Me insta mi amiga Marta Molina a escribir sobre los neorrurales, una empresa más compleja e histórica que comentar una moda pasajera. La petición de la estimada público (me disculparás Molina que no te aplique el lenguaje inclusivo porque te convertiría en propiedad de todos) coincide además con una manifestación del campo que augura llenar Madrid de tractores para gritar su asfixia, y un ministro desafortunado que lleva tiempo enfurruñado con el consumo de carne, pero que, más allá de ser el político torpe y desnortado que es, representa en mucho el paradigma urbano que desconoce el mundo rural y proyecta sobre él una imagen de carnívoros, cazadores, cazurros… todo un mundo, en fin, de visiones contrapuestas que abordaré sin brevedad.
¿Qué dice el campo? Porque el campo hablará de muchas cosas cuando desfile por la Castellana. Le oiréis quejarse del precio de los productos, de los combustibles, de los abonos, probablemente reivindicar la calidad de su ganadería (y pedir la dimisión del ministro), o denunciar la competencia de otros productos del mundo. Pero el campo callará mucho más de lo que grite, porque el mundo rural es paradigma de muchísimos más fracasos estructurales del país de los que a veces es capaz de manifestar.
Para empezar la despoblación rural debe mirar de frente a su causa principal, en lugar de jalear neorruralismos que llevan a personas con su ordenador a un pueblo, pero cuya riqueza y mantenimiento sigue procediendo de un ingreso urbano. ¿Por qué no es viable económicamente una actividad rural? Las alabanzas a la repoblación neorrural pospandémica y su atractivo ecologismo -otro aspecto que abordaré más adelante- deben frenarse en seco para dejar paso al verdadero problema de fondo: ¿Qué necesita el mundo agrícola, ganadero y forestal para desarrollarse a una pequeña escala sostenible? Repito intencionalmente, pe-que-ña escala, la que verdaderamente pueble la España vaciada.
Lo primero que necesita quitarse el mundo rural para abordar la viabilidad de cualquier explotación son los impuestos. [Paréntesis: Aclararé previamente que por “explotación” me refiero a cualquier actividad legalmente establecida, como así exige la administración que sea llamada. Determinado ecologismo urbano contemporáneo tiene la piel tan fina que igual a estas alturas ya sólo ve los cerdos del ministro… Mis abejas, una maravilla de contribución ecológica a la polinización, son una explotación apícola.]
Cuando hablamos de números debemos abordar qué aspectos pudieran contribuir a que las explotaciones ganaderas o agrarias no fuesen a la quiebra. Es habitual poner el foco en los precios de los productos y su competencia con el resto del mundo (como seguro se verá en la manifestación), o hablar de los intermediarios, o de las subvenciones, otro mundo de amplio detalle. Porque todo el mundo da por hecho que una explotación debe pagar ingentes proporciones de impuestos por todo lo que haga, sin que nadie eche la cuenta de cuánto se ahorraría de no ser así, y de si ese ahorro le permitiría la supervivencia económica. Por lo tanto el campo, al igual que el resto de actividades autónomas -urbanas- de este este país, habla de la alta política, de este keynesianismo incuestionable que todos practican (PP, Psoe, Podemos, Cs, etc..) y que unos estrujan por conciencia y dogma en ese mundo idílico que se han formado de retirar para otorgar.
Para otorgar subvenciones. El campo habla también de su estigma y de su condena. El jardín de las subvenciones y sus criterios necesita más desbroce y pincha más que un monte abandonado. Y habla de una forma de hacer política altamente intervencionista, cambiante y contradictoria, que ha promocionado de todo menos la pequeña actividad que repoblase ese país vaciado. Para el mundo urbano que lo desconozca, los primeros socialistas -de González y compañía- ejercieron su intervencionismo inventándose una cosa a la que llamaron derechos, que fue algo así como las licencias del taxi, el permiso para cobrar subvenciones independientemente de la propiedad o el cultivo de la tierra, lo que derivó en un mercado a precio de oro de los poseedores de los tales derechos con la generación siguiente que debiera darle el relevo.
Porque repito, el campo habla de la alta política keynesiana intervencionista, llena de inventos que aspiran a una igualdad y justicia que nunca alcanzan. Superado el trance de los derechos, gobiernos socialistas y populares han establecido el actual sistema de subvenciones que fomenta las grandes explotaciones, otra medida en nada encaminada a repoblar con pequeñas actividades el mundo rural despoblado. Y por grandes explotaciones no me refiero a la casa de Alba ni a ese fácil reproche del mundo de ricos favorecidos por otros ricos conservadores que llegan al poder. Me refiero a una cosa llamada UTA que gobiernos socialistas y neoecologistas urbanos no han considerado oportuno corregir en su constante dedicación interventora para la justicia y equilibrio.
La UTA es una medida inventada donde la administración se otorga la osada potestad de estimar el tamaño de la explotación necesario para obtener ayudas. En el caso agrícola hablamos de hectáreas, en el caso apícola del número de colmenas, en el caso ganadero de unidades y así… Pues bien, decide el mundo keynesiano interventor que va a financiar la compra de maquinaria (tan cara, más aún con la carga impositiva añadida) a explotaciones inmensas, de tal modo que mi explotación agrícola que alimentaría a una familia, con una media de ingresos de un salario mínimo y medio al año, no es merecedora de ayuda alguna, mientras que el vecino con una explotación de dobles proporciones que la mía pasea sus titánicos tractores y aperos pagados con mis, sus, tus impuestos, mientras yo hago malabares con sembradoras de segunda mano que voy a buscar a recónditos garajes, llenas de óxido y ruedas pinchadas que si hablaran seguro me contarían las nevadas del siglo pasado.
El tema de las subvenciones tiene muchísima tela que cortar. Pero una vez más, el campo habla de problemas estructurales y formas de hacer política a escala nacional. Esa política que no aplica medidas proporcionales a la renta. Los autónomos tienen una cuota mínima con el socialismo español, que cada vez es más alta, y el mundo rural no recibe subvenciones proporcionales a sus ingresos, como cabría esperar del intervencionismo socialdemócrata que presume de tantas cosas. Medidas jamás escuchadas a ministros que leen panfletos de ecología urbana en sus ratos libres en vez de cuentas de libros de explotación de pequeños agricultores y ganaderos.
Para terminar el tema económico, diré que el año pasado el Estado le sustrajo a mi pequeña explotación agraria 2000-3000 euros más de impuestos que subvenciones recibió. Un mensaje a reflexionar para esos equilibristas del te quito y te doy.
Y hablando de dar, entramos en la siguiente etapa. Los servicios. Como dice ese dicho popular “cuando todo sea privado seremos privados de todo”. Excepto en el campo, que ya somos privados de todo a pesar de que el ramoneamiento impositivo a nuestro bolsillo por parte de lo público es tan suculento como el urbano. O dicho en román paladín: pagamos los mismos impuestos, recibimos la mitad de los servicios. (A esa aspiración equilibradora de la socialdemocracia actual tampoco se le han ocurrido tarifas diferentes para servicios mermados…)
Así, cree el mundo urbano que en el campo, si tienes un problema, llamas a la policía y viene. Pues no. Que no es que llegue tarde. Es que, si lo considera, directamente no viene. Afirmo que la mitad de las veces que he llamado a la Guardia Civil en mis más de 20 años de residencia en el mundo rural ha ocurrido así. Una amenaza de agresión, un robo, o hasta encontrarte un rifle en las inmediaciones de tu casa, que llevaría a una patrulla de la policía en la ciudad a acudir al lugar de los hechos, en el mundo rural a veces es ignorada. La visión del hombre de campo que se toma la justicia por su mano debe comprender con empatía esta naturaleza salvaje donde el individuo se encuentra muchas veces sólo ante el peligro y aprende que debe enseñar los dientes del animal que llevamos dentro para sobrevivir en un entorno hostil.
La seguridad es uno de los servicios que brillan por su ausencia, pero igual sucede con la sanidad, los transportes o la educación. Sin profundizar en ellos, porque son más que evidentes, explicaré con la sanidad el problema siguiente que, una vez más, se refiere a temas estructurales. No es que el acceso a la sanidad no tenga las mismas condiciones en la ciudad que en el campo. No es que una persona en emergencia sanitaria pueda salvar la vida si una ambulancia tarda menos tiempo en llegar en su auxilio, o le pueda llevar a hospitales con más medios en menos tiempo. Es que la estructura administrativa está hecha de tal forma que un pueblo puede negarte una atención sanitaria no urgente (o sin evaluar a fondo la urgencia) y mandarte a tu pueblo originario aunque no haya nadie para atenderte en el puesto médico.
Son cosas que no pasan en la ciudad, o que son menos frecuentes, porque no es habitual que un centro médico urbano de pronto no tenga a nadie -nadie- para atenderte. Ni médico, ni recepcionista que te informe del vacío del lugar. Nadie. Pero si te trasladas al pueblo de al lado son capaces de devolverte al tuyo porque el señor sistema no está hecho para ocuparse de ti en ese horario, en ese lugar. Alta política. La ausencia de una tarjeta sanitaria que permitiese a todo el mundo recibir atención médica en cualquier lugar del país sin trabas administrativas fue una reivindicación de algún partido que desde luego no gobierna en la actualidad porque la socialdemocracia gobernante (presente y pepera) cree y fomenta estirar una administración cada vez más segmentada hasta el punto de que un pueblo pueda, según qué circunstancias, no recibir enfermos de otro. El mundo rural habla de las consecuencias de la españa plurinacional y autonómica elevadas a una enésima potencia que en el campo puede ser más fatal aún, la municipalidad. La unificación de servicios y administraciones en el Estado para muchos es centralismo. Pero la delegación del Estado en todos los demás ¿es?
Y así entramos en el siguiente nivel: la administración. Este no es un problema exclusivamente rural. Pero es un problema también rural, y exacerbado en el mundo rural. El ciudadano tiene que lidiar con tres administraciones para conseguir sus propósitos, sea desarrollar una actividad económica, sea tener acceso a unos servicios, por supuesto pagar unos impuestos, ni que hablar de obtener unos permisos… Estado, comunidad autónoma y municipio -cuando no diputación- se reparten responsabilidades en un juego que ya es macabro porque esta división de poderes permite a cada uno de ellos eximir su responsabilidad en los otros. Tocando tierra -literalmente- ejemplificaré que la reparación de un camino puede ser solicitada a quien se quiera, pero el Ayuntamiento te dirá que lo haga la Diputación, ésta que el Ayuntamiento o la Comunidad Autónoma, la Comunidad Autónoma que el Ayuntamiento o el Estado y el Estado que la Comunidad Autónoma por supuesto, y más con el gobierno actual.
Los ejemplos se extenderían hasta el infinito, pero el que paga el pato siempre es el mismo… (el mismo patoso que vuelve a votar a los que mantienen y fomentan estos problemas estructurales, o que ahora se inventa un partido llamado España Vaciada para seguir pactando con los anteriores que mantienen el actual statu quo).
Un statu quo aderezado con otra pata del sistema: los permisos. A todos los servicios no prestados por el Estado deben añadirse los permisos requeridos por éste en el caso de que fuera la iniciativa privada la que quisiera subsanarlos. Desde limpiar la vegetación de un camino a poner una colmena. Un año y medio tardó la administración en concederme licencia para iniciar mi ecológica y polinizadora actividad apícola. Permiso para cortar un árbol podrido, permiso para quemar el desbroce de una actividad de prevención contra incendios y hasta permisos para reciclar. 2000 euros me exige el señor sistema para poder reciclar unos residuos que no son contaminantes pero que no tienen papeles, los papeles que él mismo se ha inventado para sustraerme los 2000 euros si no los tengo. Si el mundo rural ya ha tenido históricamente un limitado acceso a la educación, el empapelamiento al que ha sido sometido le ha encorsetado más que el lino de una momia egipcia.
Pero antes de terminar esta reflexión, iniciada bajo la pregunta ¿qué dice el campo? es necesario hablar de dos temas más: caudillismo y ecología.
La ausencia del Estado en el mundo rural detallada anteriormente también tiene una consecuencia habitual, el caudillismo. En el campo se abusa con frecuencia del poder pequeño, o mejor dicho del gran poder a pequeña escala, sin mecanismos de revisión y control propios de las ciudades, más ricas en vigilantes de los abusos como son la sociedad civil y las instituciones públicas (aunque a estas últimas haya que referirse con la boca chica).
Las alcadías abusivas, familiares y caciquiles escapan muchas veces al filtro del sentido común e incluso de la legalidad. Ante ellas, al individuo sólo le queda un camino quijotesco por delante. Por supuesto los grandes excesos ilegales terminan llegando al señor sistema urbano y de la administración, pero el campo está lleno de pequeños abusos. Alcaldes que favorecen a familiares, que establecen directrices municipales arbitrarias a conciencia, que ignoran requisitos legales y hasta que manipulan a expertos en los tribunales. Nada nuevo bajo el sol, pero un abuso de poder que impacta con menos protección solar en el campo.
Y finalmente, cerrando el círculo de esta reflexión con los neorrurales, sería necesario aludir a la ecología. La ecología es un mundo demasiado amplio para abordar de manera escueta. Pero es verdad que lleva camino, y tiene todas las papeletas, para ser un punto de fricción entre el campo y la ciudad.
No entienden los teóricos urbanos que el mundo del campo oponga resistencia a prácticas ecológicas. Y sus reproches, como las recientes carnes del ministro, son comprendidas como un voluntario deseo de practicar medidas no ecológicas. Espero haber alcanzado a explicar los muchos matices de las quejas del campo con respecto a la teorización urbana, lo suficiente para comprender que otras medidas políticas podrían hacer mucho más viable una práctica a pequeña escala que podría ser mucho más ecológica.