El laicismo es un intento de igualar en el espacio público compartido el respeto a la religión o creencia de todos.
En primer lugar, hablar de laicismo y de la laicidad del Estado, debería limitarse a entender los contornos de lo público y lo privado. Lo que cada quien haga en su casa, o en su institución, con su dinero, no es objeto de ningún análisis laico, ni aconfesional, ni religioso, porque no afecta al espacio compartido con el conjunto de la sociedad.
El laicismo afecta a la ocupación del espacio público por parte de las ideas religiosas o creencias, como la presencia de símbolos religiosos en las instituciones, la educación religiosa en las escuelas públicas, las ocupaciones diversas de calles y espacios colectivos para la expresión de esas creencias, o la asignación de fondos públicos a través de subvenciones, financiación de educación religiosa, exención de pago de impuestos…
Cualquier limitación a todas esas actividades debiera tener cristaliana la separación del espacio privado. Defender un espacio público libre de creencias no da licencia de corso para atacar el ejercicio de la religión en la esfera privada. Por supuesto que hay conflictos con los derechos públicos colectivos, como el conflicto que tiene el derecho a la vida -y la obligación médica de salvarla- con la negativa de algunas creencias a recibir transfusiones sanguíneas. Pero ese y otros ejemplos no son excusa para legitimar la interrupción de cultos privados en nombre del laicismo.
En segundo lugar resulta crucial asimilar lo que por religión o creencia se entiende. La Declaración Universal de los Derechos Humanos, en la que se basan todas estas reflexiones sobre la libertad de culto, determina que “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia”.
Es decir, distingue entre la religión, el pensamiento y la conciencia. En definitiva, lo incluye todo. Cabe cualquier creencia, desde que dios existe a que no. Todos los movimientos ateos, agnósticos y cualquier formulación -incluso aún no inventada- convive en derechos con el politeísmo, el monoteísmo, las filosofías de orígenes religiosos, etcétera.
Una vez distinguido lo público de lo privado y la religión de la creencia, se está en disposición de asimilar que el laicismo no es un ejercicio de ateísmo, ni es un ejercicio de orientar a la sociedad en la eliminación de cualquier presencia religiosa en el espacio público.
El laicismo es un intento de ocupar el espacio público de una manera igualitaria. Ahora bien, el nudo gordiano consiste en cómo respetar a todas las creencias a la vez. Y ese es el motivo por el que el laicismo (técnicamente llamado de sustracción) decide eliminarlas a todas. O sea, impedir que una o varias estén presentes en los espacios compartidos para no discriminar a las que no lo están. Pero, si se pudiera garantizar la representación de todas las creencias, también estaríamos hablando de laicismo (técnicamente entendido por adicción).
Es decir, si la sala de un tribunal estuviera presidida por un crucifijo cristiano, una media luna musulmana, un estrella de David, un buda, el dios vikingo de la lluvia, la serpiente emplumada Quetzalcóatl, Anubis, Poseidón, y cualquier símbolo que representara una creencia humana, estaríamos hablando de una institución pública que cumple los parámetros del laicismo.
Pero, en la pared que preside ese tribunal, también habría que dejar espacio a un crucifijo boca abajo, a un logo que diga que dios no existe, al satanismo, y a cualquier creencia que niega las creencias que le rodean. Porque las creencias y pensamientos son eso: pensamientos individuales tan legítimos como los demás. En realidad esto no es nuevo para aquellas religiones que acostumbran pedir respeto a su culto. Los dogmas de la mayoría de las religiones monoteístas niegan la legitimidad de los otros dioses…
Porque, afirmar que dios no existe puede resultar tan ofensivo para un cristiano, como ofensivo para un ateo afirmar que dios existe y nuestro destino no nos pertenece
en exclusiva. Por lo tanto, al lado de todas esas deidades y sus negaciones, la pared de nuestro tribunal se podría llenar de símbolos científicos, como un átomo, una cadena de ADN, el bacilo de la penicilina…
Y finalmente por creencia o culto podríamos añadir a aquellas personas cuya espiritualidad se basa en la búsqueda de la belleza y encuentran el sentido de la vida en la música, la pintura, el séptimo arte… Personas capaces de afirmar que sin todo eso el ser humano pierde su esencia, su motor, su idiosincrasia, su singularidad y su sentido. De modo que al lado el átomo y de Quetzalcóatl deberíamos poner a Motzart y a la Gioconda.
El laicismo por lo tanto tiene vocación incluyente, no excluyente. Y este matiz es vital para todos los discursos de odio que se generan a su alrededor. Ser laico significa buscar la fórmula de igualar la presencia, el respeto, a todas las creencias en el espacio colectivo.
Ahora bien. Dicho esto, es una evidencia que la única fórmula razonable de igualar es mediante la sustracción. Y que eliminar la presencia de religiones o creencias del espacio público se aproxima más a la práctica atea.
Hay quien dice que beneficia más al ateismo, como si el ateismo fuese una silenciosa ausencia de símbolos religiosos, cuando el ateísmo puede ser una enérgica y -para muchos escandalosa- exposición de pensamientos
contrarios a la religión. Tan impactante puede resultar el desfile de personas encadenadas dándose latigazos en la semana santa cristiana, como chocante puede parecer la atea procesión del coño insumiso.
Todas estas expresiones se ofenden unas a otras, de manera directa o indirecta. Se puede ejercer la ofensa directa aludiendo al otro, o se puede ejercer la ofensa indirecta haciendo afirmaciones que contradicen las creencias del otro. No hay religión o creencia que respete o que ofenda más. Y si la hay, es un debate estéril, lleno de casuística y de absurdos.
El debate está en comprender que la eliminación de todos del espacio público es un acto de respeto mútuo. No de triunfo de unos sobre otros.
Imaginemos una mesa con diez comensales, un folio en blanco, y un visitante externo que preguntara: “¿qué es ese folio en blanco?”. “Este folio en blanco somos todos- le responderían- es la hoja que nos representa”. El visitante externo se iría un poco extrañado, está vacía, pensaría.
Al día siguiente regresa a la misma mesa con los diez comensales y observa de nuevo el folio, que tiene una firma. Toma la hoja y dice, “entiendo, este es el fólio que os representa y vosotros sois Pepito Pérez”.
“No -exclama uno- ¿quién ha firmado?, yo no soy Pepito
Pérez”. “He sido yo- responde otro- si nos representa a todos, ¿por qué no voy a mostrarme yo?”. “Porque entonces nos obligas a firmar a todos para que el folio nos siga representando y no te represente sólo a ti”, responde un tercero.
Es verdad que el laicismo es un concepto complicado, requiere una compleja abstracción para que el folio nos represente a todos sin ofensas. Porque puede llenarse de firmas, sí. Pero los firmantes pueden ser “Pepito Perez”, “Pablito Rodriguez”, “Pepitoesunhijoputa”, “Losrodriguezmeviolaron”, “yonoquierifirmar”, “anónimo”, “nosomosnadie”, “osvoyaborraratodos”, etc. etc.
Mientras el laicismo sea una imposición sobre un colectivo, o mientras cualquier colectivo sólo vele por sus derechos (a la libertad de expresión, religión, reunión…) sin comprender cómo coliden con los derechos de los demás, la batalla del entendimiento estará perdida. O es una causa de todos, o será una causa perdida.
Un comentario en “CAPÍTULO IV | Laicismo-Laico”