Tenemos que dejar de educar a las futuras generaciones en el miedo. Lo que ocurrió el 25 de abril de 1974 en Portugal no fue el fin del gobierno de un señor, sino el fin de la imposibilidad de cambiarlo. Desde entonces, Portugal ha podido cambiar a cualquier gobierno que le disguste cada cuatro años. De esto hace la friolera de cuarenta y nueve.

Caminamos hacia el medio siglo exacto de un sistema democrático, sin que nada racional haga pensar que semejante elección periódica vaya a impedir retirar a gobiernos indeseados en un margen inferior al lustro.

Sin embargo, cada 25 de abril, un dragón sobrevuela Lisboa y parte del extranjero, en un exitoso ritual medieval de performances ancestrales.
Sí, he dicho medieval. Más allá del cariño que le tengo al medioevo (una época absolutamente fascinante y mucho más rica de la fama que tiene) la metáfora viene a colación por aquellos dragones que se decía sobrevolaban aldeas escupiendo fuego y arrasando todo modo de vida.

Cierto día, la comunidad acosada mataba al dragón, bien fuera a través de un héroe extranjero, un conjuro de magos misterioso, o el pueblo entero, que una mañana se levantaba al alba con sus horcas y guadañas, y, después de escuchar una folclórica canción desde una atalaya, subía al monte y se abalanzaba sobre la fiera.

A partir de entonces el dragón pasaba a formar parte de un ritual anual que recordaba el día en que lo mataron, cómo lo mataron, quiénes lo mataron, y cuán afiladas deben permanecer nuestras horcas y guadañas por si un primo del dragón se desvía y decide hacer de nuestra aldea el objeto de sus barrabasadas.

Noche, canciones, flores, ritmos militares…recordarán al mundo, y sobre todo a nuestros menores que no lo han vivido, que el dragón siempre puede volver.

Somos una aldea incapaz de valorar nuestro crecimiento si no es encadenándolo a la memoria del dragón. Medio siglo contempla a la solidez de la democracia portuguesa y ojalá las generaciones venideras aprendan a valorarla y defenderla en sí misma. Sin ignorar la historia, pero sin necesidad de estas confirmaciones medievales basadas en el miedo y la emoción.

Conocer la historia («y no repetir sus errores»…) es una cosa, hacerle un ritual anual es otra muy distinta (máxime en la sociedad publicitaria del homo audiovisualis que vivimos).Estos rituales tienen que tener caducidad. Y la proximidad a un 50º aniversario es una buena oportunidad para la reflexión.

En una semana exacta, otra ceremonia, esta vez madrileña, recordará el día que se mató al dragón francés… hace 215 años. ¿De verdad teme el pueblo español ser reconquistado por los gabachos? Por no mencionar a los rituales allén del Atlántico para celebrar la muerte del dragón colonial dos siglos después, incapaces de autopercibirse aún como democracias maduras, dueñas de su destino, sin vivir ancladas a demonios alados escupefuegos del pasado.

¿Cuántos años hacen falta tras la muerte de un dragón para dejar de ser democracias adolescentes y pasar a la etapa posterior que se identifica como el fruto de un pasado complejo capaz de mirar al futuro sin necesidad de esos refuerzos emocionales?

¿Hacemos un aquelarre por el día del sufragio universal para recordar el año que matamos al dragón que nos impedía votar a todos? Las democracias tienen hitos que se dan por asumidos, sin hacer de ellos un ejercicio publicitario. Porque la publicidad la carga el diablo…

Romanticismo y política. Una pareja mal avenida, destinada a sobresaltos, que nubla la razón y aleja el maduro porvenir.

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