Dice el presidente del Gobierno que los le critican son personas excluyentes. La manifestación de ayer en Madrid, ni más ni menos relevante que otras anteriores, no sirvió para nada más que para recordar una constante: el relato gubernamental se mantiene intacto, la crítica proviene de pensamientos excluyentes.
Sin embargo, el presidente del Gobierno es el beneficiario de la mayor exclusión de la historia española reciente. El verdadero cisma se produjo en 2019, después de que la crisis política en Cataluña dejara al descubierto las erráticas costuras de un Estado fallido.
El Estado se descoyuntaba, el nacionalismo sacaba del armario todos sus planteamientos, la derecha reaccionaba con el mismo recetario (más o menos salpimentado), pero el verdadero terremoto se produjo en el seno de la izquierda española. En un epicentro del subsuelo mental, la izquierda tuvo que elegir entre todos sus planteamiento, atravesar capas de doctrinas varias como llegan las ondas sísmicas a la corteza terrestre, traspasar a Marx, al Che, a Felipe González, el socialismo democrático europeo, la internacional, el muro de Berlín, el maoismo etcétera y decidir si el planteamiento del nacionalismo catalán era legítimo desde el punto de vista de la igualdad de los pueblos o era una reminiscencia medieval.
Pero la verdadera exclusión, la GRAN EXCLUSIÓN, no se produjo en ese cisma del 17, se produjo dos años después, en la moción de censura del 19. De aquella división mental del 17 emergieron dos corrientes en el seno de la izquierda, que estallaron en el 19: “la que se fue”, y “la que se quedó” con el partido.
Aquella que había concluido que lo ocurrido en Cataluña era una reminiscencia medieval que en nada tenía que ver con procesos democráticos, y que se trataba además de un chantaje causante de la construcción errática de un Estado, aquella que siempre supo que el nacionalismo nunca aspira a la justicia cívica sino que emana de profundos sentimientos emocionales, no pudo concebir que el principal partido de la oposición desbancara a un gobierno que tenía que lidiar con un desafío independentista y que lo hiciera sustentándose en el voto precisamente de los que habían puesto en jaque al Estado.
El ansia de poder del actual presidente fue capaz, no sólo de sustentarse en los votos de quienes habían puesto en jaque al sistema, sino de recibir su ilegítima representación emanada de una ley electoral que otorgaba 13 escaños a 300.000 votos nacionalistas.
La salida de la izquierda hubiera sido cambiar la ley electoral en todo el Estado, (afectando en primer lugar a las mayorías catalanas cuyo nacionalismo también se sustentaba en una errática representación popular), hacer una consulta sobre el modelo territorial y convencer a la derecha de aceptar la resolución de un referendum en Cataluña. Apostar por la democracia directa todo lo que gobiernos anteriores la habían despreciado.
En su lugar el gobierno actual decidió mantener la ley electoral, mantener todos los ejercicios de poder derivados de ilegítimas traducciones de votos en escaños, y excluir brutalmente al cisma. Los excindidos, y ahí viene la GRAN EXCLUSIÓN, fueron apartados de toda legitimidad ideológica y surgieron los nuevos fascistas, que eran todos los que criticaban al gobierno. Cualquier crítica al proceder de la moción de censura fue mentalmente apartada por “los que se quedaron” con términos hirientes, polarizados al extremo, simplificadores y agresivos como pocas veces se ha visto. El éxodo de “los que se fueron” (nos fuimos) fue un goteo constante que ha llegado hasta la actualidad.
En algún punto entre estos años que han pasado, “los que se quedaron” vieron que los facistas les crecían como enanos. De pronto amistades de una relativa cordura habían terminado al otro lado del cisma… y empezaba a ser un poco insostenible que todos fueran fascistas. Por eso ahora somos “excluyentes”.