¿Y qué quieren? se debieron preguntar aquellos señores encerrados en lujosas dependencias con olor a caoba y tacto a barniz. Les habían encargado redactar un texto novedoso, probablemente bajo el prisma de reconciliar a dos bandos enfrentados, pero llevaban cuarenta años viviendo bajo las normas de uno de ellos…


Sabían que tenían que ceder… ¿pero ceder a qué? Les impulsaba, quizás, la voluntad de llegar a un punto intermedio entre dos partes, una equidistancia entre dos posiciones, la mediatriz, pero… ¿dónde estaba el otro punto de referencia?


Y así, medio a ciegas, alguien debió ir dibujando las primeras pinceladas y marcándose un Paca Rico con aquella canción que decía “ay, ni que sí, ni que no… ven aquí que te diga yo, ven aquí que me digas tu, ni que sí, ni que no”…


…Vamos a quitar un jefe del estado autoritario, pero tampoco permitir que lo elijan, ni que sí, ni que no;


…vamos a dejar de imponer una religión como obligatoria en todos los campos, pero tampoco hacer un estado laico, mejor nos inventarnos esto de la aconfesionalidad para seguir privilegiando a la misma iglesia sin que se note, ni que sí, ni que no;


…vamos a quitarles un gobierno impuesto y permitirles elegirlo cada cuatro años, pero tampoco que se aficionen a votarlo todo, mejor hacemos el texto más restrictivo para la democracia directa de todas las Constituciones vecinas… ni que sí, ni que no..


Y llegados a ese punto, cuando habían sudado la gota gorda para determinar la jefatura del Estado, la relación con la iglesia y la representatividad parlamentaria, pararon en seco, exhaustos. Y en medio de los sudores de tantas filigranas alguien debió decir ¨¿qué más?¨, ¨¿qué quiere la izquierda?¨


Fue entonces cuando se jodió el Perú (en este caso, el estado moderno español) porque nadie sabía a ciencia cierta lo que quería la izquierda. Quizás los señores de aquellos lujosos salones que tenían la paternalista tarea de confeccionar entre siete un menú para más de treinta millones de comensales no sabían lo que quería la izquierda simplemente porque provenían de familias políticas opuestas, acomodadas en cuarenta años de dictadura. O quizás, si había algún representante de la izquierda, tenía ya el tiro muy confundido. Nadie sabe quién fue exactamente, pero a alguien se le debió ocurrir que la izquierda quería autonomías.


Quizás ya por aquel entonces el comunismo había dejado de aspirar a la igualdad de los hombres para reivindicar la diferencia de las culturas. Quizás Rusia o China quedaban más lejos que América Latina, quizás Fidel ya había hecho su revolución y todo el continente mal llamado hermano -que tiene una aplicación tan suigéneris de las ideologías mundiales- ya había transfundido de identidad la sangre comunista en habla hispana… Quizás las FARC y similares, mezcladas con la existencia de ETA llevaron a alguien a pensar que saciar a la izquierda consistía en saciar reivindicaciones culturales… Pero lo cierto es que la Constitución española de 1978, ni es la Constitución de la derecha, ni es la Constitución de la izquierda, sino la Constitución del nacionalismo, donde se consagran todas las estructuras del verdadero “régimen” que lleva ya otros 40 años de existencia…


En algún momento alguien vendió que una administración uniforme, como la francesa, era un ejercicio de centralismo conservador. Y todos lo compraron. Tal vez influidos por el anticolonialismo latinoamericano, o por la gran traición por pocos señalada: a la derecha le resultaba infinitamente más fácil ceder al nacionalismo que a la verdadera izquierda.


Lo dejaron además todo «atado y bien atado» redactando un texto de enormes dificultades para su modificación y sobre todo elaborando después la guinda del pastel: una legislación electoral donde el voto de los ciudadanos tiene distinto valor y se fosiliza en la eternidad el poder desigual de las regiones.


Nadie sabe a quién atribuir tal invento, pero lo cierto es que ningún abanderado del progreso salió a decir que no, que la equidistancia de los ejercicios geométricos de aquellos salones no tenía que hacerse entre esos dos puntos, que la mediatriz estaba mal. Ninguna voz se alzó para reivindicar que lo que la izquierda quería era un estado laico, una jefatura del estado electa, igualdad de voto, y una promoción de la democracia directa para permitir y potenciar la máxima flexibilidad en la participación de los ciudadanos… Todos callaron en construir la gran falacia: asegurar que el país se abría al progreso a través de la creación de administraciones diferentes que distinguirían legalmente a los ciudadanos, a sus impuestos, sus servicios y a sus derechos.


La falacia continúa en la actualidad, sin visos de mejorar. Y hoy todos se van de puente para celebrar aquella mediatriz equivocada que hipotecó el verdadero progreso del país durante décadas.

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