Yo soy una baby 82, nací un mes después de la victoria electoral que hoy cumple su cuadragésimo aniversario y que representa al verdadero régimen vigente en este país, que tanto habla del régimen del 78 y del franquista, eludiendo al que de verdad domina los designios de esta sociedad. Así que hoy, cual «florido pensil» -una lectura bien conocida por los adeptos del régimen- voy a desgranar lo que es ser una baby 82.
El régimen del 82 es el régimen más incoherente que ha tenido la historia de España, pero eso, claro, tardamos tiempo en descubrirlo (y la mayoría todavía no se ha caído del guindo). De modo que uno nacía en el régimen del 82 y junto a los primeros dientes, los primeros pasos y las primeras cacas sin pañal, se iba familiarizando con las palabras del movimiento a lo largo de su crecimiento.
La primera y más importante fue DEMOCRACIA. Para una baby 82 como yo, la democracia estaba en todas partes. Era omnipresente y omnipotente, de modo que mi primer encontronazo con el régimen se produjo por las risas que tuve que soportar cuando canté el «sombrero cordobés» a cuyas alas le atribuí conservar «por la democracia, el beso de una mujer». Quienes conozcan la letra sabrán que la canción original decía «sombrero de mi querer, conservas bordAo con gracia, el beso de una mujer». Mi consumo insaciable de cassetes de gasolinera me había puesto en contacto por primera vez con el andaluz, una «lengua» poco vocalizada que yo practicaba en un ejercicio prohibido, pues en el régimen del 82 escuchar copla era más pecado que los tocamientos adolescentes del régimen anterior. De modo que mi mente ya adoctrinada en que todo lo que terminase en «acia» tuviera que ser democracia, no entendió las risas que provoqué en mis oyentes. Atribuirle la capacidad de conservar el beso de una mujer era pecata minuta para una democracia que todo lo podía.
Tardé años en comprender que la democracia no consistía para el régimen en una elección, sino en que siempre ganaran los buenos, porque en algún momento de mi adoctrinamiento me topé con la debacle de la posibilidad de que ganaran lo malos, cuya victoria venía a poner en riesgo a la mismísima democracia…
Otro concepto que aprendí muy al principio fue GREGARISMO. Era una palabra recurrente en la escuela para que los maestros censuraran nuestro mal comportamiento colectivo. En vez de acusarnos de ser malos, mal educados, desconsiderados, irrespetuosos, egoístas, vándalos, etcétera, etcétera, muchos sentían la necesidad de asustarnos a golpe de «¡no seáis gregarios!». Y así fuimos descubriendo que gregario era aquella oveja que balaba porque lo hacían las demás. El concepto no era fácil, pero me empezó a quedar claro hacia los nueve años cuando los niños del patio montaron una manifestación al lema de «todos contra Puri». Puri era una maestra que se había hecho cargo de la organización del comedor escolar, y se había inventado un sistema un tanto extraño de mesas lideradas por niños que vigilaban que los demás se comieran la sopa. A día de hoy no sabría decir si las centurias estas que se inventó la Puri para que desfiláramos por el comedor tenían más tintes de un sistema comunista o fascista, pero el caso es que allí había unos centuriones rotativos vigilantes de la correcta ingestión de sus camaradas. A mí el sistema me traía sin cuidado, porque yo iba al comedor a comer, y ningún sistema me impedía tal propósito. Pero aquella tarde, en aquel patio revolucionado, cuyos juegos se vieron de pronto interrumpidos a gritos de «todos contra Puri» comprendí por primera vez lo que era el gregarismo. Cada vez había más niños a grito pelado y al final la pobre Puri se subió a un banco llorando al estilo Evita y ya no recuerdo más del drama porque a mí me dio mucha pena y me fui. La protesta, además, era cruel, no pedía «queremos comer en libertad» o «no mires mi sopa y cómete la tuya»… No. Era todos contra Puri. Pero la dicotomía entre el personalismo y la pedagogía eran conceptos todavía muy lejanos para mí.
El régimen también me hizo comprender con el tiempo que el gregarismo era la forma de explicar por qué tantas personas habían seguido a otros regímenes y a otras ideas a lo largo de la historia, muy en especial la reciente del S.XX. En realidad la maldad no tenía cabida para el régimen del 82, que consideraba al hombre bueno, de modo que haberlo convertido en un ser recalcitrantemente malo sólo podía deberse a un ejercicio de gregarismo. Ahí es cuando entendí que el gregarismo sólo era de derechas, porque la gente de izquierdas no era gregaria jamás…
A esta comprensión me ayudó un tercer concepto, ya más avanzada la escuela: ESPÍRITU CRÍTICO. El espíritu crítico era algo así como la poción mágica de Astérix, el único elemento capaz de convertirnos en adultos de verdad. Uno debía temer no tener espíritu crítico más que a una enfermedad congénita. Era la única cura contra todos los males: el gregarismo, la falta de democracia, la pedagogía, la justicia… Pero claro, en aquellas tiernas edades el régimen nos enseñaba que el espíritu crítico era como una especie de rebeldía. Una iniciación a la edad adulta. Había que perder la virginidad intelectual y rebelarse contra la masa, a ser posible, con graves consecuencias. Sócrates o Galileo eran héroes del espíritu crítico cuyo comportamiento merecía veneración curso tras curso. Ya en la historia más contemporánea, los héroes del espíritu crítico tenían nombres de víctimas de la guerra civil española o de la mundial, pero siempre de un mismo bando. No había sorprendentemente víctimas del comunismo en el espíritu crítico que a mis oídos llegaba.
Tardé mucho, mucho en comprender, que el régimen sólo contemplaba el espíritu crítico contra aquellos malos, que ponían en riesgo la democracia, aquejados de la terrible peste negra del gregarismo. El espíritu crítico no estaba destinado para criticar a la izquierda… Por eso mi bautismo en espíritu crítico me llegó de sopetón, allá por los 13 años, sin casi enterarme, en forma de una inminente decisión que tomar en cuestión de segundos sobre firmar o no una carta contra un profesor de literatura que había tenido la osadía al parecer de evaluar negativamente en el primer trimestre a la clase, prácticamente al completo, por sus lagunas -reales- en comprensión lectora y oyente del castellano. Es cierto que el examen había sido difícil, sólo aprobado por tres personas, y que yo había sacado un «notable un tanto escaso», en palabras del profesor, que había herido un poco mi orgullo. Pero jamás se me pasó por la cabeza quejarme porque en la escuela se me exigiera de más. Y mucho menos en un primer trimestre, habiendo posibilidad de recuperación. Mi negativa a firmar la susodicha carta -signada por todos los demás- fue rotunda. Y ése es el primer recuerdo que tengo del espíritu crítico. Lo que no sospechaba yo es que el régimen ya entonces me indicaba que el espíritu crítico no estaba destinado para apoyar a aquellos profesores que coincidentemente no acostumbraban a llenar sus clases de palabras como «gregarismo», «democracia», «espíritu crítico», etcétera, y se limitaban a dar su materia, algunos con peor, y otros con gran diligencia…
La siguiente palabra, muy unida al espíritu crítico, que el régimen me enseñó fue EDUCACIÓN. La educación era algo así como el paracetamol del mundo. Mejor dicho la penicilina. Todos los males que aquejaban al planeta se debían a una falta de educación. Y además, lo explicaba todo, casi de manera científica, como un bacilo que generase anticuerpos contra una enfermedad. El gregarismo, la falta de espíritu crítico se debían a la falta de educación. Hasta la mismísima democracia necesitaba educación para desarrollarse. La educación nos pulía, pero no era un ejercicio burgués de refinamiento personal, era la fórmula de explicarnos por qué algún cazurro cometía algún acto incívico, y por supuesto, por qué su ausencia era campo abonado para las dictaduras. Confieso que la educación fue uno de los conceptos que más interiormente tocó mi alma. Por eso me sorprendía siempre presenciar todas las conversaciones que alrededor de una mesa iniciaban los educadores a los que tuve la fortuna de tener acceso. Siempre, con las primeras aceitunas del aperitivo, alguien decía: «¿Habéis visto lo que ha dicho el hijoputa de fulano?».
Lejos de ser una anécdota de un gremio reducido, el contacto que posteriormente tuve con otros educadores de la sociedad -los periodistas- me confirmó que la frase iniciaba también gran parte de sus sobremesas. Y así, experimentando una especie de deja vu en la edad adulta cuando confirmé esta coincidencia, comprendí entonces que la frase (¡y actitud!) debía ser un lema del régimen para ejercitar a sus huestes en esa penicilina social…
La COHERENCIA -a pesar de un diccionario que bien pudiera hacerse del régimen- cierra el círculo de esta exposición sobre el «movimiento». La coherencia venía a ser una suerte de corazón púrpura, de insignia militar al mérito en la aplicación de las anteriores (democracia, espíritu crítico, educación…) Había que aspirar a ser coherente en la vida, en la personal y en todos los planteamientos ideológicos. Pero la misma formulación llevaba inscrita su pecado. Resultó ser que la coherencia era algo dificilísimo de alcanzar y poco más que todo lo anterior podía incumplirse con unos cuantas avemarías. Mejor dicho, golpes de pecho, algo ligeramente más laico. Unos cuantos mea culpas por falta de coherencia nos permitían nadar en un movimiento que había ideado un castillo mental perfecto: sus grietas jamás ponían en jaque la estructura, se tapaban con una poca argamasilla de incoherencia humana y todo seguía igual de reluciente.
Y así es como el régimen se hizo de todo, social, económica y políticamente. En primer lugar se hizo monárquico. Porque la «democracia» consistía en elegir a los representantes, pero no había que ser más papista que el papa. De modo que aceptó que la jefatura del Estado no fuera electa con toda naturalidad. Al fin y al cabo, reclamar lo contrario, la república (la verdadera, no aquella donde no cabe la victoria del adversario) era un ejercicio de coherencia de cuatro presumidos que querían colgarse medallas en la pechera… El «gregarismo» empleado por el partido comunista para censurar a sus militantes republicanos fue otro ejemplo más de que al régimen le corría la incoherencia por las venas, ya en los inicios, como un colesterol asumido.
Después aceptó y fomentó el autonomismo, un curioso ejercicio de justicia social que ha bailado hasta el día de hoy un eterno vals con la incoherencia creando ciudadanos expuestos a diferentes leyes, a diferentes impuestos, a diferentes servicios…
El mayor ejercicio de «educación» social que construyó el régimen vino de la mano del personalismo más «gregario». El felipismo fue todo un fenómeno que arrasó el país y le meció en el seno de la pérdida de «espíritu crítico» que ha llegado hasta hoy en día. España ha sido de todo, juancarlisa, felipista y ahora sanchista, en una deliberada y fatal renuncia a la «pedagogía» ( otro concepto para la segunda parte del diccionario).
El concepto de «democracia» que el régimen tenía -y tiene- viene ilustrado de la mano de su resistencia a la dimisión. El drama que asoló al movimiento con la derrota de González en el 96 vino a ser algo así como las lágrimas de la multitud que coparon la plaza de oriente en el entierro del líder del régimen anterior. La huelga general sin precedentes contemporáneos no era suficiente para sobreponerse al sofocón de la posibilidad de victoria del sector conservador. Pero el ejercicio de incoherencia más memorable de la época -además del caso Roldán- se produjo con los GAL. El incorrecto (y dramático) comportamiento de los representantes del Estado, incompatible con la «democracia» y la justicia, de pronto se convirtió para el movimiento en un ejercicio de maldad y hundimiento personal de los enemigos del gran líder. Como anécdota, el juez protagonista del caso simboliza a la perfección cómo el movimiento transita de villanos a héroes con alegría e incoherencia sonrojante en función de la conveniencia del momento.
Desde el punto de vista cultural el régimen ha mostrado una faceta de incoherencia feroz censurando a determinados artistas por sus teóricas inclinaciones políticas. La «educación» que debe llevar a apreciar la búsqueda de belleza, de virtuosismo en sus miles de formas, ni que hablar de la libre expresión… no ha sido suficiente para que el movimiento dejara de segmentar a la cultura con la misma o mayor dureza con la que ha segmentado a la sociedad.
Desde el punto de vista económico la incoherencia del régimen da para un capítulo aparte. Sobre la base de la justicia social ideó un sistema de funcionarios vitalicios que permitía aplicar toda su teoría del trabajador y ciudadano ideal al 30% de la población que tales plazas ocupa. Pero la incoherencia más palpable no es la de las grandes ideologías, sino la de las pequeñas prácticas individuales. El circo de equilibrismo verbal de los seguidores del movimiento para justificar su anhelo personal por la riqueza es digno de verse. Teorías hay muchas, pero todos aspiran a una casa mejor. Y cuando mejor, mejor. Nadie renuncia a ninguna de sus propiedades para construir una sociedad mundial equilibrada. Pero esa incoherencia, de nuevo, nunca pone en jaque su esquema mental, que tiene argamasillas de todo tipo para cubrir cualquier grieta. («El comunismo consiste en consentirse la envida», que decía Escohotado.)
El «espíritu crítico», aquel que estaba destinado a defender una postura, a ser posible con graves consecuencias, jamás ha llevado al movimiento a frenar en seco las máquinas hasta que no cambie la ley electoral. La realidad de un voto de diferente valor según el territorio debiera clamar al cielo. Pero no sólo un poco. La falta de «democracia» que ello conlleva debiera convertirlo en condición sine qua non para el voto a cualquier partido del régimen. Aunque, una vez más, pelillos a la mar, siempre hay algo más importante que justifique mantener cualquier incoherencia.
Y así hemos llegado a la sociedad actual, con un régimen culminado y maduro, que hoy celebra su cuadragésimo aniversario consolidando esa silenciosa mayoría gregaria, sin espíritu crítico y con serios ramalazos antidemocráticos de censura y persecución, que seguirá votando al líder del movimiento n´importe quoi.
La falta de educación y el personalismo heredado de los inicios del régimen se muestran hoy de manera renacida en la chulería de sus líderes, que han hecho de la incoherencia todo un ejercicio de lidia taurina con banda y paseillo de luces.
Durante mucho tiempo pensé que el movimiento consistía en asumir la incoherencia de una sociedad educada. Hoy empiezo a dudar que jamás lo fue.
Pero claro, quizás pensar en su falta de educación sea un pensamiento todavía inculcado del adoctrinamiento del régimen…
ADOCTRINAMIENTO, otra palabra del movimiento. Pero esta no necesita mayores explicaciones. Expuesto lo expuesto, quien no lo haya entendido hasta ahora, no lo entenderá jamás.