Expuestas las dificultades de supervivencia del mundo rural en la primera parte de esta reflexión, se desglosan a continuación una serie de posibles medidas cuya aplicación pudiera redundar positivamente, tanto en la despoblación, como en la ecología, pero que no suponen la muerte económica del campo planteada por la teorización urbana que lee manuales de ecología en despachos de puestos vitalicios.
Sin más rodeos, si la solución de dejar de pagar impuestos parece demasiado liberal para la actual socialdemocracia, convencida de la profunda insolidaridad de quien tal plantea, invirtamos la reflexión:
Toda persona que viva a más de 10 km de un hospital pagará 50 euros menos de la cuota de autónomos o la cantidad impositiva que mensualmente aporte al erario público. Y así con todos los condicionantes que hacen del campo una comunidad perjudicada y debilitada, necesitada de la comprensión de quien teoriza para todo tipo de desventajas (desde insularidades a minusvalías o incluso identidades).
El que viva a 10 km de un centro educativo, si tiene hijos, 50 euros menos de cuota; el que viva a más de 10 km de una comisaría, 25 euros menos; el que no tenga cobertura, o la tenga reducida, o no tenga acceso a fibra óptica, o se vea forzado a contratar servicios por satélite para comunicarse con el mundo, 25 euros menos; el que tenga que sufragarse un pozo para autoconsumo de agua, 25 euros menos; toda persona que entregue en un punto limpio 30kg mensuales de basura recogida en montes y ríos, otros 25 euros menos…
Y así, podemos ir reduciendo los costes de la vida en el campo de manera que nadie lo considere un ejercicio de insolidaridad, sino todo lo contrario, un ejercicio de equilibrio con ciudadanos a los que el Estado presta servicios mermados y deben tener derecho a una reducción de su contribución al conjunto, por las dificultades que su residencia conlleva, que redundan en su bolsillo (gastos de movilidad), en su capacidad de supervivencia (ante una hipotética atención médica deficiente), en su acceso a la educación, en su gasto en comunicaciones, etc.
Si necesita la socialdemocracia una justificación moral para ayudar a comunidades con menos oportunidades lo único que tiene que hacer es cambiar el enfoque. El invento no es nuevo, no es desde luego la primera vez que políticos socialdemócratas hablan de reducir cuotas por dificultades explícitas. Insistiendo en la comparación, contrapóngase el concepto de insularidad canaria frente a los a prioris de la vida en el campo…
Pero, sin ser un invento nuevo, es un invento incómodo. Quitar impuestos es más difícil y contribuye menos a inflar todas esas partidas opacas que la corrupción política necesita mantener. Sin embargo, el mundo de la subvención es más fácil de manejar. Prefiere la política de la intervención paternalista quitar para después otorgar. Porque quitar, mejor les quitamos a todos por igual, un pastizal y creciente. Pero luego fingiremos limosnearles la vida, en una balanza en la que todos sabemos que salen perdiendo, pero siempre caen unos milloncejos de votos de los que se sienten ayudados, y siempre podemos seguir inflamando los mítines contra aquellos insolidarios que no quieren contribuir al erario público.
Volviendo al campo. Obsérvese con detenimiento lo rápido que se repoblarían zonas lejanas y las consecuencias que ello traería con ese sistema de reducción de cuotas de aportación impositiva en función de determinados condicionantes. El espíritu de la norma se puede además ampliar a todo tipo de actividades, desde recoger basura, a contratar energía solar, eólica, participar en campañas de reforestación, de prevención de incendios, etc.
Un inmenso ejército de repobladores rurales, movidos al son de la benevolencia de papá Estado hacia su bolsillo, limpiarían montes, plantarían árboles y se irían a cagarse de frio al culo de mundo para poner en marcha una pequeña actividad económica que pudieran iniciar y desarrollar sin tener que aportar entre la mitad y un tercio de su producción para sacarla adelante.
Porque, adentrándonos en el tema ecológico, muchísimo más puede hacerse con verdadera voluntad desde un estado interventor, como plantean las teorías socialdemócratas. En la agricultura, sin ir más lejos, el fingimiento de la política urbana que clama contra herbicidas, deforestación o degradación de suelos y ecosistemas, es hipócrita hasta la médula cuando hablamos de números y de iniciativas. Las subvenciones otorgadas por prácticas ecológicas son ínfimas comparadas con las demás.
Por ejemplo, los linderos de la agricultura extensiva. Decide la teorización ecológica, con toda la razón del mundo, que la existencia de vegetación entre las parcelas favorece la fauna local, protege de enfermedades, de erosión eólica, de plagas, pero… ¿qué porcentaje de la ayuda total recibe el agricultor como subvención por tal práctica? Un porcentaje irrisorio, casi inexistente. Está. Se anuncia. Sale hasta en la prensa. Pero los números son de risa.
Decide también la teorización política que las labores de las tierras de barbecho no deben hacerse con herbicidas, otra medida también ecológica, pero… ¿qué porcentaje de parcelas en barbecho le exige tal práctica a una explotación, por ejemplo, de algo más de 40 hectáreas? Menos de 3.
Los herbicidas son uno de los problemas ecológicos más relevantes en la agricultura. Afectan a la tierra, a las aguas subterráneas que pueden llegar a los ríos y ecosistemas fluviales, a las abejas entre otra mucha fauna, y a la misma calidad de los suelos sobre los que se aplican. ¿Y qué plantea la política interventora para solucionarlo? Informar de lo malos que son, prohibir algunos de ellos y basta. Hasta ahí.
¡Pero sean ustedes interventores de verdad! ¡Intervengan desde el Estado con toda su fuerza! Vayamos al fondo de la cuestión. Los herbicidas se emplean para que el producto final sea limpio (respondiendo a ese antiguo dicho del “trigo limpio”) y no esté mezclado con impurezas. Porque de ser así, el cereal vale menos. Y un agricultor que malvive para cuadrar las cuentas (por la carga impositiva, las dificultades del mercado, de la competencia mundial, de los intermediarios y todo lo ya citado) no puede permitirse menores ingresos, de modo que ahoga sus tierras en herbicidas para llevar el cereal impoluto a la hora de la cosecha. ¿Pero dónde están las políticas interventoras para subsanar esta práctica? ¿Por qué no se dedica el estado a subvencionar o a ayudar al trigo sucio para invitar a la agricultura a dejar de usar herbicidas?
Es más, ¿por qué no construye el Estado plantas que separen el cereal sucio de sus impurezas y se lo ofrecen al sector agrícola así, como inversión en ecología y subsistencia económica en el mundo rural? Esta última medida es casi hasta comunista (o franquista según se vea). Intervengan. ¡Pero intervengan de verdad carajo! O déjennos solos.
Demuestrennos a los liberales del campo que queremos competir en el mercado sin un pie atado a la espalda que su intervención es de verdad ecológica a gran escala y viene a construir un campo repoblado, local, de motivadisima actividad ciudadana y de pequeños inversores que no tengan que hacer microgranjas, ni trigos limpios, ni macros nada para que les salgan rentables la actividades.
O déjennos solos y demuéstrennos que nos equivocamos. Que los agricultores y ganaderos liberales del campo no somos ecológicos por avaros. Demuésternnos que si nos dejasen solos no tendríamos ninguna práctica ecológica, ni conocemos el campo, ni la ganadería, ni somos sensibles a la degradación, ni nos interesan las prácticas sostenibles para mantener nuestros propios negocios. Déjennos solos de verdad a ver qué tan mal lo hacemos. Demuéstennos que nuestros excesos no son fruto de forzarnos a participar en un mercado liberal en desigualdad de condiciones, demuéstennos que seguiremos estrujando hasta la última gota de sangre del campo el día que nos retiren los condicionantes impositivos que no tienen nuestros competidores, el día que nos salgan las cuentas.
Decídanse: sean liberales de verdad, o interventores de verdad. Pero bájense de la hipocresía de mantener un mercado liberal a la par que una exigencia impositiva propia de épocas medievales. Porque el impuesto que daba servicios y permitía la subsistencia se llamaba socialdemocracia, pero el impuesto que otorgaba servicios mermados y ahogaba la economía más baja, se llama de toda la vida despotismo medieval.