Mientras siga habiendo una legislación que castigue la violencia con distinta intensidad en función del sexo de su autor, seguiré preguntándome por la semilla que la origina, el génesis, su esencia última.

Y un año después de mis últimas reflexiones sobre el feminismo, regreso con la respuesta como arqueólogo de celuloide que desenvolviese de su cazadora el santo grial: el poder.

El poder es la esencia primigenia, intermedia y última de la violencia. No el sexo. Es verdad que el sexo ha sido y es una herramienta muy utilizada y ampliamente extendida en el ejercicio del poder en eso que se hace llamar hoy en día patriarcado, pero la ciencia no resulta exacta -pensar que el sexo, per se, origina violencia- por una simple razón: el verdadero motivo que impulsa a unos seres humanos a avasallar a otros es el poder.

¿Y qué relevancia tiene esta reflexión sobre el feminismo en un país que vive su actualidad política enfrentado por años arriba o abajo en las condenas por agresiones sexuales? ¿O acaso la última medida estrella del Gobierno de imponer, en lugar de recomendar, la discriminación positiva en los órganos de dirección de empresas y administraciones del Estado no merece detenimiento y debate?

En efecto, ambos focos legislativos son relevantes, como lo es el guirigay de género, o mejor dicho, de la autodeterminación de género también impulsada por el gobierno (o por parte de él). Tal vez sea hasta el debate del siglo, como dicen algunos, la obligación de que el colectivo identifique a un individuo con el género que este individuo decide ponerse una mañana, como quien cambia de apellido, independientemente de las características biológicas iniciales con las que vino al mundo.

Pero todos estos debates no debieran soslayar el principal hito legislativo contemporáneo: la ley que castiga la violencia de distinta forma si el autor es un hombre o una mujer.

Y para que eso ocurra jurídicamente hay que aceptar una premisa: el machismo es el que genera la violencia y la voluntad de ejercer el machismo es la que convierte a un ser humano en agresor. Pero claro, la ciencia no es exacta, porque no explica la violencia de la misma naturaleza (agresiones, asesinato-secuestro de hijos, chantajes económicos, persecuciones y seguimientos, acoso emocional, etcétera, etcétera) que ejercen algunas mujeres sobre hombres, o adultos contra mayores, o adolescentes contra todo lo que les rodea… Las técnicas son las mismas, pero el género varia por una razón muy sencilla: el género sólo es una técnica más, una herramienta al servicio de la cúspide de la pirámide de la violencia que es el ejercicio de poder. Todas las herramientas, incluido el sexo, están destinadas a satisfacer un anhelo de poder.

Lo que une a todos los agresores es la dominación, sea cual sea su género. Por eso la ley debiera castigar a todos por igual. No existe la violencia machista. Existe la violencia ejercida con machismo. Y la violencia ejercida con superioridad etaria. Y la ejercida con superioridad intelectual. Y la ejercida con superioridad económica. Y la ejercida con superioridad laboral. Y una larga lista de herramientas perversas que por desgracia los seres humanos emplean para sentirse superiores cuando algo les hace sentirse chiquititos.

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