CAPÍTULO V | República-Republicano

La república es una forma de gobierno que consiste en elegir periódicamente al jefe del Estado.

Ni es el resultado de una guerra de independencia, ni es un contendiente de una guerra civil, ni es la representación de una amalgama de valores cívicos. Puede ser todo ello y más, pero entonces nunca servirá a su propósito original, que es representar a todos los ciudadanos.

Más allá de las repúblicas de la era clásica, es una evidencia histórica que la elección de un jefe del Estado se desarrolla como contrapunto a una monarquía, absolutista o no, que sólo permite la herencia sanguínea a la hora de erigirse en el más alto representante de la comunidad.

Pero la república no es una negación. Es un ejercicio de afirmación. En este caso, afirmación de la igualdad en el derecho de todos los ciudadanos a ser electos jefe del Estado.

Parece un matiz entre obvio e innecesario, pero es germen de odio y de malentendidos. Cuando un movimiento se convierte en la negación de algo, en este caso la monarquía, se presta a muchísima más confrontación y desencuentro que cuando es formulado de manera positiva, como el positivo derecho a presentarse a unas elecciones.

Sin embargo, la palabra república se plantea como exaltación de muchas cosas, que normalmente activan la reacción a esas mismas cosas, confundidas con ella. República socialista, república feminista, república nacional, nacional sindicalista, nacionalista, popular…

La república sólo tiene un condicionante, ser democrática. La elección periódica del jefe del Estado es eso: elección y periódica.

Todos los que le ponen un adjetivo deben ser conscientes del flaco favor que hacen a la causa de reclamar el derecho de todos los ciudadanos a ascender a la jefatura del Estado. Porque, para aquellos que todavía lo cuestionan (monárquicos), no hay nada más fácil y simple que negar el socialismo, el nacionalsocialismo, el nacionalismo, el feminismo etc…

Cuando la república no es explicada como un derecho simple de todos, el campo está sembrado para las argumentaciones más peregrinas: que la monarquía da estabilidad, que no cuesta más dinero que una jefatura del Estado democrática, que es hasta glamurosa, que está más preparada, por la formación previa y orientada de los herederos, y un largo etcétera extraordinariamente creativo.

Tampoco la república puede ser un bando de una guerra civil… Por mucho que la historia exista y tenga muchas aristas… por muchos agravios reclamados y lecturas

cruzadas… pedir el derecho de todos a ascender a la jefatura del Estado no puede ser la victoria de unos. Será de todos, o no será.

Aunque parezca de parvulitos recordarlo, la república no puede ser el temor de unos a tener un presidente de ideología contraria. No puede convertirse en un deseo de victoria exclusiva.

“Queremos decir a los elementos de la derecha que si triunfamos en las elecciones […] continuaremos nuestro camino en defensa de nuestros ideales […] pero si triunfan las derechas no habrá remisión, tendremos que ir forzosamente a la guerra civil declarada” afirmaba un candidato a las últimas elecciones previas a la guerra civil de 1936 en España, y ministro del gobierno durante el conflicto. Poco deseo integrador en un nuevo régimen que acaba de poner fin a siglos y siglos de monarquía. Una facción que llama “bieno negro” al gobierno de sus oponentes no parece haber asimilado muy bien la riqueza de la alternancia de partidos…

En ambos sentidos, por supuesto. Un alzamiento militar para ocupar el poder por la fuerza es lo que es y tiene la dureza que tiene. Por eso la historia está llena de lecturas y complejidades. Nada más espinoso que adentrarse en los senderos de la culpa de una guerra civil. Pero, mas allá de la archidocumentada dictadura, declaraciones como la de ese ministro -y el polvorín político contemporáneo a ellas- no invitan a pensar que ninguno de los dos bandos considerase prioritario afianzar una elección periódica del jefe del Estado. Del autoritarismo de los dos contendientes dan testigo las palabras -tragicómicas- del Presidente de la República al final del conflicto: “La guerra está perdida, pero si la ganamos por milagro, en el primer barco que saliera de España tendríamos que salir los republicanos si nos de- ja-ban”.

Es una evidencia que el régimen al que se puso fin era democrático (a trompicones, pero democrático) y el régimen instaurado no lo era. Sin embargo, quien salió derrotada no fue la república, fue una ideología parcial, derrotada por otra ideología parcial (por supuesto autoritaria y responsable de terribles asesinatos y represalias posteriores a la guerra).

El regreso de la república asociado al triunfo de una ideología parcial está abocado al fracaso y a la confrontación. Como “laicismo” o “democracia”, o la “república” es un concepto de todos, o nunca será un marco común.

CAPÍTULO IV | Laicismo-Laico

El laicismo es un intento de igualar en el espacio público compartido el respeto a la religión o creencia de todos.

En primer lugar, hablar de laicismo y de la laicidad del Estado, debería limitarse a entender los contornos de lo público y lo privado. Lo que cada quien haga en su casa, o en su institución, con su dinero, no es objeto de ningún análisis laico, ni aconfesional, ni religioso, porque no afecta al espacio compartido con el conjunto de la sociedad.

El laicismo afecta a la ocupación del espacio público por parte de las ideas religiosas o creencias, como la presencia de símbolos religiosos en las instituciones, la educación religiosa en las escuelas públicas, las ocupaciones diversas de calles y espacios colectivos para la expresión de esas creencias, o la asignación de fondos públicos a través de subvenciones, financiación de educación religiosa, exención de pago de impuestos…

Cualquier limitación a todas esas actividades debiera tener cristaliana la separación del espacio privado. Defender un espacio público libre de creencias no da licencia de corso para atacar el ejercicio de la religión en la esfera privada. Por supuesto que hay conflictos con los derechos públicos colectivos, como el conflicto que tiene el derecho a la vida -y la obligación médica de salvarla- con la negativa de algunas creencias a recibir transfusiones sanguíneas. Pero ese y otros ejemplos no son excusa para legitimar la interrupción de cultos privados en nombre del laicismo.

En segundo lugar resulta crucial asimilar lo que por religión o creencia se entiende. La Declaración Universal de los Derechos Humanos, en la que se basan todas estas reflexiones sobre la libertad de culto, determina que “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia”.

Es decir, distingue entre la religión, el pensamiento y la conciencia. En definitiva, lo incluye todo. Cabe cualquier creencia, desde que dios existe a que no. Todos los movimientos ateos, agnósticos y cualquier formulación -incluso aún no inventada- convive en derechos con el politeísmo, el monoteísmo, las filosofías de orígenes religiosos, etcétera.

Una vez distinguido lo público de lo privado y la religión de la creencia, se está en disposición de asimilar que el laicismo no es un ejercicio de ateísmo, ni es un ejercicio de orientar a la sociedad en la eliminación de cualquier presencia religiosa en el espacio público.

El laicismo es un intento de ocupar el espacio público de una manera igualitaria. Ahora bien, el nudo gordiano consiste en cómo respetar a todas las creencias a la vez. Y ese es el motivo por el que el laicismo (técnicamente llamado de sustracción) decide eliminarlas a todas. O sea, impedir que una o varias estén presentes en los espacios compartidos para no discriminar a las que no lo están. Pero, si se pudiera garantizar la representación de todas las creencias, también estaríamos hablando de laicismo (técnicamente entendido por adicción).

Es decir, si la sala de un tribunal estuviera presidida por un crucifijo cristiano, una media luna musulmana, un estrella de David, un buda, el dios vikingo de la lluvia, la serpiente emplumada Quetzalcóatl, Anubis, Poseidón, y cualquier símbolo que representara una creencia humana, estaríamos hablando de una institución pública que cumple los parámetros del laicismo.

Pero, en la pared que preside ese tribunal, también habría que dejar espacio a un crucifijo boca abajo, a un logo que diga que dios no existe, al satanismo, y a cualquier creencia que niega las creencias que le rodean. Porque las creencias y pensamientos son eso: pensamientos individuales tan legítimos como los demás. En realidad esto no es nuevo para aquellas religiones que acostumbran pedir respeto a su culto. Los dogmas de la mayoría de las religiones monoteístas niegan la legitimidad de los otros dioses…

Porque, afirmar que dios no existe puede resultar tan ofensivo para un cristiano, como ofensivo para un ateo afirmar que dios existe y nuestro destino no nos pertenece

en exclusiva. Por lo tanto, al lado de todas esas deidades y sus negaciones, la pared de nuestro tribunal se podría llenar de símbolos científicos, como un átomo, una cadena de ADN, el bacilo de la penicilina…

Y finalmente por creencia o culto podríamos añadir a aquellas personas cuya espiritualidad se basa en la búsqueda de la belleza y encuentran el sentido de la vida en la música, la pintura, el séptimo arte… Personas capaces de afirmar que sin todo eso el ser humano pierde su esencia, su motor, su idiosincrasia, su singularidad y su sentido. De modo que al lado el átomo y de Quetzalcóatl deberíamos poner a Motzart y a la Gioconda.

El laicismo por lo tanto tiene vocación incluyente, no excluyente. Y este matiz es vital para todos los discursos de odio que se generan a su alrededor. Ser laico significa buscar la fórmula de igualar la presencia, el respeto, a todas las creencias en el espacio colectivo.

Ahora bien. Dicho esto, es una evidencia que la única fórmula razonable de igualar es mediante la sustracción. Y que eliminar la presencia de religiones o creencias del espacio público se aproxima más a la práctica atea.

Hay quien dice que beneficia más al ateismo, como si el ateismo fuese una silenciosa ausencia de símbolos religiosos, cuando el ateísmo puede ser una enérgica y -para muchos escandalosa- exposición de pensamientos

contrarios a la religión. Tan impactante puede resultar el desfile de personas encadenadas dándose latigazos en la semana santa cristiana, como chocante puede parecer la atea procesión del coño insumiso.

Todas estas expresiones se ofenden unas a otras, de manera directa o indirecta. Se puede ejercer la ofensa directa aludiendo al otro, o se puede ejercer la ofensa indirecta haciendo afirmaciones que contradicen las creencias del otro. No hay religión o creencia que respete o que ofenda más. Y si la hay, es un debate estéril, lleno de casuística y de absurdos.

El debate está en comprender que la eliminación de todos del espacio público es un acto de respeto mútuo. No de triunfo de unos sobre otros.

Imaginemos una mesa con diez comensales, un folio en blanco, y un visitante externo que preguntara: “¿qué es ese folio en blanco?”. “Este folio en blanco somos todos- le responderían- es la hoja que nos representa”. El visitante externo se iría un poco extrañado, está vacía, pensaría.

Al día siguiente regresa a la misma mesa con los diez comensales y observa de nuevo el folio, que tiene una firma. Toma la hoja y dice, “entiendo, este es el fólio que os representa y vosotros sois Pepito Pérez”.

“No -exclama uno- ¿quién ha firmado?, yo no soy Pepito

Pérez”. “He sido yo- responde otro- si nos representa a todos, ¿por qué no voy a mostrarme yo?”. “Porque entonces nos obligas a firmar a todos para que el folio nos siga representando y no te represente sólo a ti”, responde un tercero.

Es verdad que el laicismo es un concepto complicado, requiere una compleja abstracción para que el folio nos represente a todos sin ofensas. Porque puede llenarse de firmas, sí. Pero los firmantes pueden ser “Pepito Perez”, “Pablito Rodriguez”, “Pepitoesunhijoputa”, “Losrodriguezmeviolaron”, “yonoquierifirmar”, “anónimo”, “nosomosnadie”, “osvoyaborraratodos”, etc. etc.

Mientras el laicismo sea una imposición sobre un colectivo, o mientras cualquier colectivo sólo vele por sus derechos (a la libertad de expresión, religión, reunión…) sin comprender cómo coliden con los derechos de los demás, la batalla del entendimiento estará perdida. O es una causa de todos, o será una causa perdida.

CAPÍTULO III | Constitución -Constitucionalista

Una Constitución es un conjunto de normas que rigen el funcionamiento de una sociedad. Está en la cúspide de todas las leyes, que a ella deben coherencia y por ella pueden ser anuladas.

Una Constitución puede ser democrática o no. Puede haber sido votada por el conjunto de ciudadanos a los que se aplica, o puede haber sido impuesta por un líder totalitario. Puede haber sido elegida sólo por representantes de la ciudadanía (en democracia representativa) o puede haber sido refrendada por toda la sociedad en un referéndum (en democracia directa).

Su contenido solamente es más o menos democrático en tanto se obligue a sí misma a ser votada por los ciudadanos, y se comprometa -o no- a ser refrendada en un periodo de tiempo razonable.

Por lo demás puede tener cualquier naturaleza. Puede asumir la igualdad entre los ciudadanos en múltiples materias (raza, sexo, religión) o no. Su contenido es tan libre y variado, que puede hasta contradecirse a sí misma. Puede determinar la igualdad de las personas y después determinar que todas, excepto una, tienen denegado el acceso a la jefatura del Estado. Puede determinar la soberanía popular y limitar al extremo la elaboración de consultas directas a esa voluntad popular. Puede decir que el Estado se conforma de una sola nación y después afirmar que existen varias nacionalidades…

Hay de muchos tipos, pero las Constituciones por lo general están elaboradas sobre conceptos ambiguos. Citan conceptos abstractos, amplios, y dejan su traducción concreta a las demás leyes que se elaboran con posterioridad, según los gobernantes y la cámara legisladora de turno. Así, citar la igualdad entre los ciudadanos puede ser traducida por unos en una igualdad económica que instaura una renta mínima básica universal y puede ser traducida por otros en igualdad plena en el pago de impuestos (no proporcional a la renta). Las medidas de genero de discriminación positiva pueden hacerse en nombre de la igualdad de los ciudadanos y exactamente sus contrarias pueden invocar un principio de igualdad recogido en la Constitución.

Las hay extensas y detalladas y las hay más generalistas. Pero no son más que eso, un conjunto de leyes elaboradas por una sociedad en un momento histórico que rigen hasta que esa sociedad, de forma autoritaria o democrática, decide refrendarlas, modificarlas, o cambiarlas por otras. Hay sociedades que prefieren no tener Constitución, interpretando que la actividad legislativa es suficiente para organizarse. Hay otras que tienen Constituciones antiquísimas y optan por su modificación parcial a lo largo del tiempo. Hay sociedades que escriben las nuevas reglas

de su era cambiando radicalmente su Constitución. Y hay sociedades, con gobiernos generalmente autoritarios, muy resistentes al cambio, con Constituciones poco modificadas en décadas.

No es, por lo tanto, un texto sagrado. Es un texto temporal. Y sí, es la Carta Magna, a la que las demás leyes deben jerarquía, pero no es la biblia. Sin embargo, con frecuencia se la cita casi como una texto religioso, una suerte de mandamientos de Moisés, y se la utiliza para reprochar la legitimidad de las ideas del adversario político. A menudo se evoca o exige el cumplimiento de una medida por estar “consagrada en la Constitución”. ¡Santa Constitución, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo!.

Es cierto que históricamente las constituciones responden a un intento de controlar un poder absoluto, unificado en un solo gobernante con poderes totales y generalmente arbitrarios. También es verdad que el papel actual que juegan en la sociedad es el de representar a las normas elegidas por todos, es el de dibujar el conjunto humano que quieren ser los que a ella se someten. Y ese papel merece un profundo respeto. Pero no un respeto solemne. Ni entre solemne y divino.

Utilizar a la Constitución para reprochar el debate de ideas y propuestas es no entender que una Carta Magna no es más que eso mismo: unas ideas y propuestas temporales, tan debatibles como cualquiera.

Cierto es que una sociedad que se planterara constantemente las leyes máximas por las que se rige pudiera incurrir en una evidente inestabilidad hiper cuestionadora. Tan inestable como inmóvil sería aquella que no se las planteara nunca.

El mundo académico aborda el refrendo temporal de las Constituciones desde muchos puntos de vista. Unos lo contemplan, otros lo descartan, otros explican que la legitimidad democrática se adquiere una vez y basta, otros que se adquiere a través de sus modificaciones parciales, otros hablan de constituciones generacionales…

No es un debate menor, aunque no es un debate habitual en el ejercicio de la política. Hablar de lo representativas que sean unas normas de un conjunto de personas es menos atractivo que tachar al contrario de anticonstitucional o hablar de “nosotros, los constitucionalistas”. Parece obvia la aclaración, pero criticar una o varias normas no significa descartar regirse por la ley y el orden. No es una anarquía caótica. Puede ser un ejercicio de reventar el sistema o de participar profundamente en él.

CAPÍTULO II | Fascismo-Fascista

El fascismo fue un movimiento del S.XX que dominó Italia un total de 23 años, de 1922 a 1945. Lo dirigió un señor que llegó al poder tras pasarse tres años instigando y controlando a los fascio, o fasci italiani di combatimento, una especie de milicia callejera desbocada que tenía por misión acosar de manera agresiva y violenta en las calles a todos los que consideraba sus adversarios políticos. Una vez en el poder, disolvió el Parlamento y se mantuvo como jefe de gobierno autoritario hasta que fue depuesto por la fuerza.

Como él, hubo muchos movimientos durante la primera mitad del S.XX que tuvieron el mismo denominador común: acabar con el sistema parlamentario e imponer un gobierno sin oposición política, fuertemente represivo y agresivo con cualquier resistencia a la construcción de su “hombre nuevo”.

Aunque esa definición también es válida para lo que hicieron Lenin y Stalin en Rusia, y al fascismo se le atribuyen muchas otras características, lo cierto que es si algo tenían en común todos esos movimientos era su deseo de hacer volar por los aires al Parlamento de cada país, que apenas tenía un siglo de historia, si llegaba, en contadas excepciones algo más. En definitiva, hacer volar el sistema de tomar decisiones vigente, ya fuera a través de un Zar absolutista, ya fuera a través de un monarca que coexistiera con un Parlamento y una Constitución, o ya fuera a través de una república con su presidente de gobierno electo.

Por lo tanto, para llamar fascista a alguien en el S.XXI hay que asumir que se le está atribuyendo un deseo de acabar con la vida parlamentaria, es decir con la democracia, y de imponer un gobierno represivo y violento, capaz de asesinar a la oposición sin miramientos.

Muchas de las características de los movimientos del S.XX que se han dado en llamar fascismos continúan hoy en día. Existían antes del fascismo y existen después. Pero, para llamar a alguien fascista es necesario asumir que se le está llamando ejecutor de una violencia física prolongada y organizada contra sus adversarios políticos y, lo más importante, asumir que se le está negando la naturaleza democrática.

Cualquier partido, indivíduo, o idea, que se presente o participe en unas elecciones, asuma el resultado de la votación, y esté dispuesto a volver a refrendar ese resultado en un periodo de tiempo razonable, tiene derecho a indignarse si alguien le llama fascista.

El miedo del ser humano a cometer un error repetido es natural. Y muy habitual. No queremos tropezar dos veces en la misma piedra. Cuando vemos la piedra, nuestro cerebro se activa para esquivarla. La era del fascismo

dejó una huella profunda en el conjunto de la humanidad. Pero no podemos vivir (ni alimentar) el miedo al final de la democracia en cada actitud que nos recuerde a los líderes autoritarios del S.XX. Unas ideas conservadoras, unas ideas religiosas, monárquicas, xenófobas, racistas, colonialistas, nacionalistas… ¿son por naturaleza, en si mismas y para siempre, los cuatro jinetes del apocalipsis fascista?

No. No por dos motivos. Porque muchas de ellas existían antes del fascismo y ni siquiera son características propias del movimiento. Y no porque ningún partido demócrata que las defendiera puede ser expulsado del monopoli sin haber incumplido las reglas.

En cambio, ¿cuáles son las consecuencias de expulsar del tablero político a un partido, idea o persona de naturaleza conservadora?

¿Es cada ejercicio de proteccionismo y cierre de fronteras un ejercicio de fascismo? ¿Es cada acto de exaltación del nacionalismo un ejercicio de fascismo? ¿De todos los nacionalismos o sólo de algunos? ¿Cuando un líder político afirma su supremacía racial o cultural sobre otros debemos empezar la cruzada contra el fascismo? ¿Cuando una sociedad alienta el acoso al vecino, lo persigue, le deja pintadas en su negocio, le agrede en un bar con nocturnidad y alevosía, debemos tacharla de fascista?

Podemos. Podemos hacerlo. Pero además de contribuir a una general confusión, estaremos contribuyendo a una gran, inmensa y peligrosísima simplificación. Confusión porque casi todo el abanico ideológico que se (mal)clasifica de izquierda a derecha tendría representantes fascistas. Y simplificación peligrosa porque es esa brutalidad intelectual, esa agresiva necesidad de despreciar el matiz, la que estos profetas del apocalipsis debieran observar con cuidado: así sí empezó el fascismo.

Pero, con todo, a pesar de las cruzadas, alertar contra los peligros de una ideología no es fascismo. Vivir alimentando el miedo al triunfo de unas ideas opuestas no es fascismo. Lo hacía el fascismo, pero no es fascismo. Fascismo es ascender al poder, anular las instituciones democráticas, y mantenerse con mano de hierro.

La ideología que después ese partido instaura puede ser muy, pero que muy variada.

¿Era el fascismo un movimiento que anhelaba restaurar un viejo orden histórico de privilegios, títulos nobiliarios y repartos desiguales de riqueza? ¿Era el fascismo un movimiento de connivencia o de choque con el poder eclesiástico? ¿Buscaba el fascismo frenar o acelerar el progreso tecnológico? ¿Era el fascismo un movimiento capitalista que promovía la economía liberal de mercado? ¿Eran racistas todos los movimientos de inspiración fascista?

Italia, Alemania, España, Portugal, media Latinoamérica, media Asia, y medio mundo en general tendrán respuestas bastante distintas al respecto. El fascismo no es un problema ideológico, es una práctica histórica totalitaria. Rescatarlo en el seno de sociedades democráticas no es refutar la ideología de tu oponente político, es tacharlo de totalitario, es quitarle la legitimidad de participar en un proceso electoral. Es combatir su ideario con miedo. Con miedo a una época histórica que ya no es. Es traducir el debate racional por miedo.

En el mejor de los casos. Porque esa era también está llegando a su fin. La era en que mentar la palabra fascismo significaba miedo a un retorno totalitario también está dando paso a un nuevo tiempo: el tiempo en que mentar la palabra fascista ya no significa nada más que odio.

CAPÍTULO I | Democracia-Democrático

La democracia es la aceptación de una decisión mayoritaria por un periodo (muy) limitado en el tiempo.

O dicho de otra manera, la posibilidad de votar a un malnacido, ególatra, hijo de puta, chorizo, mentiroso, y de cambiarlo en cuatro años.

Son las reglas del juego, el manual de instrucciones del monopoli. Y son solo dos: aceptar lo que vota un conjunto de personas y poder revocar esa decisión en un breve espacio temporal.

Quien dice revocar, dice mantener, refrendar. La clave está en someter esa decisión a una votación, aceptar el resultado, y tener la oportunidad de volverlo a votar en breve.

Esa decisión puede tener cualquier naturaleza, se puede votar un jefe de gobierno, una Constitución, la legalización de las drogas o la penalización del aborto.

Cualquier decisión es legítimamente democrática mientras tenga una fecha de caducidad y responda a la elección de una mayoría simple. Si no se somete a consulta en un tiempo razonable empieza a perder legitimidad democrática. Si en vez de mayoría simple, tiene mayoría cualificada, obviamente tendrá también mayor soporte democrático.

Lo determinante es comprender que, cumplidos estos parámetros, el contenido es irrelevante. Ninguna decisión es más democrática por su naturaleza. Es tan democrático un país que vota la pena de muerte, como el que vota el matrimonio homosexual.

Hitler obtuvo un amplio respaldo de los alemanes en las elecciones de julio de 1933. Y apesar de que el referendum que ampliaba su poder a finales de ese mismo año lo validaron 40 millones de votos, lo que separó a Hitler de ser un político democrático de uno totalitario fue impedir en un momento dado que las urnas le ratificaran o apartaran del poder.

Algunos países de ideología comunista, por ejemplo. contemplaban en su nombre la palabra democracia, sin permitir la elección periódica de otras alternativas, como lo hacía la República Democrática Alemana.

Sin embargo, en los países donde los partidos políticos, por muy antagónicos que sean, se someten a elecciones periódicamente, todos son democráticos, aunque resulte hasta incómodo tener que recordarlo. Por muy tentador que sea, el adjetivo democrático no puede ser empleado para descalificar ideas de oponentes políticos. Un país puede ser más libre si su abanico de derechos civiles es más amplio, pero eso no implica que sea más democrático.

No es más democrático permitir que la gente acuda a las

corridas de toros o prohibirlas, dar educación religiosa en las escuelas o no. Lo que para uno es tener la posibilidad de recibir enseñanzas religiosas, para otro es tener la obligación de cumplir un currículum académico no exigible. Ninguna de las dos opciones es más democrática. Lo único democrático en ese y otros muchos temas es preguntar a la sociedad cuál de los dos modelos quiere, y aplicar la decisión mayoritaria.

Por eso, cuando se califica a tal o cual partido de antidemocrático, o se pregona el fin de la democracia con tal o cual medida, lo que se está haciendo es excluir a los otros jugadores del monopoli. Se les acusa de no cumplir el manual de instrucciones. Se les llama tramposos antes de que hagan la trampa. Y así no se puede jugar. Y no es un problema menor. Cuando un jugador pretende quedarse sólo en la legitimidad del juego se convierte en el mismo dragón escupefuego contra el que pretende luchar. Lo más difícil y noble de la democracia no es defenderla de aquellos monstruos marinos que pretenden engullirla, sino asumir el resultado de la mayoría, por doloroso que sea, o asumir la legitimidad de cualquier propuesta que se someta a votación y admita ser revocada en una nueva consulta.

Por supuesto que hay decisiones que pueden afectar de una manera muy agresiva e injusta a las personas. Pero democracia no es lo mismo que justicia. Es normal considerar que tal o cual política es más justa que su contraria. Y que si gana tal propuesta tendremos una sociedad muy injusta. Sí.

Ocurre con mucha frecuencia y da mucha rabia. La sociedad será mucho más injusta, pero no menos democrática. Las opiniones políticas existen por alguna razón, y normalmente tienen que ver con deseos de justicia interpretados de muy diversas maneras. Defender unos elevados impuestos puede responder a un deseo de redistribución más justa para unos, y suponer una aportación desigual y arbitraria, y por ende más injusta, para otros. Nada de eso es más o menos democrático.

No hay una normativa más o menos menos democrática. Tampoco una Constitución es más democrática que otra. Excepto si ha sido votada hace poco, por tener una legitimidad más reciente, si prevé ser ratificada en un periodo razonable, o si ha obtenido un porcentaje más elevado de síes que de noes que otra Carta Magna. La constitución más dictatorial, con menos separación de poderes, con menos derechos civiles, con más legitimación de la represión, etcétera, etcétera, será tan democrática como la que más si la termina votando la población y tiene su ratificación marcada en el calendario. Igualmente, la Constitución más liberal, la mayor innovación en libertades y derechos, el más idolatrado texto de una transición política, perderá su legitimidad democrática cuanto más pase el tiempo sin someterse de nuevo a votación.

La democracia tiene muchas formulaciones. El manual de instrucciones del monopoli es simple, mayoría refrendada en el tiempo, pero a partir de ahí los detalles pueden hacerla

parecer complicada. La democracia puede ser directa (a través de referéndums normalmente) o representativa (mediante la elección de parlamentarios o cualquier otra forma de representantes).

Pero, para cumplir con precisión y justicia el mandato de la mayoría, la traducción de esta voluntad popular en representantes no puede ser más que directa y estrictamente proporcional. Cualquier otra formulación significa dar un valor diferente a los votos de cada persona. Significa adulterar y ocultar el verdadero resultado de la mayoría. Por muchas llagas que levante, cuando un hombre no vale un voto, ahí sí, se puede decir que lo ocurrido no es el ejercicio de la democracia. Un Parlamento, una cámara de representantes sin traducción directamente proporcional del número de votos en diputados será una cámara muy fraternal, comprensiva con minorías, apaciguadora de conflictos sociales, pero no será una cámara democrática. Sin paliativos.

La historia está llena de sufragios censitarios y cámaras de representantes… No es este momento para profundizar en el origen griego del concepto, ni en tantas tentaciones –generalmente relacionadas con problemas identitarios- de calificar a determinadas sociedades de la historia como más democráticas que otras. La democracia moderna está directamente relacionada con el sufragio universal, por supuesto incluido el femenino, y sólo una matemática inflexible convierte en legítima la democracia representativa.

Para finalizar, las decisiones de las mayorías pueden ser una auténtica trituradora de modelos de vida, eso no las transforma en menos democráticas. Una mayoría de población urbana puede destrozar la vida en el campo votando medidas que perjudiquen o ignoren el desarrollo rural. Una mayoría sana puede olvidar gastarse el dinero en investigación de enfermedades raras de una minoría. Una mayoría atea puede impedir el culto religioso de una minoría religiosa, o una mayoría creyente puede forzar a la educación religiosa a una minoría atea. Una mayoría puede imponer un sistema centralizado a una minoría que anhela autogobierno, y una mayoría puede imponer un sistema federal a una minoría que no lo desea… El problema de la democracia consiste en cerrar el círculo. ¿Quiénes están dispuestos a participar en la votación? ¿Cuál es el censo? Porque, una vez dentro de la circunferencia de los que vamos a votar, no queda otra opción que aceptar el resultado. No se puede estar dentro y fuera de una circunferencia. Pero se entiende que los que están dentro lo están por voluntad propia. Y, aunque parezca un juego de parvulitos, ese corro de la patata es muy particular.

El verdadero demócrata tiene ambas manos presas, agarradas por sus compañeros de corro. Y gira y canta sin parar donde le lleve la rueda …

Introducción

Empezar desde parvulitos es una expresión de tamaña soberbia que escuché a una persona capaz de cometer casi todos los errores considerados en este diccionario. Lo hacía por supuesto en referencia a terceros, de actitudes y opiniones dispares a la suya, y para quienes reclamaba una profunda revisión -desde parvulitos- del encaje mental que les llevaba a mantener sus posiciones.

Este breve diccionario tiene un contexto muy marcado. Acabamos de cumplir dos décadas del S.XXI en un escenario político condicionado por dos fuertes tendencias: La primera el deseo de desvinculación del siglo anterior, de invalidación de todas las ideologías consideradas antiguas. Y la segunda, la simplificación del argumentario y la entrada con fuerza del ámbito emocional, en ocasiones como una ideología per se, y casi siempre como batuta de una orquesta política de opereta italiana.

Sin embargo, las herramientas empleadas para esas dos tendencias no podrían ser más opuestas a ellas. Palabras. Palabras del siglo pasado, de alto contenido racional y argumentativo, empleadas en esta cavalleria rusticana de emociones que pretende desacreditar al contrario.

Sería patético afirmar que este siglo camina por la peligrosa senda del único intento de imponerse sobre el otro, o de ganar la batalla moral, como si los demás no lo hubieran sido.

Pero lo hace utilizando palabras -generalmente adjetivos- que significan muchas cosas, pero que se emplean con el único propósito de excluir o de imponerse.

Así, no es extraño por ejemplo ver a un partido afirmar ser el único democrático-constitucional-laico capaz de frenar el auge del fascismo en unas elecciones. O partidos que se autodenominan constitucionales-constitucionalistas, como si los demás no quisieran regirse por normas, aunque no las vigentes… Comunista, capitalista, liberal, progresista…

Todas ellas palabras del S.XX. de profundos contenidos y significados. El presente diccionario no pretende recogerlos todos. Al contrario, pretende proponer lo que en matemática se denomina un “común denominador”, un término que también tiene su origen y que es el único que permite la relación de las fracciones…

Las palabras propuestas en este breve diccionario tienen una trayectoria histórica y casi todas un amplio espectro de atribuciones, bien fruto de esa historia, bien consecuencia de sesudos debates ideológicos, o de ambas. Su exposición detallada sería objeto de otro diccionario -quizás no tanto de parvulitos, y más de primaria- que requeriría profundizar en los siglos XIX y XX, y que probablemente atrajese poco a este consumo rápido, fast food, de la política.

Pero este masticar de conceptos del S.XX, que pretende crear una nueva era con un vocabulario viejo, dado la vuelta como un calcetín, bien colado de argumentos y muy aderezado de emociones, camina a enfrentamientos apasionados… de cuyo nombre -este en caso concreto- no quiero acordarme.