La península se quema. Y nuestra boca también. Arde como hojarasca seca el análisis rápido de una tristeza cenicienta: la politización de la naturaleza. Los por qués y por qué nos de unos incendios que surcan todos los puntos cardinales de Iberia merecen varios matices antes de prender fuego a los culpables, ahora sí, en acusaciones de fuego cruzado.
El monte se quema por muchas causas que apuntan a todo el espectro político y a todo el espectro ciudadano, de izquierda a derecha, de sector público a sector privado, de ámbito urbano a ámbito rural. Así que sofoquemos las llamas por partes.
El fuego no responde sólo al cambio climático. Y el cuestionamiento del cambio climático en nada contribuye a evitar los incendios. Es un debate estéril, ampliamente reducido, que por su simplificación no ayuda a una auditoria profunda de la causa de los fuegos.
Sobre este planteamiento cabe pues sacar de archivo la ecografía de la ideología progubernamental reinante en la era Sánchez: “hay gente mala, negacionista de cosas, y sólo nuestra victoria garantiza la prevalencia del bien”. Hay negacionistas de la violencia de género, negacionistas de la vacunación de covid, y cómo no, negacionistas del cambio climático. En esta materia, el que contradiga nuestras políticas energéticas, internacionales, de subvenciones, impuestos a determinados consumos, etcétera, etcétera, es un negacionista del cambio climático. Ergo si el cambio climático existe, nosotros somos el gobierno adecuado y todas nuestras medidas se justifican. Así de simple. Si España arde es porque hay cambio climático. Y el fuego ibérico se transforma de forma macabra en el mejor combustible electoral. Primera utilización política de la naturaleza.
La realidad es mucho más compleja. Tomemos como ejemplo el incendio del parque natural de Monfrague. Las autoridades locales denuncian meses antes el abandono de las tareas de prevención de incendios. Las autoridades autonómicas retiran el número de efectivos de vigilancia del parque. Y finalmente las autoridades estatales se desplazan al lugar una vez ardido – en tres medios diferentes de transporte (helicóptero, avión y limusina)- para hacerse la foto y afirmar que Monfrague se ha quemado por culpa del cambio climático.
El cambio climático al fin y al cabo no es más que un llamamiento hacia la necesidad de frenar la contaminación ambiental producida por el ser humano. Si es real o no es real, si la historia geológica de la Tierra tiene periodos cíclicos de variación de las temperaturas, o si el aceleramiento exponencial se debe a la acción humana, es un debate legítimo pero que debe separarse del análisis de los incendios forestales si queremos abordar responsablemente sus causas, y sobre todo, evitarlos.
Los incendios forestales se producen por varios motivos: condiciones de temperatura, humedad, viento y sobre todo, naturaleza de la masa vegetal. La limpieza del monte resulta crucial, además de su abultada vigilancia, para evitarlos. Y aquí aparece la segunda politización de la naturaleza. La búsqueda del responsable político del recorte en limpieza forestal. Resulta también sencillo, desde la oposición, rechazar el debate del cambio climático y acusar de falta de medios y de previsión al Gobierno. Ya sea al gobierno estatal, al autonómico o al local. Pero la verdad es que la responsabilidad, más que en el gobierno, recae en el sistema. La división de poderes que este federalismo ideológico -practicado desde Sánchez a Feijoo- ha impuesto en el país otorga a todas las administraciones la posibilidad de escurrir el bulto en las demás. El ayuntamiento acusará a las comunidades autónomas, éstas al Estado, y el Estado a las autonomías. Un sistema perfecto para un país cada vez más negligente e inoperante. Hasta el punto, literal, de la autocombustión.
Pero tampoco ahí termina la procesión de culpables de los incendios. Frenar ahí el escrutinio es atribuir en exclusiva al sector público la responsabilidad de la limpieza del monte. Y tampoco sería un análisis completo, cuando, en gran parte, los montes son, o coexisten, con propiedades privadas. El propietario privado también tiene responsabilidad en las acciones de mantenimiento. Y tan cierto es que hay propietarios privados altamente activos, como que los hay altamente negligentes.
Pero cuando este texto de pensamientos ardientes pudiera haber llegado a su fin, como un incendio sofocado que a todos churrusca, he aquí que resurge reavivado por el siguiente actor, el más malévolo y perverso de todos los posibles: la administración y la burocracia. Porque acusar al sector privado de negligencia preventiva es hundirse en una miserable realidad de permisos, licencias, multas y trámites sin fin para unas tareas de limpieza que acaban por abandonarse antes siquiera de iniciarse. El empapelamiento del campo se ha expandido como una especie de fauna o flora invasora que ha acabado con todo el ecosistema rural que durante décadas ha hecho pastoreo, limpieza, recogida de leña, quemas de maleza… y un sin fin de actividades hoy perseguidas por no tener papeles, como la migración.
¿Y quién es el responsable del empapelamiento del campo y de la inmovilización en muchos aspectos de su actividad? El mundo urbano de los despachos que teorriza y resume realidades sin saber. No sólo en materia de prevención de incendios, sino de promoción económica y social de la vida rural, imprescindible para el mantenimiento de los montes.
Y a pesar de todo lo dicho sobre el sector público, el privado, el rural y el urbano, estos pensamientos ardientes no pueden sino terminar en la responsabilidad civil de unos ciudadanos -rurales y urbanos- que utilizan maquinaria peligrosa con altas temperaturas, que en vez de llevarse el bocadillo hacen una hoguera para asar unas chuletillas, o que simplemente tiran el cigarro a la cuneta, porque total, si arde, la culpa siempre será de muchos más que no mía.