que ha promocionado de todo menos la pequeña actividad que repoblase ese país vaciado. Para el mundo urbano que lo desconozca, los primeros socialistas -de González y compañía- ejercieron su intervencionismo inventándose una cosa a la que llamaron derechos, que fue algo así como las licencias del taxi, el permiso para cobrar subvenciones independientemente de la propiedad o el cultivo de la tierra, lo que derivó en un mercado a precio de oro de los poseedores de los tales derechos con la generación siguiente que debiera darle el relevo. 

Porque repito, el campo habla de la alta política keynesiana intervencionista, llena de inventos que aspiran a una igualdad y justicia que nunca alcanzan. Superado el trance de los derechos, gobiernos socialistas y populares han establecido el actual sistema de subvenciones que fomenta las grandes explotaciones, otra medida en nada encaminada a repoblar con pequeñas actividades el mundo rural despoblado. Y por grandes explotaciones no me refiero a la casa de Alba ni a ese fácil reproche del mundo de ricos favorecidos por otros ricos conservadores que llegan al poder. Me refiero a una cosa llamada UTA que gobiernos socialistas y neoecologistas urbanos no han considerado oportuno corregir en su constante dedicación interventora para la justicia y equilibrio.

La UTA es una medida inventada donde la administración se otorga la osada potestad de estimar el tamaño de la explotación necesario para obtener ayudas. En el caso agrícola hablamos de hectáreas, en el caso apícola del número de colmenas, en el caso ganadero de unidades y así… Pues bien, decide el mundo keynesiano interventor que va a financiar la compra de maquinaria (tan cara, más aún con la carga impositiva añadida) a explotaciones inmensas, de tal modo que mi explotación agrícola que alimentaría a una familia, con una media de ingresos de un salario mínimo y medio al año, no es merecedora de ayuda alguna, mientras que el vecino con una explotación de dobles proporciones que la mía pasea sus titánicos tractores y aperos pagados con mis, sus, tus impuestos, mientras yo hago malabares con sembradoras de segunda mano que voy a buscar a recónditos garajes, llenas de óxido y ruedas pinchadas que si hablaran seguro me contarían las nevadas del siglo pasado.

El tema de las subvenciones tiene muchísima tela que cortar. Pero una vez más, el campo habla de problemas estructurales y formas de hacer política a escala nacional. Esa política que no aplica medidas proporcionales a la renta. Los autónomos tienen una cuota mínima con el socialismo español, que cada vez es más alta, y el mundo rural no recibe subvenciones proporcionales a sus ingresos, como cabría esperar del intervencionismo socialdemócrata que presume de tantas cosas. Medidas jamás escuchadas a ministros que leen panfletos de ecología urbana en sus ratos libres en vez de cuentas de libros de explotación de pequeños agricultores y ganaderos.

Para terminar el tema económico, diré que el año pasado el Estado le sustrajo a mi pequeña explotación agraria 2000-3000 euros más de impuestos que subvenciones recibió. Un mensaje a reflexionar para esos equilibristas del te quito y te doy. 

Y hablando de dar, entramos en la siguiente etapa. Los servicios. Como dice ese dicho popular “cuando todo sea privado seremos privados de todo”. Excepto en el campo, que ya somos privados de todo a pesar de que el ramoneamiento impositivo a nuestro bolsillo por parte de lo público es tan suculento como el urbano. O dicho en román paladín: pagamos los mismos impuestos, recibimos la mitad de los servicios. (A esa aspiración equilibradora de la socialdemocracia actual tampoco se le han ocurrido tarifas diferentes para servicios mermados…) 

Así, cree el mundo urbano que en el campo, si tienes un problema, llamas a la policía y viene. Pues no. Que no es que llegue tarde. Es que, si lo considera, directamente no viene. Afirmo que la mitad de las veces que he llamado a la Guardia Civil en mis más de 20 años de residencia en el mundo rural ha ocurrido así. Una amenaza de agresión, un robo, o hasta encontrarte un rifle en las inmediaciones de tu casa, que llevaría a una patrulla de la policía en la ciudad a acudir al lugar de los hechos, en el mundo rural a veces es ignorada. La visión del hombre de campo que se toma la justicia por su mano debe comprender con empatía esta naturaleza salvaje donde el individuo se encuentra muchas veces sólo ante el peligro y aprende que debe enseñar los dientes del animal que llevamos dentro para sobrevivir en un entorno hostil.

La seguridad es uno de los servicios que brillan por su ausencia, pero igual sucede con la sanidad, los transportes o la educación. Sin profundizar en ellos, porque son más que evidentes, explicaré con la sanidad el problema siguiente que, una vez más, se refiere a temas estructurales. No es que el acceso a la sanidad no tenga las mismas condiciones en la ciudad que en el campo. No es que una persona en emergencia sanitaria pueda salvar la vida si una ambulancia tarda menos tiempo en llegar en su auxilio, o le pueda llevar a hospitales con más medios en menos tiempo. Es que la estructura administrativa está hecha de tal forma que un pueblo puede negarte una atención sanitaria no urgente (o sin evaluar a fondo la urgencia) y mandarte a tu pueblo originario aunque no haya nadie para atenderte en el puesto médico.

Son cosas que no pasan en la ciudad, o que son menos frecuentes, porque no es habitual que un centro médico urbano de pronto no tenga a nadie -nadie- para atenderte. Ni médico, ni recepcionista que te informe del vacío del lugar. Nadie. Pero si te trasladas al pueblo de al lado son capaces de devolverte al tuyo porque el señor sistema no está hecho para ocuparse de ti en ese horario, en ese lugar. Alta política. La ausencia de una tarjeta sanitaria que permitiese a todo el mundo recibir atención médica en cualquier lugar del país sin trabas administrativas fue una reivindicación de algún partido que desde luego no gobierna en la actualidad porque la socialdemocracia gobernante (presente y pepera) cree y fomenta estirar una administración cada vez más segmentada hasta el punto de que un pueblo pueda, según qué circunstancias, no recibir enfermos de otro. El mundo rural habla de las consecuencias de la españa plurinacional y autonómica elevadas a una enésima potencia que en el campo puede ser más fatal aún, la municipalidad. La unificación de servicios y administraciones en el Estado para muchos es centralismo. Pero la delegación del Estado en todos los demás ¿es?

Y así entramos en el siguiente nivel: la administración. Este no es un problema exclusivamente rural. Pero es un problema también rural, y exacerbado en el mundo rural. El ciudadano tiene que lidiar con tres administraciones para conseguir sus propósitos, sea desarrollar una actividad económica, sea tener acceso a unos servicios, por supuesto pagar unos impuestos, ni que hablar de obtener unos permisos…  Estado, comunidad autónoma y municipio -cuando no diputación- se reparten responsabilidades en un juego que ya es macabro porque esta división de poderes permite a cada uno de ellos eximir su responsabilidad en los otros. Tocando tierra -literalmente- ejemplificaré que la reparación de un camino puede ser solicitada a quien se quiera, pero el Ayuntamiento te dirá que lo haga la Diputación, ésta que el Ayuntamiento o la Comunidad Autónoma, la Comunidad Autónoma que el Ayuntamiento o el Estado y el Estado que la Comunidad Autónoma por supuesto, y más con el gobierno actual. 

Los ejemplos se extenderían hasta el infinito, pero el que paga el pato siempre es el mismo… (el mismo patoso que vuelve a votar a los que mantienen y fomentan estos problemas estructurales, o que ahora se inventa un partido llamado España Vaciada para seguir pactando con los anteriores que mantienen el actual statu quo). 

Un statu quo aderezado con otra pata del sistema: los permisos. A todos los servicios no prestados por el Estado deben añadirse los permisos requeridos por éste en el caso de que fuera la iniciativa privada la que quisiera subsanarlos. Desde limpiar la vegetación de un camino a poner una colmena. Un año y medio tardó la administración en concederme licencia para iniciar mi ecológica y polinizadora actividad apícola. Permiso para cortar un árbol podrido, permiso para quemar el desbroce de una actividad de prevención contra incendios y hasta permisos para reciclar. 2000 euros me exige el señor sistema para poder reciclar unos residuos que no son contaminantes pero que no tienen papeles, los papeles que él mismo se ha inventado para sustraerme los 2000 euros si no los tengo. Si el mundo rural ya ha tenido históricamente un limitado acceso a la educación, el empapelamiento al que ha sido sometido le ha encorsetado más que el lino de una momia egipcia.

Pero antes de terminar esta reflexión, iniciada bajo la pregunta ¿qué dice el campo? es necesario hablar de dos temas más: caudillismo y ecología. 

La ausencia del Estado en el mundo rural detallada anteriormente también tiene una consecuencia habitual, el caudillismo. En el campo se abusa con frecuencia del poder pequeño, o mejor dicho del gran poder a pequeña escala, sin mecanismos de revisión y control propios de las ciudades, más ricas en vigilantes de los abusos como son la sociedad civil y las instituciones públicas (aunque a estas últimas haya que referirse con la boca chica). 

Las alcadías abusivas, familiares y caciquiles escapan muchas veces al filtro del sentido común e incluso de la legalidad. Ante ellas, al individuo sólo le queda un camino quijotesco por delante. Por supuesto los grandes excesos ilegales terminan llegando al señor sistema urbano y de la administración, pero el campo está lleno de pequeños abusos. Alcaldes que favorecen a familiares, que establecen directrices municipales arbitrarias a conciencia, que ignoran requisitos legales y hasta que manipulan a expertos en los tribunales. Nada nuevo bajo el sol, pero un abuso de poder que impacta con menos protección solar en el campo.

Y finalmente, cerrando el círculo de esta reflexión con los neorrurales, sería necesario aludir a la ecología. La ecología es un mundo demasiado amplio para abordar de manera escueta. Pero es verdad que lleva camino, y tiene todas las papeletas, para ser un punto de fricción entre el campo y la ciudad.

No entienden los teóricos urbanos que el mundo del campo oponga resistencia a prácticas ecológicas. Y sus reproches, como las recientes carnes del ministro, son comprendidas como un voluntario deseo de practicar medidas no ecológicas. Espero haber alcanzado a explicar los muchos matices de las quejas del campo con respecto a la teorización urbana, lo suficiente para comprender que otras medidas políticas podrían hacer mucho más viable una práctica a pequeña escala que podría ser mucho más ecológica. 

Blanqueadores y negacionadas

Andan los tiempos abusando de dos palabras que reducen más que una faja de Scarlet O´Hara y, lejos de ser una moda, esconden una filosofía de vida facilonga y agresiva que empieza a ser hora de confrontar.

Así, blanqueamiento y negacionista se han convertido últimamente en las perfectas muletas que sostienen el peso de un cuerpo muerto de reflexiones más profundas o más argumentadas. Todo se ha llenado de negacionismo, la política, los telediarios, las tertulias, el bar, la escuela, y las cenas de navidad.

La acepción más habitual es la relacionada con la vacunación para la pandemia de covid-19, pero la realidad es que ese significado ha servido de trampolín moral para ampliar el “negacionismo” a toda postura discrepante. La banalización del término ha alcanzado tales extremos que he llegado a escuchar a una maestra llamar negacionista a un niño difícil.

Además en este mundo polarizado lleva tiempo exacerbada -que ya existía por supuesto- una reducción peligrosa: la del concepto en la persona. Tal posición sobre un tema determinado es calificado por sus detractores inicialmente como negacionismo, pero acto seguido como el grupo de “los negacionistas”. El predominio del “ista” frente al “ismo” ya da una primera pista de las intenciones agresivas, excluyentes y reductoras de sus usuarios. Porque iniciar una frase por “el negacionismo de algo”, siquiera exige una mínima descripción de ese algo. Mientras que iniciarla por “los negacionistas” permite con más facilidad fundir el argumento en las personas y reducir todo a una expresión de rechazos colectivos.

En política, española al menos, la izquierda ha pretendido incluir al sector conservador en el término “negacionista” como forma de deslegitimar sus posiciones. En esa confusión mental propia del actual ejecutivo y sus votantes, un gobierno empeñado en negar la información sobre las cifras de fallecidos durante la pandemia o la composición del comité científico que regía los designios del país, pretendió convencer al público que era la oposición la que tenía actitudes negacionistas. (Es más, el presidente del gobierno básicamente resume sus intervenciones parlamentarias en llamar negativos a la oposición).

Sin embargo, pese a que denunciar el negacionismo es una posición muy extendida, no es exclusiva de la izquierda. Así, se cataloga a los “negacionistas” de las vacunas, de la violencia de género, de la dictadura, del holocausto, pero también en el otro lado se acusa del negacionismo de las atrocidades comunistas de Rusia, China y compañía, o del negacionismo de las barbaridades del Frente Popular, o del nagacionismo de la opresión del velo islámico, y un sin fin de etcéteras de una sociedad que ha dado por bueno colocar el san benito de una palabra fea y atroz que le aporte un sello de legitimidad moral más fácil, inmediato y falso que un test de antígenos de covid-19.

En paralelo a esta catalogación tan rápida y simplona que aborda cualquier debate desde una premisa “binaria” entre los ¿negados? y sus alternativos ¿positivistas?, ¿positivos? (mejor “positivados”, tan binarios como un negativo de fotografía)- ha emergido otro término con las mismas intenciones, establecer a priori una condena masiva y destructora del matiz: el “blanqueamiento”.

El blanqueamiento aflora cuando alguien aporta un argumento desviado entre dos opciones. Las reflexiones tendentes a la comprensión de causas y detalles de los temas más variopintos resultan inmediatamente excluidas por la gran cantidad de inquisidores del blanqueamiento que, cual persecución de la herejía, levantan la biblia de su ideología para impedir que nadie blanquee la oposición a sus dogmas.

De nuevo, el término no es exclusivo de una corriente política. Se persigue el blanqueamiento del franquismo como se persigue el blanqueamiento del comunismo, el blanqueamiento de la violencia de género, o el blanqueamiento de las violaciones grupales perpetradas por inmigrantes. Porque no se trata de debatir los detalles, sino de echar el freno de mano a debate alguno, de advertir a tu interlocutor que sus argumentos, contrarios a los tuyos, están cayendo en el blanqueamiento de un fondo necesariamente más oscuro.

Negacionismo y blanqueamiento son formulaciones excluyentes a priori. Para empezar mi posición ocupa una superioridad moral y luego ya hablaremos si procede. Que no suele proceder. Y ahí radica el peligro de esta moda: ser algo más que una moda.

Lleva el SXXI cocinando a fuego lento el “fofinhismo”, la ideología de las emociones, la Emo-cracia o cualquiera de los términos con los que sus observadores alertamos sobre el verdadero régimen mental que nos domina. Este movimiento, que divide a la gente entre la “well balanced people” y los “bad emotionated guys” para renunciar a debates de fondo sobre las cosas y a la argumentación razonada, lleva tiempo reduciendo el mundo a actitudes emocionalmente correctas o no, y ahora ha encontrado en el “negacionismo” y el “blanqueamiento” las últimas herramientas simplificadoras para seguir haciéndolo.

Negacionista, negación y emociones negativas, emergen como un todo para crear mundos imaginarios a la altura de literaturas infantiles, donde, brocha en mano, orcos de David el Gnomo o el Señor de los anillos (según la generación), blanquean sus miserias oscuras y dañinas.

Pero estos simplificadores de la razón, deben ser expuestos a su mismo espejo. Su reducción de la realidad y del mundo a esta filosofía simple les muestra como verdaderos blanqueadores, maquilladores de un vacío racional, que ocultan con brillos y dentífricos caros la cara lavada de su escasez argumentativa. Son blanqueadores de la emoción que niegan la oportunidad de debatir, el beneficio de la duda, la crítica argumentada y el debate respetuoso. Su actitud es la que constituye auténticas negacionadas, ejercicios de rechazo fácil y cómodo.

Ya es hora de que «negacionismo» y «blanqueamiento» den paso a exponer a los «blanqueadores» y sus «negacionadas».

Temas relacionados: El fofinhismo, la ideología del S. XXI https://bit.ly/3fflUw5

31 DICIEMBRE // REFLEXIÓN FIN DE AÑO 2021 // Matacurismo suicida y pensamiento binario

De las personas que nos han dejado este año -además de las queridas Forqué y Carrá- ha habido una pérdida que me ha producido especial tristeza. Una mente con la que compartí diagnóstico de muchas cosas antes de conocerle, y de la que me enriquecí después con otras tantas: Antonio Escohotado.

Entre las muchas reflexiones quisiera recordar, para finalizar el año, una de ellas como homenaje. Un pensamiento que me conmueve, por haberlo alcanzado sin él, y por observar en sus palabras el resumen idéntico, la definición perfecta de quien mira a un mismo problema: el matacurismo suicida. ¿Por qué no salimos de estas dos Españas, señor Escohotado, tenemos solución colectiva? le preguntaban. “Imposible. No con este matacurismo…” se lamentaba con la tristeza de quien ve tan transparente el problema, como cristalina la soledad del observador.

Así, Escohotado y yo, indagados interiormente sobre el verdadero problema de este país llamado España llegamos a la misma conclusión: la relación de la izquierda con la iglesia. En esta península de gente apasionada, identidades históricas, guerras civiles, modelos de estado, dictaduras, ideologías, escisiones, alizanzas, climas, regiones, comida, lengua y en definitiva muchos siglos de con-vivencia (o sin-vivencia) colectiva, Escohotado y yo miramos a la historia contemporánea de España y a la sociedad del S.XXI bajo una misma perspectiva: la mejorable y nada laica actitud de una mitad ideológica hacia la institución religiosa más relevante del país.

Ni el comunismo, ni el fascismo, ni la república en sí, ni la monarquía depuesta, marcaron los designios del siglo XX y desembocaron en una guerra civil que aún hoy dura, como lo hicieron las actitudes hacia la iglesia heredadas del S.XIX, desatadas durante la república y prolongadas en la actualidad con una virulencia e irreflexión inalterables.

Todo gira sobre un mismo eje: una errónea comprensión de lo que es el laicismo. Considera la izquierda que el laicismo es la ausencia de religión, la retirada del espacio público -y privado- de cualquier representación religiosa, cuando el laicismo es la construcción de un espacio colectivo donde cualquier creencia tenga la misma representación y respeto.

Un estado laico puede permitir la representación de todas las creencias en el espacio público (laicismo por adicción), o pedir a todas ellas que se abstengan de ocupar dicho espacio público (laicismo por sustracción) ante la imposibilidad de representarlas a todas, y por lo tanto cumplir con esa igualdad aspirada. Pero la motivación laica es el respeto y la igualdad. Es hallar la fórmula para que todas las expresiones se vean respetadas, la católica también.

En cambio, la izquierda invoca la palabra laicismo casi religiosamente -qué ironía- como quien pronuncia unas palabras mágico-totémicas que desatan tormentas, para justificar el camino hacia el “progreso” que elimine la religión de la sociedad en esa vieja aspiración comunista (y fascista) de crear un hombre nuevo. Así, el hombre del progreso (inciso, leer en los manifiestos de inspiración fascitas las referencias a la palabra progreso) se podía construir, hacer a medida. Era un molde nuevo de una campana que se podía volver a forjar sin influencias religiosas ni pensamientos espirituales, qué ingenuidad histórica. En cualquier caso, en ello seguimos, en considerar posible, factible y hasta deseable meter a la sociedad en esa horma con calzador.

Esta actitud permitió quemar a santos y altares en las eras de los pueblos, perseguir a curas y monjas, incautar, deteriorar e incluso llegar a destruir edificios religiosos a lo largo y ancho del país durante la segunda república. La versión actual consiste en interrumpir cultos a torso descubierto y seguir alimentando este rechazo carnívoro y carnal hacia la religión católica.

Pero, acercándonos al fondo de la cuestión, ¿acaso la iglesia católica no se ha excedido en su presencia en el espacio colectivo?, ¿acaso su falta de respeto a posiciones diferentes no merece un freno?, ¿acaso no practica la misma ignorancia y desprecio hacia el laicismo verdadero? Absolutamente sí. La iglesia y el sector conservador, que practica la misma ignorancia y oposición hacia el laicismo.

Y aquí viene la parte binaria de la cuestión. Porque la iglesia se ha excedido de manera agresiva, la respuesta deber ser más o menos similar: a la hoguera con ella. Matacurismo suicida y pensamiento binario. Nada excita más a un votante de izquierda que una mención a la iglesia. Cuando todo está perdido, cuando un gobierno se ha desgastado, cuando hay una crisis de liderazgo, cuando hay incluso confusión ideológica interna, cuando un mítin decae, cuando una conversación se acalora o enquista, mentar a la iglesia es bálsamo para sanar todas las diferencias y llegar a puntos de encuentro al instante. Es la sangre misma de la izquierda, el corazón más bombeante, el que ilumina los ojos, el que tensa las mandíbulas… Fuenteovejuna, el que nos une todos a una.

Fue el impulso más inmediato tras conseguir el fin de la monarquía. Ahora que tenemos una república, podemos por fin exterminar a la iglesia. (La república, otro concepto muy similar al laicismo, en esencia un marco de convivencia colectivo, donde caben todas las posiciones, y en la realidad un concepto comprendido por la izquierda como su exclusiva victoria, motivo principal por el que tampoco alcanzamos una república, porque la otra parte ni ve al laicismo ni a la república como una mesa a la que estar invitado).

La incomprensión del laicismo como una forma de respeto, como el elixir de la eterna convivencia, es el paradigma más claro de esta sociedad cainita. Resulta francamente desalentador pensar que los principios de liberté, egalité y fraternité que inspiran en teoría las reflexiones de izquierda sobre construir sociedades igualitarias no sean más que eso, teorizaciones lejanas de una sociedad que demuestra con su brutalidad no regirse bajo ninguno de estos principios.

Lo que acrecenta la incredulidad de los verdaderos laicos es comprobar que los esfuerzos realizados para eliminar pensamientos polarizadores no hayan llegado todavía a este punto del temario. Hoy en día se les llama formulaciones binarias a reconsiderar, y así, ha dejado de ser binario el género, ha dejado de ser binario el rendimiento escolar a través del suspenso o el aprobado, ha dejado de ser binaria la ropa, los juguetes, el concepto de éxito laboral, hasta la salud mental, pero no los ejes de la estructura política de este país. Cualquier tercera vía sobre temas estructurales es escorada y señalada, en el mejor de los casos como equidistante, en el peor de los casos como pertenecientes el bando contrario.

En efecto señor Escohotado, no es este país para construcciones respetuosas. Un matacurismo que nos mata colectivamente, un matacurismo suicida.

Leer más:

Laicismo / laico https://temerosi.com/…/empezando-desde-parvulitos…/

República / republicano https://temerosi.com/…/empezando-desde-parvulitos…/

6 DICIEMBRE // La mediatriz equivocada

¿Y qué quieren? se debieron preguntar aquellos señores encerrados en lujosas dependencias con olor a caoba y tacto a barniz. Les habían encargado redactar un texto novedoso, probablemente bajo el prisma de reconciliar a dos bandos enfrentados, pero llevaban cuarenta años viviendo bajo las normas de uno de ellos…


Sabían que tenían que ceder… ¿pero ceder a qué? Les impulsaba, quizás, la voluntad de llegar a un punto intermedio entre dos partes, una equidistancia entre dos posiciones, la mediatriz, pero… ¿dónde estaba el otro punto de referencia?


Y así, medio a ciegas, alguien debió ir dibujando las primeras pinceladas y marcándose un Paca Rico con aquella canción que decía “ay, ni que sí, ni que no… ven aquí que te diga yo, ven aquí que me digas tu, ni que sí, ni que no”…


…Vamos a quitar un jefe del estado autoritario, pero tampoco permitir que lo elijan, ni que sí, ni que no;


…vamos a dejar de imponer una religión como obligatoria en todos los campos, pero tampoco hacer un estado laico, mejor nos inventarnos esto de la aconfesionalidad para seguir privilegiando a la misma iglesia sin que se note, ni que sí, ni que no;


…vamos a quitarles un gobierno impuesto y permitirles elegirlo cada cuatro años, pero tampoco que se aficionen a votarlo todo, mejor hacemos el texto más restrictivo para la democracia directa de todas las Constituciones vecinas… ni que sí, ni que no..


Y llegados a ese punto, cuando habían sudado la gota gorda para determinar la jefatura del Estado, la relación con la iglesia y la representatividad parlamentaria, pararon en seco, exhaustos. Y en medio de los sudores de tantas filigranas alguien debió decir ¨¿qué más?¨, ¨¿qué quiere la izquierda?¨


Fue entonces cuando se jodió el Perú (en este caso, el estado moderno español) porque nadie sabía a ciencia cierta lo que quería la izquierda. Quizás los señores de aquellos lujosos salones que tenían la paternalista tarea de confeccionar entre siete un menú para más de treinta millones de comensales no sabían lo que quería la izquierda simplemente porque provenían de familias políticas opuestas, acomodadas en cuarenta años de dictadura. O quizás, si había algún representante de la izquierda, tenía ya el tiro muy confundido. Nadie sabe quién fue exactamente, pero a alguien se le debió ocurrir que la izquierda quería autonomías.


Quizás ya por aquel entonces el comunismo había dejado de aspirar a la igualdad de los hombres para reivindicar la diferencia de las culturas. Quizás Rusia o China quedaban más lejos que América Latina, quizás Fidel ya había hecho su revolución y todo el continente mal llamado hermano -que tiene una aplicación tan suigéneris de las ideologías mundiales- ya había transfundido de identidad la sangre comunista en habla hispana… Quizás las FARC y similares, mezcladas con la existencia de ETA llevaron a alguien a pensar que saciar a la izquierda consistía en saciar reivindicaciones culturales… Pero lo cierto es que la Constitución española de 1978, ni es la Constitución de la derecha, ni es la Constitución de la izquierda, sino la Constitución del nacionalismo, donde se consagran todas las estructuras del verdadero “régimen” que lleva ya otros 40 años de existencia…


En algún momento alguien vendió que una administración uniforme, como la francesa, era un ejercicio de centralismo conservador. Y todos lo compraron. Tal vez influidos por el anticolonialismo latinoamericano, o por la gran traición por pocos señalada: a la derecha le resultaba infinitamente más fácil ceder al nacionalismo que a la verdadera izquierda.


Lo dejaron además todo «atado y bien atado» redactando un texto de enormes dificultades para su modificación y sobre todo elaborando después la guinda del pastel: una legislación electoral donde el voto de los ciudadanos tiene distinto valor y se fosiliza en la eternidad el poder desigual de las regiones.


Nadie sabe a quién atribuir tal invento, pero lo cierto es que ningún abanderado del progreso salió a decir que no, que la equidistancia de los ejercicios geométricos de aquellos salones no tenía que hacerse entre esos dos puntos, que la mediatriz estaba mal. Ninguna voz se alzó para reivindicar que lo que la izquierda quería era un estado laico, una jefatura del estado electa, igualdad de voto, y una promoción de la democracia directa para permitir y potenciar la máxima flexibilidad en la participación de los ciudadanos… Todos callaron en construir la gran falacia: asegurar que el país se abría al progreso a través de la creación de administraciones diferentes que distinguirían legalmente a los ciudadanos, a sus impuestos, sus servicios y a sus derechos.


La falacia continúa en la actualidad, sin visos de mejorar. Y hoy todos se van de puente para celebrar aquella mediatriz equivocada que hipotecó el verdadero progreso del país durante décadas.

VOLVEREMOS A LA EDAD MEDIA. CAP.II La Edad Media y las legislaciones preventivas

La última legislación relacionada con la tenencia de perros nos transporta a un debate algo más profundo. Una reflexión que va más allá de la caricatura de formarse para poseer un cánido y de la buena intención de evitar el maltrato animal, que existe, y cuyo combate es loable y necesario. 

No obstante, empeñada como está la cofradía progubernamental en demostrar que su derrota es la victoria de la Edad Media, reflexionemos sobre la opresión y asfixia a las libertades que perpetran estas legislaciones ideadas para prevenir, no para punir el delito, sino para evitarlo antes de que se haya cometido. [Para más abundancia recomiendo el visionado Minority Report, una ficción que recrea dónde nos puede llevar la prevención del crimen no ejecutado y todo lo que asumimos cuando adoptamos estas políticas.] 

En resumen, impedir un delito se puede conseguir antes, y después del delito. Se pueden regularizar, examinar, limitar las acciones ciudadanas ANTES, para evitar que el delito se cometa. Y se pueden castigar severamente DESPUÉS para persuadir a los futuros delincuentes en potencia. Parece una tontería recordarlo, pero nuestras sociedades se establecieron en la base del castigo del delito una vez cometido. El sistema jurídico, las leyes, se hacen para determinar la pena, una vez que se ha cometido el asesinato, el robo, el fraude, la agresión, etcétera. Normalmente, lo que distinguía a los sectores más conservadores de los más modernos era la dureza de las penas. Mientras que unos contemplaban, y contemplan, la escala de castigos como una herramienta para la reinserción, otros la perciben como una herramienta punitiva y de persuasión. Pero todos han estado siempre en el mismo marco: abordar el delito a posteriori.

Es común por ello también observar a la sociedad posicionarse sobre las penas y manifestar, por ejemplo, que se producirían menos robos si el castigo fuese mucho mayor. Unos ven el delincuente el fruto de unos condicionantes sociales necesitados de compresión penitenciaria, y otros abogan por castigarle severamente por el robo cometido. Esta dicotomía es antigua y copa de ejemplos el día a día. Otro tema candente sin ir más lejos es la violencia de género. Cuando el sector conservador aboga por aumentar las penas de la violencia doméstica está respondiendo a la misma lógica, el intento de limitar el delito a través de un severísimo castigo. Gusta el sector contrario acusarle de negar la violencia de género y hasta fomentarla, pero la realidad es que responde a una trayectoria muy clásica: castíguese más, ya verás como se delinque menos.

En cualquier caso ambas tendencias estás lejos de las legislaciones preventivas, que suponen un nuevo escalón: presumir al ciudadano culpable en potencia y forzarle a someterse a un sistema que modele su comportamiento. 

Pudiera parecer que la Edad Media se distingue por el primer debate, penas más duras o más leves: multar al ladrón, encarcelar al ladrón o cortarle una mano al ladrón. Pero los tiempos pasados se distinguen de los actuales por lo que habíamos ganado a la historia en presunción de inocencia. 

No hay nada más anticuado que las legislaciones preventivas. El toque de queda para evitar barrabasadas nocturnas, normativas de vestimenta para distinguir bien a los ciudadanos de cara a la autoridad, prohibición de lecturas para no inducir a rebeliones político-religiosas, limitación de propiedades para evitar rebeliones político-económicas, obligatoriedad de censos que vigilen tendencias sociales… no quiero terminar en las denuncias anónimas y las maldades vecinales que todos conocemos, desde la Edad Media hasta los ismos (comunismo-fascismo) del S.XX.

El espíritu de forjar a norma y fuego la conducta ciudadana es una tendencia antigua que aflora por desgracia sin que a nadie le genere alergia aparente. La lucha de las soiedades occidentales actuales consistió muy principalmente en este espíritu liberal de descorsetar al individuo de tanta normativa preventivo-correccional. 

No retrocedamos asumiendo con naturalidad normas -mayores y menores- que nos presuponen culpables en potencia. Si algo le ganamos a la historia fue la presunción de inocencia.

Homenajes, delitos de odio, apologías y libertad de expresión

Se escora el país hacia una tendencia legislativa impulsada por ambos lados del espectro político sin que a nadie le preocupe. Homenajes a etarras, apologías de esto, de todo lo contrario…y la respuesta es casi siempre la misma. Legislación, prohibición. Hay en cambio otra máxima bastante impopular hoy en día: la expresión se combate con expresión.

El último de los numerosos -y periódicos- frentes ha ocurrido este fin de semana en el País Vasco. Vaya por delante mi rechazo físico y mental a la posibilidad de cualquier tipo de acto relacionado con el autor de decenas de asesinatos con bomba, incluidos niños. La condena no puede ser mayor, a los autores, a los que puedan impulsar cualquier tipo de homenaje, y por supuesto a los partidos del actual gobierno, que aceptan dar protagonismo a esta ideología a cambio de votos para mantenerse en el poder. Ahora que están de moda los términos “cordón sanitario” y “blanqueamiento”, ambos debieron aplicarse sin fisuras a la hora de rechazar los votos de Bildu para alcanzar gobierno alguno. Imperdonable. Demuestra una vez más que no es la izquierda la que se presenta detrás de los partidos del actual gobierno, sino una “autodenominada” izquierda, que lleva el traje de la coherencia más ajironado que el de un espantapájaros.

Dicho esto, el homenaje a un terrorista se combate de dos formas: prohibiéndolo, o con una doble expresión en contra. Porque el homenaje a un terrorista, es un ejercicio de expresión. Visto por donde se vea, es un ejercicio de expresión.

Tradicionalmente se ha atribuido a los sectores más conservadores la iniciativa prohibitiva, la creación y aplicación de legislaciones que impiden cosas, mientras que se adjudicaba a la “izquierda” una voluntad combativa a través de la palabra, que prefería sobreponerse a las ideas contrarias a través de la condena moral, y la expresión rotunda y redoblada de rechazo, en lugar de aplicar prohibiciones.

Pero curiosamente estas tendencias se han convertido en un totum revolutum en este país, que señala a todos y coloca a algunos en sorprendentes lugares…En el último homenaje a un etarra de este fin de semana, por ejemplo, hemos visto al partido más conservador, pedir la prohibición del homenaje, pero ser el único que tiene la iniciativa de combatir la expresión con expresión. Ni la autodenominada izquierda, ni la socialdemocracia pepera han considerado la posibilidad de “sobreponerse a las ideas contrarias a través de la condena moral y la expresión rotunda y redoblada”… Ninguno de ellos ha salido a la calle para rechazar la exaltación de un señor que, sin arrepentimiento manifiesto, ha sido el responsable de hacer volar por los aires a decenas de personas. ¿Dónde están las manos blancas que llenaron el país para manifestar de manera masiva el rechazo al terrorismo? ¿En qué bolsillos se meten ahora esas manos que sí ejercían entonces la máxima de combatir la expresión con doble expresión?

Al contrario, hoy en día, todos optan por la iniciativa legislativa. Y así, todos pretenden legislar sobre aquello que les contraría ideológicamente. Ejemplo de ello son los delitos de odio. De nuevo otro peliagudo asunto que atañe a la libertad de expresión. Legislar la palabra debe llevarnos a hacer un alto en el camino. Por muy reprobable que sea la palabra manifiesta. En cualquiera de los sentidos. Desde el rapero que canta incitando a pegarle un tiro en la nuca al jefe del estado y políticos conservadores, al exaltado homófobo, racista, xenófobo… Cualquiera puede encontrar por doquier expresiones vomitivas que merezcan su rechazo. Promover legislaciones que las prohiban es otro escalón que merece una reflexión antes de subirse como sociedad.

Dirán algunos que el contenido de las expresiones tiene gradaciones. Y ahí entramos en el ámbito de las apologías, otro frente que atañe a la libertad de expresión. Hay ideologías de origen claramente anterior a las actuales democracias que tienen su predicamento hoy en día y son responsables de numerosos asesinatos, desde el fascismo al comunismo, pasando por los terrorismos de origen identitario, etc, etc. A todas horas se menciona que Alemania tiene prohibida la apología del nazismo. Pero cualquiera de esas apologías, strictu senso, son ejercicios de libertad de expresión. Se pueden combatir con leyes, y se pueden combatir con el expresado rechazo de toda la sociedad. En eso radicaba “ser moderno”…

Ver a la izquierda (autodenominada) legislar para callar es una novedad, sin duda, que escora al país entero a la deriva de la prohibición.

Temas relacionados:

Libertad de expresión y apología de la violencia, ante todo un problema legal

«Patria» y la ETA que no murió

VOLVEREMOS A LA EDAD MEDIA CAP. I ¿A qué se referirán?

“Volveremos a la Edad Media”, ¿a qué se referirán? De tantas bocas he escuchado la misma alusión, que un año después del estudio de historia medieval por la UNED intentaré abordar ese referente infalible en el socialismo y neocomunismo ibérico. ¿A qué Edad Media regresaremos cada vez que lamentan una derrota de la -autodenominada y mal llamada- izquierda?

-¿Aludirán tal vez a la carga impositiva? Los impuestos es el primer frente que viene a bote pronto a la cabeza, por ser unos de los que más afecta a la vida cotidiana de la vulgar plebe. ¿Quién no tiene una imagen de un campesino medieval entregando a los emisarios del Estado el último saco de harina de la más castigada cosecha? Se referirán por tanto a esa baja edad media donde se consolidan los más variados tipos de impuestos. En esos proto-estado modernos la monarquía afianza su poder precisamente con esta herramienta. El control de este abuso es el que impulsa la consolidación de los primeros parlamentos… El socialismo ibérico actual practica ese despotismo impositivo con el mismo espíritu que esos grandes monarcas medievales: sorprendidos de cuestionamiento alguno, reticentes a cualquier oposición, y voraces en el esquilmamiento de las reservas de un pueblo al que dicen servir. Hablar de diezmos, pontazgos, impuesto para moler, impuesto para comerciar determinados productos… es pecata minuta comparado con el IVA, la declaración de la renta, la cuota de la seguridad social y los mil y un añadidos de carga impositiva socialista en absoluto acorde con la calidad de los servicios prestados.

-¿Se referirán quizás a la resistencia al control parlamentario? España ha vivido durante la pandemia de covid-19 el cierre de la cámara baja, ordenado por su presidenta sin complejos ni pudor. Un cierre no contemplado en la edad contemporánea ni en tiempos de guerra. Pero, lejos de ser una práctica excepcional, es una tendencia recurrente. El actual presidente dilató durante meses su investidura en repetidas elecciones y estiró como pocos el gobierno en funciones en tiempos pre-pandémicos. Un comportamiento de lo más medieval en efecto, a tenor de la resistencia de esos monarcas del S.XV a compartir decisiones con estos protoparlamentos británico, castellano, francés… La resistencia a someter los nuevos impuestos a la aprobación de las cortes ¿acaso no suena actual? La práctica del gobierno por decreto, tan presente como medieval, en efecto.

-¿O será la Iglesia y sus tensiones la que inspira sus pensamientos? Porque aquí el campo está sembrado. Los delitos de simonía y nepotismo, aceptar dinero a cambio de cargos y colocar a familiares debería hacernos sonreír tan sólo para empezar. Pero es en el campo de la herejía y la persecución a la discrepancia donde el neocomunismo ibérico actual más tiene que sonrojarse. La imposición de un nuevo lenguaje que pretende modificar la realidad a golpe de legislación e imposición educativa… tienen en efecto muchas similitudes con el comportamiento de la iglesia dominante y la estigmatización de la discrepancia. La prohibición y excomunión a todas las órdenes religiosas que criticaran la ostentación y posesiones de la Iglesia practicada por ejemplo por Juan XXII recuerda a esa purga de “fachas” con los que la nueva izquierda persigue a cualquier planteamiento que incluso desde ella surja.

-¿O será tal vez el dragón escupe-fuego? ¿Qué cuento medieval no está inspirado en un mayúsculo temor que asola a una indefensa villa necesitada de un héroe que la libere del mal? La utilización del miedo como elemento medieval no es en absoluto ajena a la práctica socialista, especialmente para ganar elecciones. Qué viene el coco. Que viene el dragón escupe-fuego en forma de un partido político, corriente o movimiento, que amenaza los cimientos de nuestra aldea. Somos malos, mejorables, pero si viene el dragón arrasará con todo, de modo que somos el tirano conocido único e imprescindible de todas vuestras opciones. De nada sirve que el dragón paste en el prado del sistema, como hacen tantos movimientos conservadores que llevan desde la segunda guerra mundial meando dentro del tiesto democrático. Aunque el dragón paste en el prado, de él se dirá que escupe fuego y hace aquelarres nocturnos para arrasar el indefenso poblado.

-¿O será la edad media de la nación de naciones? La potenciación de las diferencias fiscales y legales en nombre de la identidad, santo y seña del neocomunismo y socialismo ibérico, es una de las prácticas más enraizadas de la Europa medieval desde la caída del imperio romano. Pocas cosas hay más medievales que la exención impositiva a cambio de favores políticos, la invención o supresión de legislaciones locales a cambio de favores geoestratégicos, o la negociación constante y la tensión entre territorios en nombre de la más concentrada y reducida identidad. De hecho, una de las principales características consideradas a la hora de evaluar la salida de la Edad Media y el paso a la Edad Moderna es precisamente la construcción de los nuevos estados que acaban en parte con esa fragmentación política y diferencias legales. Una construcción diametralmente opuesta a la que el socialismo español tiene actualmente en la cabeza.

¿A qué edad media volveremos de la que no hayamos salido aún?

PS: To be continued… La actualidad está llena de ejemplos con símiles medievales. Y por fortuna la edad media es mucho más rica que la simplificación ignorante que hacen de ella.

13 JUNIO // Lo no indultable

Anda el río revuelto por unos indultos que el gobierno plantea como solución a un conflicto mientras acusa a la oposición de un oculto deseo de venganza. Ni lo uno ni lo otro. Ni solución ni venganza, porque, más allá del indulto judicial, es el aspecto político el que no es indultable:

Desear ser un estado propio es legítimo, pero no es indultable declarar la independencia de un territorio sin tener el respaldo fehaciente de la mayoría más que cualificada de la población de dicho territorio.Reprochar que el cauce legal para obtener ese respaldo fehaciente está altamente dificultado por una Constitución muy conservadora es legítimo, pero no es indultable inferir por ello que una consulta sin garantías aporta los resultados suficientes para, nada más y nada menos, que declarar la independencia de un país.

Es legítimo buscar la independencia de una comunidad cuando se cree que tal comunidad tiene esa voluntad de forma mayoritaria. Pero en ausencia de una consulta legal, la observación de los resultados autonómicos a lo largo de los años, que otorgan el 50% de los votos, o menos, a las opciones independentistas, convierte en imposible la afirmación falaz de que dicha independencia respondía a los anhelos de un pueblo. No es indultable haber declarado la independencia unilateral con ese escaso soporte demorático para tamaña empresa y no es indultable la monopollización del concepto “pueblo catalán”.

Es legítimo lamentar que las voluntades populares se deben a volubles y emocionales campañas alimentadas por medios de comunicación interesados, pero no es indultable el acoso orquestado que se hizo a la prensa nacional e internacional durante el Procés.

Es legítimo hacer oposición a políticos de ideas contrarias, y más en decisiones tan trascendentales, pero no es indultable ahorcar de un puente a muñecos con sus nombres, vandalizar los domicilios o negocios de sus familiares, e instigar desde cargos públicos a incrementar (“apreteu, apreteu”) todo este tipo de violencia.

Es legítimo creerse dueño de su destino y soberano para emprender un camino político de manera individual, incluso anhelar una gestión propia y exclusiva aunque se demandase sin trayectoria histórica que lo avalara, pero no es indultable construir una historia falsa y atropellar todo tipo de rigor académico en búsqueda de la identidad nacional. Es legítimo querer gobernarse solo, pero no es indultable hacerlo sobre resortes emocionales fabricados ad hoc.

Es legítimo lamentar y observar con profunda tristeza los enfrentamientos contemporáneos de la población civil con las fuerzas policiales en la Europa Occidental cuando la voluntad y motivación de esos ciudadanos choca con la negativa del señor sistema, como ocurre en numerosas ocasiones como las cumbres del G20, los chalecos amarillos, huelgas generales varias, desahucios, motivaciones ecológicas, etcétera. Es legítimo lamentarlo y es legítimo querer revisarlo. Pero no es indultable estirar el lenguaje y la realidad a la campaña de los “1000 heridos” sin un millar de partes médicos que lo avalen (hoy en día las denuncias de violencia, antes de comisaría pasan todas por un hospital) y ni una sola visita de los líderes independentistas a los caídos en el campo de batalla como hace todo gobernante cuya población ha sido masacrada de verdad.

Es legítimo abanderar el triunfo de la democracia y las voluntades populares. Pero precisamente por ello no es indultable no haber modificado -en sucesivas convocatorias- la ley electoral que traduciría de forma directa los votos obtenidos en escaños del Parlament. La reforma, moralmente imprescindible, hubiera revelado que la mayoría independentista no era tal y que “el mandato del pueblo catalán” no era ése.

Es legítimo querer ser el exclusivo gestor de todos los aspectos políticos de una comunidad, pero no es indultable tachar de invasión colonialista la pertenencia a un estado con uno de los mayores niveles de autogobierno regional del mundo, donde hay más competencias transferidas que en la mayoría de los países occidentales que le rodean.

Pero la cuenta y relato de los pecados de los indultados, no exime el detalle de los pecados de los indultores.

Es legítimo oponerse al sector conservador de tu país y estar siempre alerta para denunciar su corrupción, pero no es indultable hacerle una moción de censura a un gobierno que acaba de gestionar nada más y nada menos que una declaración de independencia, y hacerlo además con los votos de los que han puesto en jaque al sistema de una manera tan injusta como se cita en los puntos anteriores.

Es legítimo defender que la solución a un conflicto se base en algún tipo de diálogo y negociación, pero no es indultable tachar de fascismo, franquismo y extrema derecha a cualquier oposición a ese diálogo sin matices y sin analizar intelectualmente a fondo los motivos para la negativa.

Es legítimo pensar que la negociación es un punto intermedio entre dos voluntades, pero no es indultable estigmatizar la posición de aquellos que pretenden dejar de negociar con unos comerciantes que cierran acuerdos con una mano mientras redactan con la otra las exigencias de la nueva negociación que anula la anterior.

Es legítimo creerse el mayor adalid de la igualdad y el progreso de todo el espectro político de un país por interpretar que dicho progreso y dicha igualdad están forzosamente vinculados con la expresión identitaria y la potenciación de las singularidades culturales de un territorio. Pero no es indultable intentar monopolizar el concepto de igualdad y hacer una oposición feroz a los que plantean que la igualdad fiscal, legal y de servicios, se ve altamente atropellada por esa potenciación identitaria. En otras palabras, no es indultable llamar fascismo a cualquier discurso que hable de la homogenización de impuestos, leyes y servicios en nombre de la igualdad. No es indultable que la alternativa al federalismo asimétrico socialista sólo pueda ser una expresión de fascismo y/o retroceso a épocas dictatoriales.

Es legítimo pensar que las identidades culturales necesitan potenciación política y gestión individualizada, pero no es indultable faltarle al respeto a la posición contraria que entiende que la cultura verdadera no necesita una estructura administrativa propia y singular para mantenerse. No para todo el mundo el progreso es la potenciación cultural a costa de sacrificar otras igualdades cívicas.

Es legítimo querer dialogar con una parte del conflicto, pero no es indultable no querer hacerlo con la otra parte. Aplicar exclusivamente la política representativa para una solución de tal calibre es además contrario a los ideales progresistas, si es que en nombre de ellos se mueve acaso todavía el partido socialista.

Es legítimo buscar la solución a un conflicto e incluso hacer examen de conciencia e investigar internamente posibles excesos o disfunciones del estado de derecho, pero no es indultable convocar para ello a un relator internacional de Naciones Unidas que equipare un conflicto cultural de sociedades colmadas de derechos y libertades con territorios del mundo donde brillan por su ausencia.

Incluso es respetable defender que el indulto es legítimo per se. Entender que, pese a revocar decisiones judiciales que son la expresión del estado de derecho, el indulto es una herramienta dada a los representantes electos de una sociedad y que, a través de ellos, la sociedad, más soberana que los tres poderes juntos, decide perdonar a los condenados. Pero no es indultable otorgar el indulto a todas luces como moneda de cambio para mantenerse en el poder y disfrazar la decisión de diálogo. Un diálogo sordo y maquiavélico, mudo por estar vacío de cualquier contenido, ideal o norte que lo guíe. Ni el partido socialista sabe a dónde va, ni sabe siquiera preguntárselo a los ciudadanos.

La “solución al conflicto” no es el diálogo ni el indulto, sino un referéndum sobre el modelo territorial. “Tres consultas y un funeral, la solución de progreso al problema catalán”: https://temerosi.com/2021/02/03/tres-consultas-y-un-funeral-la-solucion-de-progreso-al-problema-catalan/

4 MAYO // Jornada de reflexión // La hora de Gabilondo

Habré visto yo demasiadas películas como Gandhi o La lista de Schindler, donde la heroicidad emerge a flor de piel, pero me parecía a mí que esa cosa llamada ideales y sentido de la justicia era un interruptor intrínseco al líder que le conectaba con su conciencia de inmediato para luchar contra la tiranía. No se me borra de la cabeza aquel Mahatma quemando unas cartillas en una pira mientras oficiales del imperio le vareaban más que a un almendro.

Sin embargo el profesor Gabilondo necesitó una hora, sesenta santos minutos, para saber que debía levantarse de aquel debate en nombre de los ideales y gestos simbólicos… Aquella mañana de abril de aquel encuentro radiado, cuando la una le dijo al otro que condenaba toda violencia pero que de él no se creía nada…ese invitado de piedra se quedó tranquilamente sentado en su butaca, un episodio que ha pasado bastante desapercibido, pero que es simbólico en sí mismo, qué paradoja. No saltó como Mahatma, Gregory Peck en su ruiseñor, el Depardiu de Novecento, Espartaco, Hipatia en Ágora, y hasta Braveheart. No.

Mientras el señor Iglesias, que ha visto las mismas películas que yo, traía de casa muy bien estudiado el guión, al profesor sólo le quedaba un único recurso: tener criterio propio. Pero allí se estuvo arrepanchingado hasta que una voz del más allá le debió llamar y decir “¿Que haces ahí Ángel? ¡Levántate y anda!”. Y aquel Lázaro intelectual se levantó y anduvo.

Hago referencia al cine por no presumir de educación y sonar petulante al atribuir al mundo de la enseñanza los referentes que forjaron a algunos de mi generación. Y es que el origen académico de “el profesor” Gabilondo es otro detalle a tener en cuenta. Porque lo cierto es que fue en la escuela donde aprendí esa historia del simbolismo en política, rociado con un lenguaje -quizás revisable- que hablaba de cosas como la integridad, los ideales, la decencia, la resistencia a la injusticia…(Sólo la universidad posterior y unas cuantas asignaturas de opinión pública me harían percibir otra realidad sobre estas campañas publicitarias que hoy nos rigen). Pero hasta entonces, era en la figura de los profesores donde recaían los modelos que después hacían apreciar películas como las de Gandhi o Mandela. Son los grandes educadores de la humanidad los que han forjado este espíritu quijotesco: desde Séneca a Unamuno, pasando por una larga, larga, larga lista… en la que desde luego no está el profesor Gabilondo.

Ese autodenominado “sosoman”, que la agencia de publicidad PSOE.S.L presenta a las elecciones madrileñas como el hombre íntegro y preparado, ajeno a los regoldos y flatulencias de la baja política, no ha hecho otra cosa más que comportarse como todos en la industria de Iván el terrible, asesor político Redondo: una marioneta más, vacía al servicio de lo que toca, cuando toca. Pobre Iván, cuanto mayor es su imperio publicitario, menos probabilidades va teniendo de que sus robotos piensen por sí mismos en situaciones claves como las de aquella mesa, en aquella radio, aquella mañana de abril. Qué bonito hubiera sido para Iván que el señor Gabilondo se levantara, como en el Club de los poetas muertos (uy…no me voy a cebar con el título), y gritara ¡oh capitán mi capitán! al instante en que Iglesias abandonaba la sala.

A menos claro, que al profesor Gabiondo lo sucedido no le pareciera esa lucha del bien contra el mal que le vendía la agencia publicitaria Podemos.S.L. Pero entonces le hubiera tocado un alegato contra las pantomimas, sobreactuaciones y operetas varias que tampoco le vino a la mente. Es lo que tiene, Iván, la robotización de tu imperio, que el carisma se te escapa de las manos. (Descuida, ya sabemos que te sale a cuenta).

Y así, a falta de una revisión de los ideales, al menos urge una revisión de las películas. Encontrarán también allí aquellas donde los malos desinfectaban los lugares por los que habían pasado los buenos. Obras que sin duda no han visto estos fuñigadores de la cordura que hoy actúan lejía en mano tras los mítines de Vox sin que el Profesor Gabilondo y compañía pongan el grito en el cielo.

Jornada de reflexión. La hora de Gabilondo no debe hacernos olvidar la hora de Más Madrid… que tampoco tardó menos.

14 ABRIL // ¿Para cuándo una república inclusiva?

Muchos de los que consideran el 14 de abril una fecha remarcable en el calendario son hoy también los difusores de un lenguaje político -transformado ya en movimiento del S.XXI- que consiste en “excluir” a todos los no pertenecientes a la cofradía de los “inclusivos”.

Esta tiranía -y paradoja- dialéctica ha tenido mucho recorrido en realidad, cimentada en una fórmula muy básica y por ello muy exitosa: la simplificación emocional que convierte en amables e inclusivos a los afines, y en agresivos y excluyentes a los contrarios. Los frentes y las contradicciones de este movimiento son múltiples, la república es uno de ellos.

En realidad la república es uno de los temas contemporáneos más genuinamente ejemplificadores de esta parte de la sociedad incapaz de visualizar un país conjunto, incapaz históricamente de incluir a la otra mitad de la población en un marco común.

Pero sigamos la lógica de esta corriente “inclusiva”. La construcción de una república, que eligiera periódicamente un jefe del estado… debiera contemplar con naturalidad una alternancia de candidatos, de partidos y de corrientes. Contemplarla… y hasta fomentarla… para consolidar la desvinculación con otras fórmulas -sanguíneas- de acceso al poder. Parece una obviedad, pero tal cosa nunca ha sucedido en España.

Tampoco a partir del 14 de abril de 1931. Incluir al sector conservador ni fue, ni es, ni prioridad, ni meta, ni fin alguno del socialismo español en sus múltiples versiones.

Aquellos que trajeron la segunda república compartían lo esencial con los que se la llevaron: priorizar la construcción de su nueva sociedad según su ideología, no construir un marco común que les permitiera coexistir con otros. (“Si triunfamos en las elecciones […] continuaremos nuestro camino en defensa de nuestros ideales […] pero si triunfan las derechas no habrá remisión, tendremos que ir forzosamente a la guerra civil declarada”. Palabra de socialista español. 1934. Largo Caballero.)

Quizás estemos demasiado cerca en el tiempo para analizar los movimientos de la segunda mitad del S.XIX y primera mitad del XX, pero el fascismo y el socialismo no son hijos de una misma era por casualidad. El cientificismo social, la revolución industrial, y muchos factores de largo detalle, dibujan a una humanidad que se cree capaz de romper con fórmulas ancestrales de poder y de construir un “hombre nuevo”.

Ese hombre nuevo, socialista o fascista, era en aquella época demasiado novedoso, y demasiado incompatible con todo lo demás. El autoritarismo empleado en su ejecución sacude de ejemplos el planeta entero, de Rusia a Alemania, de China a América Latina, de Italia a África, de España a Portugal… de la II Guerra Mundial… a la Guerra Civil Española. Ninguno de esos movimientos pretendía calzar a la sociedad en su conjunto, sino más bien meterla en su zapato, estrecho y apretado, intentando moldear con ello el pie de la humanidad, como el de las geishas.

Tanta cercanía tenemos aún a esa era, tanto es así, que el lenguaje de ambas ideologías, absolutamente excluyentes entre sí, se sigue empleando hoy en día con inmensa frivolidad para referirse a un tablero político democrático… La democracia, un verdadero intento incluyente -EL mayor intento inclusivo de la humanidad- salpicado constantemente por dialécticas anteriores.

Reivindicar la república del 14 de abril no es reivindicar un marco común inclusivo, sino una ideología excluyente. ¿Por qué el 14 de abril y no el 11 de febrero (de 1873, fecha de la primera república) o cualquier otra efeméride histórica como el 5 de mayo (revolución francesa), etc..? Porque no se trata de reivindicar LA república sino ESA república, una república que trajo el socialismo y que nunca tuvo como objetivo otra cosa que esa agenda particular.

Hoy en día sus herederos siguen exactamente en el mismo punto en el que lo dejaron: meter a la sociedad en el mismo zapato, con el mismo calzador, sin un mísero guiño de construcción colectiva a la otra mitad del espectro político.

Y así, el socialismo español habla mucho de la guerra civil, pero niega el verdadero espíritu republicano tres veces, como San Pedro. Unos niegan el derecho de todos a ser jefe del estado por priorizar afectos emocionales (en su día a Juan Carlos el Campechano, ahora a Felipe el Preparado); otros lo niegan con tal de negar la posibilidad de que el oponente político alcance dicha jefatura (Aznar presidente jamás); y todos lo niegan relegando su promoción a su agenda social y económica particular (keynesiana o comunista). La construcción de un marco común republicano donde pudieran desarrollarse políticas no afines está lejos de ser la prioridad. Antes el enfrentamiento por la victoria de una parte que la construcción de un todo.

En su día, la inocencia de juventud me hizo acudir varios años a manifestaciones republicanas del 14 de abril. Pronto descubrí sin embargo que lo reivindicado allí no podía ser más agresivo y excluyente, en la forma y en el fondo. Persistí muchas convocatorias en el error, que yo creía acierto, bajo el convencimiento de que una verdadera opción inclusiva como la mía debía seguir representada en un foro que -entendía yo- reclamaba la elección periódica de un jefe de estado.

Pero tal no era lo reivindicado allí. Los valores de la república y el derecho de todos a representar a los demás en el cargo más alto, brillaban por su ausencia, atropellados por consignas bastante desviadas de ese fin. Consigas algunas hasta contrarias a la elección democrática de nada. Consignas de recreo. Consignas dedicadas a un enfrentamiento rabioso improductivo. Consignas que no buscaban el mínimo común múltiple sino el máximo común divisor… Me llevó largo tiempo asimilar la tristeza de tener que retirarme de ese foro, de ese monopolio.

Dejé de ir. Pero no de verlos. Sorprendentemente me los fui a encontrar años después inventándose un lenguaje que exigía la “inclusión” para cualquier iniciativa política.

Libertad de expresión y apología de la violencia, ante todo un problema legal

Anda el país revolucionado por los actos y palabras de un señor, cuyo nombre es innecesario mentar, porque hoy es él, ayer fue ese, y mañana será aquel. Pero el caso es que lo ha llenado todo: los titulares de las portadas, las opiniones de todo el mundo, el posicionamiento de los partidos políticos, y las calles de vandalismo. Tensión en general, vaya, nada nuevo bajo este sol patrio.

Pero, a la opinión, que sin duda tiene todo el mundo ya formada, quizás se pudiera añadir un breve recordatorio legal. Nuestro país posee leyes que protegen derechos y castigan las injurias, las calumnias y las agresiones. Cada uno de estos delitos -injurias-calumnias y agresiones- está tipificado, tiene sus grados y sus penalizaciones. Lo cual permite un amplio espectro de posibilidades, para entendernos, desde la injuria más inofensiva recogida en el código civil, casi nunca denunciada, al asesinato más cruento del código penal.

Sin embargo, en muchas de nuestras sociedades actuales -europeas, occidentales- se creyó necesario construir legislaciones nuevas para «proteger» la democracia. Se alimentó el eslogan «la democracia se defiende», sobre todo a raíz de la segunda guerra mundial, ante el riesgo de que los totalitarismos tomasen el poder por vías democráticas, y ahora ha cobrado nuevo impulso con el radicalismo islámico y el terrorismo que ha sacudido Europa en estas dos primeras décadas del S.XXI. Así las cosas y en este contexto se entienden las legislaciones antiterroristas, contra la apología del terrorismo o la violencia, leyes de partidos… y recientemente algo que se ha puesto de moda y se denomina «delitos de odio». Todo fórmulas para castigar delitos que ya de por sí estarían recogidos en el código civil y penal. Es decir, el asesinato de decenas de personas por la explosión de una bomba en Atocha ya tendría su castigo en el código penal sin la existencia de una legislación antiterrorista.

Lo que impulsan estas nuevas legislaciones es un valor extra al delito. Otro ejemplo análogo es la violencia de género. Delitos que ya de por sí estarían penados bajo legislaciones que castigan actos violentos, pero que algunos movimientos políticos consideran que deben serlo más aún (otros por ejemplo abogan por aumentar las penas de los ya existentes).

De modo que lo que está en juego en este caso -y en los anteriores y venideros- es un tema legal porque la mayoría de las condenas acumuladas de este ser violento tienen que ver con la aplicación de estas legislaciones «especiales» de apología de la violencia, odio… y una que merece mención aparte que es la relacionada con la monarquía. Mención aparte porque atañe a una legislación aparte. En concreto al único apartado del código penal que contempla las penas de cárcel por calumnias, «a la corona en el ejercicio de sus funciones constitucionales».


Por tanto el debate no es tanto si este señor -el de ayer y el de mañana- es agresivo. Lo es. No cabe duda de ello. Es agresivo en sus expresiones y es agresivo en sus actos porque es autor de agresiones físicas. El debate radica en qué legislación aplicarle. O, de una manera más amplia «¿deben nuestras sociedades tener estas «super-leyes» que refuerzan delitos ya recogidos?

¿Cuál es el riesgo? La realidad es que la mayoría de disidentes políticos encarcelados en el mundo lo está por este tipo de superleyes, sobre todo la antiterrorista, que es, junto con las leyes de seguridad, de secretos de Estado y de Lesa Majestad, el póker de ases que permite ordenar el ingreso en prisión de las voces inconvenientes. ¿Es nuestra democracia, y es Europa, un continente donde se encarcele a disidentes? No. No lo es. Pero, tan cierto es que los disidentes que hay presos lo están por la comisión de otros delitos que no son de expresión, como que estas superleyes aumentan el riesgo del autoritarismo y la censura. El mito de la «defensa de la democracia» también pudiera detenerse en la necesidad de defenderla del riesgo de un abuso de estas legislaciones…

El miedo al retroceso en la construcción de la democracia es comprensible…pero tiene un coste elevado. Y es crear la sociedad del miedo, que se permite todo tipo de excesos en nombre de ese temor. Y no sólo en lo que atañe a este caso de libertad de expresión. Cuando las campañas electorales se ceban en el miedo al retorno del fascismo se está bebiendo el mismo vino amargo de la misma copa. El miedo es una emoción. Hacer política sobre emociones es… menos estable que promover la organización racional de un colectivo… dejémoslo así.

El susodicho señor que tiene revolucionado al país sería juzgado por sus agresiones también sin estas superleyes. Combatir su violencia física se hace con el código penal, pero su violencia verbal se combate con la educación y la palabra, no convirtíendole en un mártir de la libertad de expresión.

PS: La existencia de un partido que, para defender la libertad de expresión, evita condenar la violencia de los actos, es una realidad que ojalá no hubiera que mencionar, pero que existe, tiene representación parlamentaria y sus acciones deben ser igualmente analizadas y exigidas. Tiene el tiro desviado hasta tal punto, que ni combate la violencia de los actos del susodicho señor, ni combate la violencia de sus palabras, pues abanderar una sociedad tolerante es incompatible con promover el tiro en la nuca al vecino. La falta de pedagogía y educación al respecto revela la verdadera naturaleza de ese partido: el fin justifica los medios.

Tres consultas y un funeral, la solución de progreso al problema catalán

Dejando las “nuances” para el final, el conflicto catalán tiene fácil salida: un referéndum inicial en el conjunto del Estado sobre el modelo territorial, y un segundo y tercer referéndums llevados a cabo a la par, el mismo día y a la misma hora, en Cataluña y en el resto de España, bajo la misma pregunta: ¿desea que Cataluña pertenezca al Estado español?

Y en el siguiente planteamiento radica el verdadero progreso por el que nadie aboga, ni nadie es capaz de asumir: si una sola de las dos respuestas es NO, Cataluña sale ipso facto del Estado español. Si ambas responden SÍ, continúan su camino sobre el modelo territorial electo en el primer referéndum, ya sin dudas y sin reproches.

Reivindicar la palabra “progreso” en esta propuesta alude al falso impulso democrático que todas las partes han demostrado hasta la fecha. La referencia al progreso en el encabezado de esta reflexión no es tanto un alarde de exclusividad como una denuncia a las demás opciones. El sector conservador español no ha admitido hasta ahora que un NO manifestado únicamente en territorio catalán derive en la separación, y el sector independentista catalán y sobretodo neocomunista español (que hoy en día se hace llamar progresista), tampoco ha aceptado hasta ahora preguntar al resto del Estado sobre el modelo territorial que desea, y mucho menos que esto pudiera derivar en un divorcio solicitado por el cónyuge menos pensado.

El conflicto tiene una fácil solución, pero a todos los citados gusta complicarla por no admitir una primera consulta sobre el modelo territorial. La expresión “sí, pero no así” es un manto que ha cubierto toda esta maraña en la que nadie quiere -pareciera que a propósito- ver la luz. El independentismo catalán unilateral alega haber llegado al unilaterialismo porque quisieron pertenecer a España un día, “sí, pero no así” y por eso ya no quieren. El independentismo no unilateral desea seguir negociando para irse “sí, pero no así” (unilateralmente) o quedarse “sí, pero no así” si España sigue teniendo Rey y ellos siguen sin más autogobierno. El neocomunismo español de Psoemos no desea que el matrimonio se divorcie, desea su permanencia “sí, pero no así” porque necesita construir una España antifascista e identifica el autogobierno catalán con la lucha contra el franquismo. Y el polo opuesto por su lado también desea que Cataluña se quede, “sí, pero no así”, sino con las mismas o menos competencias.

Y, “así”, todos los debates que se han producido al respecto, incluidos aquellos que contemplan referéndums directos, adolecen del “sí, pero no así”, enredados en miles de variables de cómo sería el “así”. Por ejemplo, recordemos los debates del Proçes sobre las opciones del referéndum enmarañadas en el “así”: deseamos quedarnos si tenemos más autogobierno, si nos respetan el último estatuto, deseamos irnos si no se hace una confederación, irnos hagan lo que hagan, quedarnos si nos echan de Europa, irnos aunque nos echen de Europa… Miles de dudas y dudas por no tener claro el “así”.

De modo que impera la necesidad de un primer referéndum sobre el modelo territorial para que todos sepan a qué atenerse si en el segundo referéndum escogen irse/quedarse (catalanes) o construir un Estado con Cataluña o sin ella (el resto de España).

Para terminar de ilustrar la idea, poniéndonos en los extremos, pudiera ocurrir que el resultado del primer referéndum determinara el fin de las autonomías y la configuración de un estado centralizado. En ese caso, los catalanes votarían en el segundo referéndum sabiendo que, de quedarse, se quedaban en un Estado “así”. Igualmente también pudiera pasar que el primer referéndum eligiese mantener el estado autonómico, o incluso construir uno más federal aún, y que los españoles escogieran en el segundo referéndum hacerlo así, sí, pero sin Cataluña, votando NO a la pertenencia de ésta en ese nuevo Estado (recordar que la segunda-tercera consulta se hacía a la par en Cataluña y el resto de España, acordando su separación en el caso de que cualquiera de las dos partes votara que NO).

Hacer una consulta directa sobre el modelo territorial es la verdadera solución de progreso al conflicto catalán. Y pudiera deparar muchas sorpresas para todos, incluyendo quien escribe. Aquellos que pensamos que el resto del Estado no desea ni federalismo, ni siquiera el actual sistema autonómico, pudiéramos llevarnos una gran sorpresa (por fortuna algunos hemos tenido la suerte de recibir una educación basada en dudar incluso de las más profundas convicciones). De la misma manera, aquellos que tan torticeramente identifican progreso con el federalismo como única opción, pudieran también llevarse una sorpresa si tuvieran el coraje de preguntar de manera directa a los españoles en qué forma desean compartir Estado.

No hay nada más progresista que estas tres consultas… y un funeral (lo del funeral es una licencia propia en previsión del resultado, pero quién sabe…) Al menos hasta la fecha cuesta encontrar una propuesta que haya igualado en PROGRESO la realización de una consulta directa sobre el modelo territorial. Nunca se ha dado tal en el país. Y no abogar por ella habla del verdadero conservadurismo-autoritarismo-conformismo de la mal llamada izquierda (que se llena la boca de los defectos de la Constitución del 78 y no enmienda ninguno).

Es una pena la reducida distancia de miras que les tiene obcecados con identificar la lucha por la “libertad” catalana con una lucha contra el franquismo español. Esta obsesión errónea les desvía de todos sus valores originales que tenían que ver con la democracia directa, la justicia de la voluntad popular, la promoción de la igualdad a todos los niveles, etc, etc. El principal reproche a la Constitución del 78 es haber metido a un puñado de referendums en uno sólo. Hubiese sido mucho más honesto y progresista haber preguntado de forma directa y por separado a los españoles si querían tener monarquía/república, laicismo/confesionalidad, autonomías/centralismo… Si no fue un error entonces, por ese paternalismo del “España no estaba preparada” para tanta “reflexión”, si no fue un error entonces…sin duda es un error ahora. Pretender solucionar el problema catalán imponiendo de manera representativa un modelo de Estado en constante tensión, es anclar al país a la polarización, a la discordia y al enquistamiento. Preguntar de manera directa al conjunto, no sólo es más justo y avanzado, sino que liberaría tensión. La solución, fuese la que fuese, sería la del “vecino” más el “vecino”, más el “vecino”, no la de la “banda” del Parlamento sobre la que hay una desafección que debiera preocupar a más de uno.

Finalmente, una última lanza en favor de la consulta directa frente al famoso “diálogo”. (Diálogo sí, pero entre los ciudadanos y una urna, no en despachos “representativos” donde se cocinan intereses y sillones). Anda el progreso vacuo de Psoemos bastante carente de ideas y muy sobrado de forofeo. Venden su (falsa) legitimidad para abanderar a la izquierda en una cosa que denominan diálogo y que ni ellos saben qué es. La palabra venden está aquí empleada con toda la intención del mundo, porque su solución de progreso no consiste en el diálogo. Quieren decir diálogo, pero en realidad se llama comercio.

Parecen (o simulan) no entenderlo, pero lo que hacen con Cataluña es puro comercio. Resulta difícil explicar esto al foro-feo porque es un foro que ha perdido mucho hábito en el debate racional de ideas. Quizás lo captaran un poco mejor en un zoco marroquí, donde te piden cuatro veces el valor de algo para que te vayas feliz por haber pagado simplemente el doble. Se llama comercio y no tiene por qué ser malo. La historia de la humanidad está llena de él, también las relaciones internacionales. A veces, hay que comerciar, incluso en la política representativa. Pero las relaciones internacionales y la política también hablan de esas veces en las que hay que dejar de comerciar. Simplemente porque el comercio ha dejado de ser justo. O en este caso porque es más progresista construir un conjunto donde todos opinen cómo, cuánto y con quién quieren negociar sus relaciones de IGUALDAD.

6 DICIEMBRE // El espíritu de la transición

Deambula por España una santa compaña de larga túnica y escondido rostro. Es el espíritu de la transición. Camina de sede en sede, o de taberna en taberna, siguiendo el símil medieval pues no dista mucho de una fonda desbocada lo que ocurre en Ferraz, Génova y compañía. 

Todos dicen conocerlo a fondo pero la mayoría oculta o ignora que si se descubriera la capucha dejaría de hielo a más de uno. Este pobre espíritu pide vino en todas las sede-fondas a las que se presenta a beber y vive una extraña reacción que le tiene muy confundido. En unas le colman de agasajos mientras proclaman consignas que a veces hasta le ofenden, y en otras le echan a patadas por la puerta de delante y le ofrecen suculentos banquetes en la trasera.

Vive confundido el pobre espíritu. 

Porque el espíritu de la transición, esa forma materializada en la Constitución de 1978, es en realidad un Frankenstein que deambula por España bajo una túnica opaca, un jorobado de Notre Dame que renquea hacia las tinieblas confundido entre el amor y el rechazo de los hombres. Un cuerpo cosido puntada a puntada por unos señores que, cual entes superiores, científicos osados o fuerzas ocultas de la naturaleza, decidieron lo que era mejor para el país sin una sola consulta directa sobre uno sólo de los puntos que contiene. 

Esa fuerza superior elaboró un texto y lo expuso a su aprobación al completo. Tocó monarquía con aconfesionalidad y estado autonómico. Pero igual se les hubiera ocurrido coser monarquía con laicismo y estado centralizado, o república con confesionalidad y autonomismo… Las combinaciones son todas las que permite la matemática, porque esa fuerza superior sabía que el refrendo único a la Constitución arrasaría con tal de establecer una democracia que permitiera a los ciudadanos elegir al gobierno cada cuatro años y poner fin a una etapa de 40 sin poder hacerlo.

Por tanto, teniendo garantizada la aprobación del menú, el espíritu de la transición decidió dividir al país en 17 administraciones. Pudo no haberlo hecho, pero lo hizo en plena conciencia sobre una base ideológica muy concreta que persiste hasta hoy en día en aquellas tabernas donde sorprendentemente echan a nuestro pobre espíritu a patadas cuando llama a la puerta mientras en el interior organizan solemnes rituales y aquelarres en su honor. Esa premisa consiste en aceptar que hay dos (o tres) regiones más perjudicadas que las demás por la dictadura, que son más víctimas que los demás de la represión, y que para incluirles hay que modificar la estructura territorial al completo para que se sientan cómodos (una comodidad que ha demostrado ser insaciable como era ya cristalino para los pocos videntes que querían ver en un mundo de ciegos). 

En 1980 las regiones donde tradicionalmente vencen los partidos nacionalistas suponían un 21% de la población total del país  (5.9 millones de habitantes en Cataluña y 2.1 en el País Vasco de los 37.5 de la población española de entonces). Hoy la cifra es de 9.7 de 47.3, un 20%.

Y en nombre de ese quinto de la población, cuatro quintos se reestructuran al completo. Ese es el verdadero espíritu de la transición.

Muchas cosas se pueden objetar a esta cruda verdad. Como que hay otras regiones con movimientos independentistas o federales, como Galicia y algún etcétera de dudosa longitud. Cierto. Pero ni la mayoría de la población vota a esas opciones en Galicia, ni tampoco las cuentas catalanas y vascas obedecen a una opción nacionalista al completo. Las matemáticas restan de un lado donde ponen de otro. Los nueve millones de habitantes que tendrían preferencias independentistas o federales tampoco son puros. 

También se podría objetar que el espíritu de la transición no es sólo la estructura territorial del Estado. Gran verdad, pero el día a día de un ciudadano se ve mucho más afectado por ésta que por las otras variables, como quién ostente la jefatura del Estado o incluso la educación religiosa a la que se exime u obligue: 

El espíritu de la transición decidió que los ciudadanos podían pagar diferentes impuestos en función del territorio… comprarse una casa, un coche, un producto en la farmacia, heredar a un familiar… También decidió que tramitar la apertura de un local, pedir un permiso para tener una explotación agrícola-ganadera, una industria, un puesto en un mercadillo…hasta poner una colmena en un olivar debía ser diferente en 17 formulaciones. Decidió que los ciudadanos tuvieran 17 diferentes accesos a los servicios públicos y privados al albur de las decisiones o campañas del momento de los “barones territoriales”. Decidió que los españoles tuvieran diferentes hospitales disponibles, diferentes listas de espera, diferente acceso a la educación, diferentes precios de transportes, diferentes peajes de la carretera, diferentes infraestructuras, diferentes accesos a la universidad, diferentes becas, diferentes formas de solicitar el ingreso a una guardería y a una residencia de ancianos… 17 diferentes todo, de la cuna a la tumba.

Otra objeción posible a la verdadera naturaleza del espíritu de la transición es que no consistía en una deliberada y predominante voluntad de dividir el país en 17 tipos distintos de ciudadanos, sino que su esencia, su verdadera naturaleza, era el consenso. Ha triunfado con creces esa idea salomónica de que la transición consistió en contentar a ambos lados del espectro político, dividido éste entre derecha e izquierda, siendo así la federalización de facto del país una cesión a esta última. Pero lo cierto es que muchas otras cosas hubieran contentado más a esa amalgama ideológica de la no-derecha. Por ejemplo una jefatura del estado electa periódicamente o un laicismo pleno que alejara la influencia religiosa del espacio público y de las escuelas (y no, no es menor la relación de la izquierda con la iglesia). 

La búsqueda racional de la igualdad que hace el marxismo está en las antípodas de la búsqueda emocional de la diferencia y singularidad que hace el nacionalismo. (Aunque la insistencia en esta mezcla ha tenido un cocimiento desolador desde entonces). No, no se trataba de una cesión a la izquierda. Se trataba de una cesión al nacionalismo, a un quinto de la población, por cierto representado en unas élites bastante beatón-conservadoras. Sin olvidar que el espíritu de la transición elaboró además una ley electoral que tiene desde entonces secuestrada la verdadera voluntad popular en favor de ese quinto de la población.

Fue pues la cesión a unas élites por parte de una élite la que cocinó en una habitación la creación de “17 civilidades” sin un sólo amago de consulta directa al respecto. (Y no, el pueblo no votó sus referéndums de autonomía de manera honesta, votó a posteriori tener los derechos otorgados a vascos, catalanes y gallegos a priori sin una sola consulta directa sobre la estructura territorial del Estado).

Y así llegamos al día de hoy con esas 17 “civilidades”. Una huella profunda y sedimentada (diríase que hasta fosilizada) en la vida cotidiana de las personas, separadas entre sí por 17 agravios y desagravios comparativos diarios. Esa es la cara que se contempla del espíritu de la transición cuando se descubre la capucha… y al hacerlo perfila una amplia sonrisa. Sabe el espíritu de la transición que el Gobierno sigue honrando su memoria negando un referéndum directo sobre el modelo territorial y condicionando al país para satisfacer a un quinto-cuarto de la población.

“Patria”, y la ETA que no murió

“Aún vive”. Nunca olvidaré esa tarde de verano. Yo tenía catorce años y me entretenía en los alrededores de mi casa. Mi madre salió a la ventana y anunció la noticia. Como medio país, llevaba todo el día pendiente de la radio. A aquella hora de la tarde los dos tiros en la nuca con los que habían encontrado a Miguel Ángel Blanco en Guipúzcoa todavía no le habían matado.

En 2017, exactamente veinte años después, era yo quien le leía a Madre en la cama de un hospital las primeras líneas de “Patria”, la novela que hoy una plataforma internacional permite a un número de usuarios jamás imaginado acercarse al “conflicto” con el éxito que ya augurábamos sus lectores en un principio. 

Porque “Patria” tiene el mérito de ser una de las primeras obras que se permitió abordar la realidad de ETA después de su disolución intentando comprender la intrahistoria de un “conflicto” en el que algunos otros también han podido mirarse. Aunque ni esa novela, ni la realidad actual, ni la pasada, abordan aún el que -a mi juicio- sigue siendo el verdadero nudo gordiano que explica ETA y, en el fondo, los últimos cincuenta años de la historia de España. 

Medio siglo de convivencia colectiva se resume en dos palabras que se pelean como el manido cuadro de Goya, a garrotazos: JUSTIFICACIÓN / COMPRENSIÓN. Ambas españas confluyen hoy en lo injustificable de los asesinatos, pero una sigue comprendiendo el fin cuyo medio condena, y la otra sigue sin interesarse en observarlo y rebatirlo. Es una batalla ideológica de mucho más calado que ETA, su existencia y -me atrevo a decir- todos sus muertos. Porque mientras no haya una mirada frontal al fin que creó ETA, ni la convivencia se asienta sobre cimientos sólidos en tiempos de paz, ni la guerra dejará de ser nunca una amenaza y siempre habrá el temor de que alguien salte de la palabra a la pólvora. 

Y así pasan los días las denominadas izquierda y derecha, como el bolero, desesperando… La una exigiendo la condena de lo injustificable y dando por incomprensible lo que no tiene justificación (un fin que lleva a tales medios, es un fin equivocado sin más). Y la otra reprobando a la una el recuerdo constante de lo injustificable -como si el futuro sólo pasara por el olvido- y renunciando a cualquier debate intelectual que analice la comprensión que todavía otorga al “movimiento” (los medios eran tan reprobables como inalterables las verdades de los fines). 

O simplificando el trabalenguas: “no es necesario comprender lo que no se justifica” versus “una vez rechazada la violencia, todo lo demás se comprende”.

Y en esa trinchera donde alguien decidió que el pueblo vasco era un pueblo oprimido se quedó el frente del verdadero debate de fondo. Quien dice pueblo vasco dice muchos otros que en un momento dado sienten amenazada su cultura a manos de otra. El debate se extiende por todo el globo terráqueo y toda la historia de la humanidad, pero tan sólo en la Península Ibérica hay sobrados ejemplos de él. Hagamos el esfuerzo de detenernos en esta estación en la que ya nadie quiere bajarse, ni izquierda ni derecha. Sin alardes, conscientes de que otros por aquí anduvieron, porque no fuimos los primeros en abordar estos pensamientos… pero sobre todo porque no seamos los últimos.

En primer lugar ¿es lo mismo represión política que cultural? Los regímenes autoritarios limitan los derechos civiles y políticos de las personas, ya sea imponiendo un modo de vida (un modo de casarse, un modo de heredar, un modo de trabajar, un modo de cotizar, un modo de expresarse…) y en última instancia imponiendo un gobierno y perpetuándose en el poder, impidiendo con ello a sus ciudadanos presentarse a unas elecciones para representar al colectivo. Estas restricciones sin duda tienen efectos culturales, pero no son una represión cultural en si. 

España entera sufrió la represión política de una dictadura, sufrió las limitaciones a sus derechos civiles y libertades, pero no fue un ejercicio de un territorio contra otro, de una cultura contra otra. Cuando la dictadura terminó, esos mismos derechos y libertades emergieron en todo el conjunto. Pero aquí radica la principal divergencia todavía no superada por ninguna de las dos partes:

Aquella España que se sorprende de que ETA no acabara con la llegada de la democracia no ha querido comprender que la defensa ideológica de la cultura vasca es muy anterior al franquismo (incluso anterior al S.XX) y pasa por una primera etapa, de ensalzamiento, y una segunda, de victimización. Se llama nacionalismo y es más viejo que la tos. Como todo nacionalismo, es un sentimiento (no un pensamiento racional) y suele necesitar cariño, la ignorancia a sus sus señas de identidad sólo sube la fiebre de sus complejos…perdón, de su “conciencia colectiva”.

La otra españa, aquella que entiende que la lucha cultural también trasciende al franquismo, lleva anclada en el proceso de victimización sin cuestionarse una sola máxima de sus teorías. ¿Realmente está amenazada una cultura? ¿Realmente necesita defensa?

Y llegados a este punto, cuando las libertades políticas permiten a los ciudadanos presentarse a elecciones, casarse como quieran, heredar como quieran, trabajar donde y como quieran, expresarse como quieran..todo se resume finalmente a un factor: ¡La lengua!

Cuando el animal político no corre peligro de extinción, toda la lucha se condensa en hacer pervivir a la especie lingüística, en traspasarle toda la carga de la identidad de un pueblo (ojo, para otro debate queda este monopolio lingüístico de las identidades, como si una identidad fuese sólo su lengua, como si no compartiera España con América Latina una lengua y no pudiera ser más dispar en la identidad, o Portugal con Brasil…) 

Porque es legítimo pensar que una lengua necesita protección, aislamiento frente a la presión de otra, discriminación positiva… todo ello es legítimo, pero está lejos de ser la única postura posible, la única postura académica, la única postura “moderna”, “progresista”… y un largo etcétera de adjetivos que esta una, de las dos españas, gusta de colgarse en la pechera cual medallitas militares. 

Habemus en cambio otros, muy callados, fríos espectadores de esta batalla a garrotazos, que se nos ocurre afirmar que la verdadera cultura no necesita protección. No la cultura impostada, la exagerada que se da golpes de pecho para que alguien la mire al pasar, sino la cultura de las nanas de cuna, la cultura de los pucheros, del nombre de los guisos y de las enfermedades, de los tipos de lluvia, de los apodos, de los de broma y de los de amor, de la forma en que un abuelo llama a un nieto, y por supuesto del berrinche y del más soberano cabreo. De las palabrotas y las maldiciones. De una canción al oído y de lo que cantan los borrachos. 

Esa cultura no necesita protección. Pervivirá en cuanto sea útil a la sociedad que la utiliza y morirá cuando deje de serlo. Porque la lengua es y será siempre un medio de comunicación, no un fin. 

Parece mentira que un país con tanta riqueza lingüística ejerza con tanta obtusidad su comunicación y relaciones internas. Porque el problema vasco y otros similares, no es un problema de culturas, sino una falta de educación y un exceso de muchos, pero que muchos complejos. 

La obtusidad de los castellano parlantes en forma de resistencia o ignorancia hacia otras lenguas no es más que eso: ignorancia. Incapacidad, quizás fonética, quizás de voluntad, para interesarse por lo ajeno, por lo diferente…siquiera para respetarlo. Y ahí emerge el orgullo del monoglota que no es más que eso: complejo de inferioridad.

En la otra orilla la obtusidad de los euskera parlantes (catalán-gallego-etc…) en forma de resistencia a convivir con el castellano por el miedo a desaparecer como cultura. Un miedo infundado pues no es su cultura lo que desaparece, sino su especialidad, su forma de sentirse únicos, su regocijo en la diferencia. Su afirmación como ser… complejos, todo complejos. Complejos de ser chiquititos, complejos provincianos tan ocultos como los del castellano parlante. Tan obtusos que son capaces de hacer monoglotas a las generaciones venideras, o privarles del aprendizaje de toda una lengua, con tal de sentirse emocionalmente reconfortados en su pequeñez. 

Aquella media españa que comprende la “opresión cultural” quizás debiera detenerse un momento siquiera en reflexionar sobre la verdadera naturaleza de esa reivindicación. ¿Es racional? ¿No es excesivamente emocional? ¿Es moderno, es progresista alentar estos sentimientos adolescentes de falta de autoestima? ¿O acaso una autoestima equilibrada tiene tantas necesidades de afirmación? ¿Qué sociedad se construye cuando se utiliza la lengua como fin y no como medio?

Aquella tarde de verano de 1997 tuve por primera vez conciencia de lo que era ETA y de lo que significaba. Después, en el colegio de un país extranjero, escucharía a varios compañeros de clase justificar las acciones de la banda terrorista, más tarde viví tres años de mi formación universitaria con miedo a salir volando por los aires cada día que llegaba a la estación de autobuses (tantas veces destino final de furgonetas con explosivos felizmente interceptadas), y posteriormente en la vida varias discusiones me han llevado a rebatir la comprensión ideológica de la existencia de aquellos señores que ese día de verano de 1997 arrodillaron a un hombre en el campo y le dispararon dos tiros en la nuca.

Anécdotas. Daños colaterales. Una referencia humana innecesaria, emocional y chantajista, para aquellos que justifican y/o ¡comprenden! el terrorismo de ETA. Porque en esas dos palabras está escondido medio siglo ideológico, si no más. Justificación y comprensión. La justificación de ETA quizás murió con Miguel Ángel Blanco. La comprensión de ETA ni ha muerto, ni tiene un mísero resfriado.

Gane quien gane, ahora serán unos ignorantes

Escucho a las cinco de la mañana a un comentarista de las elecciones estadounidenses manifestar su asombro por la tendencia del resultado. “No comprendo cómo en una sociedad de las más informadas del mundo sus votantes puedan ser tan ¡ignorantes!” Este comentarista, pro Biden no cabía en sí de contrariedad, y hacía una pausa para tomar aliento en el “tan…” para expeler con todo un silabeo catártico y enfurecido la palabra “ignorantes”.
Habiendo nacido y crecido en la era política de la progresía conozco bien esta reacción que atribuye las victorias propias al avance de la sociedad y al avance de la ignorancia las ajenas.. Para la progresía, el mismo pueblo que un día se convence de las virtudes del “progreso” que ellos proponen cuando les otorgan los votos, es una turba de ignorantes necesitados de mejorar su educación y formación cuando se los retiran. Si gana la progresía, gana la democracia, si ganan los denominados conservadores (o pero aún, liberales) gana el populismo, las tinieblas y la falta de educación.


En muchas ocasiones de mi vida he intentado explicar -sin éxito- a varios autodenominados progresistas lo que yo defino como “la grandeza antropológica de aceptar las decisiones contrarias”. Pero digo sin éxito porque su refinada educación me da continuas muestras de no entenderlo (no ya de compartirlo, sino siquiera de entenderlo).

Por eso, cuando Pedro Sanchez ganó por segunda vez en mi país yo atribuí a sus votantes un deseo de respaldar muchas cosas: En primer lugar respaldar el comercio con los comerciantes catalanes, que intercambian blufs de independencia por diferencias presupuestarias, diferencias fiscales, diferencias de servicos, educativas…diferencias entre ciudadanos en resumen. En segundo lugar, la voluntad de respaldar un estado federal de facto profundamente asimétrico, la tuerca más pasada de rosca posible del desequilibrio ya creado en la Constitución del 78. Tambien les atribuí la voluntad de ser gobernados por un maquiavelo macabro que ya había dado muestras de su manoseo de los valores clásicos, de la coherencia mínima exigible para quien dice una cosa y su contraria en veinticuatro horas. Entendí que no les resultaba trascendente un tiranillo de tres al cuarto que declaraba secretos de estado sus viajes con fondos públicos para acudir a un concierto en el levante o a la boda de un cuñado en la Rioja. Ni su tesis, ni sus incoherencias, ni el mensaje internacional que asumía la necesidad de un relator para tratar los derechos humanos como si España fuese Sudán del Sur, ni el manoseo en la television pública, ni la ocultación de la sentencia de los ERE hasta después de las elecciones…. Ni nada de todo eso les resultaba transcendente para retirarle el apoyo a este tiranillo de cuatro caminos.
Pero mi estupefacción concluía siempre en una reflexión, coloquialmente expresada en “a sus votantes les va la marcha”. O dicho de otro modo, hay una convicción maquiavélica consciente y tranquila con estas formas. Este autoritarismo chuleta de asumir con descaro las incoherencias y las falsedades de quien predica ser representante del pro-gre-so es simplemente la convicción de que el progreso pasa por asimilar a un maquiavelo tarado de esas características.

Pero no era “ignorante” la palabra que yo reservaba para sus votantes. Al contrario, tremendamente conscientes y convencidos de un modelo de ser y de actuar en política, de un modelo de país, de un modelo de gestión, y finalmente de un modelo de liderazgo. Conscientes hasta el tuétano. Era mi tarea asimilar a la mayoría de mis conciudadanos, sin renunciar a la crítica, pero mirando de frente y reconociendo la victoria de su escala de valores. La tristeza que supone asimilar que el progreso pasa para muchos por tolerar a un tirano así tiene unas dimensiones profundas, hondas y desoladoras.

Sin embargo, criticar y rebatir una escala de valores es una posición muy distinta a resumir en “ignorantes” al que piensa y vota diferente. Es una tarea pendiente de la autodenominada para acercarse a ser la verdadera. Por autodenominada me refiero a la izquierda o la progresía, porque el verdadero progreso sólo pasa por la comprensión de por qué suceden las cosas, no por la descalificación fácil y rápida de lo incomprendido. La verdadera izquierda se basa en la promoción de un respeto a los resultados de votantes y ciudadanos, y en todo caso en técnicas de persuasión argumentativa, no de descalificación emocional burda, hiriente y ramplona.

Diríase que es hasta una posición filosófica en la vida, allá donde el homo sapiens se saPe diferente a su macaco hermano, y lo asimila con curiosidad… con respeto… o con rechazo. Ahora que la izquierda se ha vuelto tan emocional y fofinha en las formas le falta también una reflexión sobre esta posición filosófica ante la vida y los votantes de otras opciones.

Los votantes del señor Trump por doble ocasión consecutiva, venzan o no las elecciones, serán la mitad de la población, como los de Sánchez, y nos hablan de sus preferencias económicas, de otra política exterior… de opciones que la educada izquierda debería rebatir…pero respetar…

…al fin y al cabo, para respetarse a si misma.

Impuestos y polvorones, otro fracaso de la democracia representativa

Los impuestos son como una cesta de navidad, o la tomas al completo, o sólo te cabe la estigmatización al lado oscuro de la fuerza. Impuestos sí, impuestos no, una simplificación eterna y ramplona, practicada mayoritariamente por los partidarios del “sí”, esos tiranos de las lentejas que sólo saben ver en la crítica al sistema fiscal insolidaridad y egoísmo.

Siendo cierto que la palabra “tiranía” es un exceso del que se abusa muy a menudo, no es menos cierto que estos representantes parlamentarios tienen cada vez más asimilado que la elecciones, esa “delegación en las decisiones” depositada en las urnas cada cuatro años por los ciudadanos, es un cheque en blanco para hacer lo que quieran. Un cheque en blanco cada vez más amplio… cada vez más impunemente voluble…cada vez más impositivo… cada vez más contradictorio…cada vez más cínico… cada vez mas “tirano”.

La tiranía está tan asimilada por la sociedad (electos y electores) que resulta laborioso y llevadero plantear -siquiera plantear- la posibilidad de que los ciudadanos seleccionen sus impuestos de forma directa.

Resulta complicado por varios motivos. El principal es porque los partidarios del “sí” (en la diatriba impuestos sí, impuestos no) viven cómodos simplificando la decisión, sí o no, y catalogando de egoísta e insolidario a aquellos que responden “no”, o “sí, pero”, o “no, aunque…” Pero sobre todo, han creado un mundo de personas válidas e inválidas, un mundo excluyente intelectualmente, donde ellos son los buenos y los “democráticos”… y tienen serios problemas con asimilar los posibles resultados de una votación directa en materia de impuestos.

El jefe que domina la cesta de navidad tiene miedo a saber que si los empleados tuviesen otra opción además de elegir “cesta sí” o “cesta no”, quizás escogerían sólo el salchichón. Lleva muchos años recibiendo sonrisas y arrumacos agradecidos por el delicioso fuet sin saber -y sin importarle- dónde terminan los polvorones.

O dicho de una manera más clara, es cierto que una elección directa de los impuestos podría revelar que la sociedad descarta mayoritariamente reservar una partida económica para mejorar las condiciones de una minoría necesitada, para mantener y ampliar la red de comunicaciones, incluso para las pensiones… y quién sabe si hasta para la educación o sanidad. Pero el país derivado de esa elección no podría ser más democrático, sería un claro reflejo de su gente, de su población. A lo mejor no tendría trenes de alta velocidad ni infraestructuras decentes, a lo mejor sus ciudadanos votaban sólo pagar impuestos para la sanidad, educación y pensiones y se iban al garete muchas partidas…

Pudieran ocurrir injusticias y desajustes. Seguramente ocurrirían. Pero se dejarían atrás nocivas realidades de culpas, impotencias, rechazo al prójimo y al sistema. Ya no cabrían las iras de preguntarse “¿¡dónde van mis impuestos!?”, ni las culpas a los parlamentarios de éste o el otro partido que han “impuesto” (valga la redundancia) tal o cual medida que nos arruina económicamente por la subida fiscal o nos deja sin servicios públicos por su (neo)liberalismo..… Todas las conversaciones que hoy en día se mantienen sobre los impuestos están viciadas por la naturaleza del sistema representativo.

¿Pero no vamos a estar votándolo todo?, arguye siempre la resistencia a cualquier planteamiento o fórmula de democracia directa. Una reflexión no exenta de razón pero facilísima de resolver en el caso de los impuestos. Los ciudadanos ya eligen anualmente en la declaración de la renta lo que hacer con la parte de su dinero excedente de este vasallaje medieval público. Poner una lista con varias casillas a seleccionar (sanidad, educación, pensiones, comunicaciones, Ejército, religión, dependencia, subsidios….) no sólo no obligaría a ningún ciudadano a gastar ni un día más de su agenda en una decisión colectiva, sino que la cesta de navidad sería anualmente electa por sus consumidores, en lugar de cada cuatro años, multiplicando así la legitimidad democrática del destino del dinero público.

Mientras tanto, mientras los partidarios del “sí” y del “no” a los impuestos sigan entretenidos en engrosar las filas de la resistencia a la democracia directa… feliz navidad, tengan cuidado con los polvorones, no se vayan a atragantar.

Ya quisiera Psoemos ser comunista

Una de las iniciativas más loables de la historia contemporánea es el concepto del pleno empleo público introducido por el comunismo. La idea de que el Estado idee y otorgue al 100% de la población activa un trabajo con el que mantenerse de manera digna es una de las contribuciones más loables a la igualdad perseguida desde hace ya algunos siglos.

Iniciativa loable y tierna. El planteamiento comunista sería loable solamente, sino fuera por la ternura que inspira comprender que para su ejecución el ser humano debería despojarse de la creatividad, innovación, competitividad, conservación y libre albedrío intrínseco a los mamíferos desde hace una millonada de años.

Resulta algo inevitable que todas las generaciones reciban y transmitan una doctrina. Todos somos víctimas de un proselitismo que impregna tantas facetas de nuestra realidad desde la infancia que resulta muy difícil desapegarse de él. Así, para mi generación, que creció sobre la base de la palabra «igualdad», el mito del pleno empleo público sigue siendo un paradigma de éxtasis supremo.

Hago una breve pausa en el tema de las generaciones y sus adoctrinamientos involuntarios para contextualizarme en una deriva inevitable. El ejemplo más claro a mis ojos es el de mi generación anterior: la influencia del nacionalismo franquista y salazarista tuvo tal magnitud que resulta chocante ver a socialistas ibéricos responder tan emocionalmente a la alusión a la patria. (Emocionalmente en ambos sentidos, o España es una mierda o no se toca).

Para una generación, la mía, educada por socialistas (marxistas, socialdemócratas o el frente popular de judea…), destetada con la igualdad de los pueblos más allá de sus fronteras… «raza, sexo o religión»… siempre han resultado algo chirriantes estas expresiones de la primera persona, herederas del franquismo/salazarismo, que formulan frases a partir del «nosotros/nós».

Son sutilezas del lenguaje que revelan como un negativo fotográfico «la leche que nos dieron». No es lo mismo decir «la corona española llegó a América empezando un proceso de colonización y globalización como otros anteriores y posteriores de la historia» que «nosotros conquistamos América y en nuestro imperio nunca se ponía el sol» o «nós démos a volta e luzes ao mundo»… A cuántos socialistas ibéricos he visto emocionarse en estas formulaciones…

Pero de igual manera, mi generación se emociona con ecuaciones que ronden la palabra «igualdad» y se estruja y devana los sesos en aquella cosa llamada «coherencia» buscando el sistema más puro, promovido también en la -bendita- leche que mamamos de la anterior. Y así, desconozco de qué nos acusará la generación venidera, pero sospecho que sentirá cuadrarse los bellos del cogote al son de la palabra «constructivo»…

Sobre esta premisa resultan inexplicables dos tendencias actuales muy marcadas: la de unos de llamar comunistas con intención agraviosa a los otros, y la de éstos últimos a considerarse algún tipo aproximado de representante de la igualdad anhelada.

A grandes rasgos ser comunista tiene tres vertientes: las formas (autoritarias), la internacionalización (igualdad de derechos y deberes de todos los pueblos) y la economía (igualdad de riqueza). Psoemos, ni es internacionalista (sino un grotesco ejercicio de lo contrario); ni puede competir en formas con el estalinismo más duro (aunque la faceta autoritaria sea la más desarrollada en este grupo de hooligans chuleta que nos gobierna); ni mucho menos puede presumir de coherencia igualitaria en el ámbito económico.

Porque si hay algo que desencaja más a un socialdemócrata ibérico es que le digas que no promueve la igualdad económica, es más, que alimenta el ejercicio contrario. Ahí sí se cae el tinglado o, en un castizo portugués, “a barraca abana demáis”.

Para ser comunista Psoemos debería aspirar a alcanzar el pleno empleo del 100% de los trabajadores en activo y no velar por mejorar las condiciones de menos del 20% de los trabajadores de todo el país. Es una realidad empírica que cada llegada al gobierno de un partido sociademócrata español (en el que incluyo a Podemos) va precedida de una campaña en pro de los funcionarios y del sistema público, de una demonización del privado y de una ignorancia absoluta a la mayoría laboral del país.

Se llama sistema Keynesiano, y de comunista no tiene nada. Un sistema que nace para hacer convivir lo público y lo privado, y en el que nada desde hace décadas toda la autodenominada izquierda española. Ya quisiera Psoemos ser comunista. Incapaces de promover una gestión eficiente del sistema público, ocultan su miserable planteamiento de puestos vitalicios en la demonización del privado. Qué bueno es siempre que haya alguien a quien echarle la culpa de nuestras carencias. Personalmente lo de los puestos vitalicios a mí sólo me puede recordar a validos de la edad media, funcionarios del sistema imperial chino o sacerdotes practicantes de alguna barrabasada en el cuerpo humano de algún pecador de la pirámide…

Hay que tener mucho descaro («descaramento» en portugués queda mejor») para ejecutar un sistema mixto, hacerlo tan mal en ambas vertientes publico y privada, y encima presentarse como una suerte de justiciero social del antifaz.
Y estos payasos diabólicos de la igualdad (detrás de la careta no hay nada) que sofocan a impuestos a la mayoría de los obreros (bendito diezmo medieval ante estos chupópteros keynesianos que te sustraen más de un tercio) para después paliar en subvenciones las heridas mortales que dejan, todavía creen que su igualdad económica tiene alguna pinza que los sostenga en el tendedero de la coherencia. Ya quisiera Psoemos ser comunista.

Nostalgias del comunismo, del «mero mero»

Andaba yo preguntándome qué diría la tercera internacional si levantara la cabeza y viera el comunismo adolescente que se practica en el S.XXI, cuando ha tenido que venir el ejército zapatista a recordarme que no ha muerto, que todavía queda algo del de a deverás, como dicen por allá del «mero mero».

Sin profundizar en los detalles de la primera, la segunda y la tercera internacional, e incluso todos los concilios posteriores (con ese término, concilio, porque el comunismo se asemeja mucho a la iglesia en sus cumbres doctrinarias, defensas y escisiones de la fe…) había convenido yo que esta ideología buscaba el verdadero hombre nuevo, que había de ser igual a sus semejantes hasta el infinito y más allá, sin límites y sin fronteras.

Pero claro, un planteamiento tan ambicioso tiene siempre dos caras: la amable de los derechos (al trabajo universal, al sustento universal, al acceso a la cultura, educación, sanidad universales…), pero también las obligaciones, que suelen tener que ver con la igualdad legal, la igualdad en la contribución a las necesidades del Estado… y con frecuencia el sometimiento a un mando único o dirección final que controla los posibles desmanes de esa búsqueda de la igualdad.

Fue por aquel entonces cuando el comunismo se volvió imperialista («internacionalista» según su jerga), en el mejor sentido de la palabra, que resume aquellas iniciativas en la historia de la humanidad que pretenden unificar legalmente un grupo cada vez más amplio y cada vez más creciente de ciudadanos. Desde Genghis Khan, a la Unión Europea, pasando por el imperio Romano, la ley de indias española, Napoleón, la Commonwealth… y la Unión Soviética.

Con todos los matices de los éxitos y fracasos de tan variados intentos de cristalizar una uniformidad legal, fiscal y política, el comunismo era a priori incompatible con el ejercicio de la singularidad. De la diferencia. De la excepción. El hombre nuevo que tiende hacia la igualdad plena no puede estar sometido a una mayor o menor carga fiscal si pasa una frontera, sus delitos no pueden estar penados de forma radicalmente distinta si cruza un rio, los servicios públicos a los que tiene acceso no pueden mermarse o multiplicarse en función de las prioridades de un gobierno local, la educación que recibe no puede variar a este o el otro lado del muro…

En definitiva, el comunismo es radicalmente opuesto al nacionalismo.

Pero en algún momento se jodió el Perú. Y en algún cisma doctrinario que me perdí, los comunistas se rindieron a las pasiones nacionalistas del siglo diecinueve y entraron en el veintiuno convertidos en los más singulares defensores de la más remota diferencia. La carne es débil y la emoción identitaria es, como su nombre indica, eso: muy emocionante.
Y así fue como el comunismo retrocedió en racionalidad y madurez y se convirtió en un adolescente inseguro ante un espejo, incapaz de relacionarse con los demás si no es jaleado y mil veces reforzado en su singularidad. Este niño imberbe de mil complejos, sólo sale a la calle bajo una premisa muy burguesa: ser especial, en vez de ser uno más.
Los ejemplos son múltiples y variados. Yo creía que incluso exclusivos, porque miro a mi alrededor y no veo a ningún comunista que no defienda una frontera medieval, una escisión de un todo, un ensalzamiento del día en que tuvimos/tengamos una frontera propia, unos impuestos propios, una ley propia, unos servicios propios..

Yo creía que no quedaban mohicanos de la tercera internacional cuando ha venido el ejército zapatista a sacarle los colores al adolescente López…¡y Obrador! Porque el adolescente López tiene hasta un segundo apellido imperialista.

Anda el adolescente López empeñado en fiar su supervivencia política a la lucha contra un imperio que ya no existe (y que cuando existió, no sólo le dio sus apellidos, sino toda la estructura desde la que hoy reclama el reconocimiento a la belleza de sus granos frente al espejo).

No sólo elude la responsabilidad individual de un pueblo que lleva más de 200 años siendo dueño de su destino (hay que ver, con lo que hizo Lenin en un momento), sino que realmente se considera portavoz de toda la sociedad mexicana cuando culpa de sus fracasos a una civilización anterior.

Toda la desigualdad económica y social de México se debe al mantenimiento de las jerarquías coloniales occidentales…. Alma cándida. Cómo disfrutaría yo viendo al adolescente López ascender en la escala social del azteca Cuauhtémoc.
Me había desilusionado de que el adolescente López y sus acólitos salieran del espejo, bajaran a la calle y se metieran al vagón del metro de la historia de la humanidad, donde quien más y quien menos ha sido colonizado por alguien (¡vivan los romanos!). Pero me chirriaba tan sólo un detalle de esa «autohistoria», que por otro lado todo el mundo tiene derecho a contarse mientras deje en paz a los demás.

Un pequeño detalle resumido en una imagen: ¿realmente aquella indígena que vende sus artesanías para sobrevivir en un puesto callejero achaca sus dificultades para llegar a fin de mes al imperio español? ¿Si tu hablas con ella y te cuenta de sus anhelos y luchas de supervivencia, te dirá que finalmente el señor López ha dado con la clave de su existencia, y es voz de su alma y corazón oprimidos?

¿O es el señor López voz de un alma muy occidentalizada, heredera de ese cisma comunista que me perdí donde se jodió el Perú?

Me quedaba esa duda, y jamás pensé que viniera el ejército zapatista de liberación a resolvérmela.

https://www.abc.es/internacional/abci-ezln-no-cree-espana-deba-disculparse-conquista-como-exige-lopez-obrador-202010061757_noticia.html?fbclid=IwAR3zK36DIz3OVrOekqV0lHDtNqObevU2GVYrEBSFYO0Unl9Jz8TL-wWm5Po

EL CGPJ, la verdadera pregunta

¿Debe la sociedad participar en la elección de los jueces? ¿Y de ser así cómo hacerlo? Éste es el verdadero dilema y discusión de fondo que pudiera el país estar abordando en lugar de entretenerse en menores y más bélicos menesteres.


La actual iniciativa del gobierno de reformar la fórmula de elección del Consejo General del Poder Judicial es sólo un capítulo de un alargado problema en la política nacional. Pero, abordemos primero una reflexión previa: ¿debe la justicia elegirse a si misma o es lícito que la sociedad participe en la elección del órgano que rige el poder judicial? Es….¿más democrática? … una sociedad que elige a sus jueces o menos.

Tremendo dilema para el que seguro habrá sesudos desarrollos académicos, pero al que pudiéramos intentar acercarnos con tan sólo dos miradas históricas: la separación de poderes de Montesquieu y la elección de magistrados en el imperio romano.

Sin ahuyentar al lector, convengamos en que la separación de poderes derivada de la Revolución Francesa ha marcado nuestra era moderna. Se da por hecho que poder legislativo, ejecutivo y judicial deben ser independientes unos de otros, sin intervenciones… ¿Pero deben ser independientes de la sociedad?

Porque resulta una máxima contemporánea que el poder ejecutivo y el legislativo se eligen en las urnas cada cuatro años. ¿Pero cómo participa la sociedad en la elección del sistema judicial? ¿Debe hacerlo?

Y aquí pudiéramos recordar al complejo sistema judicial romano, del que derivan todas nuestras estructuras, y aquellos ciudadanos que impartían justicia en un colectivo, previamente electos por éste… Que la persona encargada de impartir justicia tenga una legitimidad que nace de sus «impartidos», ni es nuevo, ni es una aberración.

Normalmente estas tendencias de disparar a matar a los errores del sistema, sin pausa y sin piedad, suelen olvidar que alguien los creó por algún motivo. Y aunque la conclusión final sea la misma -que está equivocado- resulta útil y constructivo intentar comprender las razones que lo motivaron.

¿Es equivocado que los ciudadanos participen en la elección de sus jueces? ¿O simplemente es equivocado que esa participación se haga a través del «invento este» de la democracia representativa?

La justicia, que por algo es uno de los tres poderes, es una convención cultural e histórica de un momento puntual en una sociedad. Las leyes que valen en unas décadas o siglos, se modifican según esa sociedad quiere. Los criterios, las sensibilidades en la impartición de justicia son un reflejo de la sociedad. La justicia no es un ente abstracto, natural y puro… es una convención cultural. Tanto en su elaboración (de leyes en el legislativo) como en su ejecución (de impartición por el judicial). No se trata de elegir a los médicos, a un órgano de funcionarios, se trata de elegir a los representantes de la ciudadanía en la evaluación y castigo de las acciones de los ciudadanos.

¿Cómo conseguir que la ciudadanía esté representada en un órgano de cuya gestión jamás participa, al contrario de como hace en la elección del poder legislativo y ejecutivo? ¿Debe el poder judicial ser plenamente independiente o debe tener un «Consejo General» que represente de alguna manera a la ciudadanía?

La pregunta es compleja. Pero desde luego, parece una evidencia que la presencia de la ciudadanía a través de una democracia representativa, no directa, es un invento muy muy fracasado.


Una vez más, un tema nos aboca a los vicios y perversiones de la democracia representativa. Y una vez más desde aquí el más entristecido recuerdo y reprobación a todas las fuerzas de la sociedad siempre tan reticentes a inventar fórmulas de participación más directa.

La actitud actual del gobierno de retirar la mayoría de 2/3 en la elección del CGPJ es sólo un ejemplo más del caudillismo autoritario al que puede llegar la democracia representativa, en este caso disminuyendo la representación de la sociedad en el funcionamiento de su sistema de justicia. La hipocresía de saber que el actual gobierno se considera a si mismo defensor máximo de la democracia adquiere ya un cariz que ni mencionarse debiera… Señores del gobierno: o independencia absoluta o representación máxima. Ese es el verdadero dilema. Hagan ustedes el favor.