La república es una forma de gobierno que consiste en elegir periódicamente al jefe del Estado.
Ni es el resultado de una guerra de independencia, ni es un contendiente de una guerra civil, ni es la representación de una amalgama de valores cívicos. Puede ser todo ello y más, pero entonces nunca servirá a su propósito original, que es representar a todos los ciudadanos.
Más allá de las repúblicas de la era clásica, es una evidencia histórica que la elección de un jefe del Estado se desarrolla como contrapunto a una monarquía, absolutista o no, que sólo permite la herencia sanguínea a la hora de erigirse en el más alto representante de la comunidad.
Pero la república no es una negación. Es un ejercicio de afirmación. En este caso, afirmación de la igualdad en el derecho de todos los ciudadanos a ser electos jefe del Estado.
Parece un matiz entre obvio e innecesario, pero es germen de odio y de malentendidos. Cuando un movimiento se convierte en la negación de algo, en este caso la monarquía, se presta a muchísima más confrontación y desencuentro que cuando es formulado de manera positiva, como el positivo derecho a presentarse a unas elecciones.
Sin embargo, la palabra república se plantea como exaltación de muchas cosas, que normalmente activan la reacción a esas mismas cosas, confundidas con ella. República socialista, república feminista, república nacional, nacional sindicalista, nacionalista, popular…
La república sólo tiene un condicionante, ser democrática. La elección periódica del jefe del Estado es eso: elección y periódica.
Todos los que le ponen un adjetivo deben ser conscientes del flaco favor que hacen a la causa de reclamar el derecho de todos los ciudadanos a ascender a la jefatura del Estado. Porque, para aquellos que todavía lo cuestionan (monárquicos), no hay nada más fácil y simple que negar el socialismo, el nacionalsocialismo, el nacionalismo, el feminismo etc…
Cuando la república no es explicada como un derecho simple de todos, el campo está sembrado para las argumentaciones más peregrinas: que la monarquía da estabilidad, que no cuesta más dinero que una jefatura del Estado democrática, que es hasta glamurosa, que está más preparada, por la formación previa y orientada de los herederos, y un largo etcétera extraordinariamente creativo.
Tampoco la república puede ser un bando de una guerra civil… Por mucho que la historia exista y tenga muchas aristas… por muchos agravios reclamados y lecturas
cruzadas… pedir el derecho de todos a ascender a la jefatura del Estado no puede ser la victoria de unos. Será de todos, o no será.
Aunque parezca de parvulitos recordarlo, la república no puede ser el temor de unos a tener un presidente de ideología contraria. No puede convertirse en un deseo de victoria exclusiva.
“Queremos decir a los elementos de la derecha que si triunfamos en las elecciones […] continuaremos nuestro camino en defensa de nuestros ideales […] pero si triunfan las derechas no habrá remisión, tendremos que ir forzosamente a la guerra civil declarada” afirmaba un candidato a las últimas elecciones previas a la guerra civil de 1936 en España, y ministro del gobierno durante el conflicto. Poco deseo integrador en un nuevo régimen que acaba de poner fin a siglos y siglos de monarquía. Una facción que llama “bieno negro” al gobierno de sus oponentes no parece haber asimilado muy bien la riqueza de la alternancia de partidos…
En ambos sentidos, por supuesto. Un alzamiento militar para ocupar el poder por la fuerza es lo que es y tiene la dureza que tiene. Por eso la historia está llena de lecturas y complejidades. Nada más espinoso que adentrarse en los senderos de la culpa de una guerra civil. Pero, mas allá de la archidocumentada dictadura, declaraciones como la de ese ministro -y el polvorín político contemporáneo a ellas- no invitan a pensar que ninguno de los dos bandos considerase prioritario afianzar una elección periódica del jefe del Estado. Del autoritarismo de los dos contendientes dan testigo las palabras -tragicómicas- del Presidente de la República al final del conflicto: “La guerra está perdida, pero si la ganamos por milagro, en el primer barco que saliera de España tendríamos que salir los republicanos si nos de- ja-ban”.
Es una evidencia que el régimen al que se puso fin era democrático (a trompicones, pero democrático) y el régimen instaurado no lo era. Sin embargo, quien salió derrotada no fue la república, fue una ideología parcial, derrotada por otra ideología parcial (por supuesto autoritaria y responsable de terribles asesinatos y represalias posteriores a la guerra).
El regreso de la república asociado al triunfo de una ideología parcial está abocado al fracaso y a la confrontación. Como “laicismo” o “democracia”, o la “república” es un concepto de todos, o nunca será un marco común.