Deambula por España una santa compaña de larga túnica y escondido rostro. Es el espíritu de la transición. Camina de sede en sede, o de taberna en taberna, siguiendo el símil medieval pues no dista mucho de una fonda desbocada lo que ocurre en Ferraz, Génova y compañía.
Todos dicen conocerlo a fondo pero la mayoría oculta o ignora que si se descubriera la capucha dejaría de hielo a más de uno. Este pobre espíritu pide vino en todas las sede-fondas a las que se presenta a beber y vive una extraña reacción que le tiene muy confundido. En unas le colman de agasajos mientras proclaman consignas que a veces hasta le ofenden, y en otras le echan a patadas por la puerta de delante y le ofrecen suculentos banquetes en la trasera.
Vive confundido el pobre espíritu.
Porque el espíritu de la transición, esa forma materializada en la Constitución de 1978, es en realidad un Frankenstein que deambula por España bajo una túnica opaca, un jorobado de Notre Dame que renquea hacia las tinieblas confundido entre el amor y el rechazo de los hombres. Un cuerpo cosido puntada a puntada por unos señores que, cual entes superiores, científicos osados o fuerzas ocultas de la naturaleza, decidieron lo que era mejor para el país sin una sola consulta directa sobre uno sólo de los puntos que contiene.
Esa fuerza superior elaboró un texto y lo expuso a su aprobación al completo. Tocó monarquía con aconfesionalidad y estado autonómico. Pero igual se les hubiera ocurrido coser monarquía con laicismo y estado centralizado, o república con confesionalidad y autonomismo… Las combinaciones son todas las que permite la matemática, porque esa fuerza superior sabía que el refrendo único a la Constitución arrasaría con tal de establecer una democracia que permitiera a los ciudadanos elegir al gobierno cada cuatro años y poner fin a una etapa de 40 sin poder hacerlo.
Por tanto, teniendo garantizada la aprobación del menú, el espíritu de la transición decidió dividir al país en 17 administraciones. Pudo no haberlo hecho, pero lo hizo en plena conciencia sobre una base ideológica muy concreta que persiste hasta hoy en día en aquellas tabernas donde sorprendentemente echan a nuestro pobre espíritu a patadas cuando llama a la puerta mientras en el interior organizan solemnes rituales y aquelarres en su honor. Esa premisa consiste en aceptar que hay dos (o tres) regiones más perjudicadas que las demás por la dictadura, que son más víctimas que los demás de la represión, y que para incluirles hay que modificar la estructura territorial al completo para que se sientan cómodos (una comodidad que ha demostrado ser insaciable como era ya cristalino para los pocos videntes que querían ver en un mundo de ciegos).
En 1980 las regiones donde tradicionalmente vencen los partidos nacionalistas suponían un 21% de la población total del país (5.9 millones de habitantes en Cataluña y 2.1 en el País Vasco de los 37.5 de la población española de entonces). Hoy la cifra es de 9.7 de 47.3, un 20%.
Y en nombre de ese quinto de la población, cuatro quintos se reestructuran al completo. Ese es el verdadero espíritu de la transición.
Muchas cosas se pueden objetar a esta cruda verdad. Como que hay otras regiones con movimientos independentistas o federales, como Galicia y algún etcétera de dudosa longitud. Cierto. Pero ni la mayoría de la población vota a esas opciones en Galicia, ni tampoco las cuentas catalanas y vascas obedecen a una opción nacionalista al completo. Las matemáticas restan de un lado donde ponen de otro. Los nueve millones de habitantes que tendrían preferencias independentistas o federales tampoco son puros.
También se podría objetar que el espíritu de la transición no es sólo la estructura territorial del Estado. Gran verdad, pero el día a día de un ciudadano se ve mucho más afectado por ésta que por las otras variables, como quién ostente la jefatura del Estado o incluso la educación religiosa a la que se exime u obligue:
El espíritu de la transición decidió que los ciudadanos podían pagar diferentes impuestos en función del territorio… comprarse una casa, un coche, un producto en la farmacia, heredar a un familiar… También decidió que tramitar la apertura de un local, pedir un permiso para tener una explotación agrícola-ganadera, una industria, un puesto en un mercadillo…hasta poner una colmena en un olivar debía ser diferente en 17 formulaciones. Decidió que los ciudadanos tuvieran 17 diferentes accesos a los servicios públicos y privados al albur de las decisiones o campañas del momento de los “barones territoriales”. Decidió que los españoles tuvieran diferentes hospitales disponibles, diferentes listas de espera, diferente acceso a la educación, diferentes precios de transportes, diferentes peajes de la carretera, diferentes infraestructuras, diferentes accesos a la universidad, diferentes becas, diferentes formas de solicitar el ingreso a una guardería y a una residencia de ancianos… 17 diferentes todo, de la cuna a la tumba.
Otra objeción posible a la verdadera naturaleza del espíritu de la transición es que no consistía en una deliberada y predominante voluntad de dividir el país en 17 tipos distintos de ciudadanos, sino que su esencia, su verdadera naturaleza, era el consenso. Ha triunfado con creces esa idea salomónica de que la transición consistió en contentar a ambos lados del espectro político, dividido éste entre derecha e izquierda, siendo así la federalización de facto del país una cesión a esta última. Pero lo cierto es que muchas otras cosas hubieran contentado más a esa amalgama ideológica de la no-derecha. Por ejemplo una jefatura del estado electa periódicamente o un laicismo pleno que alejara la influencia religiosa del espacio público y de las escuelas (y no, no es menor la relación de la izquierda con la iglesia).
La búsqueda racional de la igualdad que hace el marxismo está en las antípodas de la búsqueda emocional de la diferencia y singularidad que hace el nacionalismo. (Aunque la insistencia en esta mezcla ha tenido un cocimiento desolador desde entonces). No, no se trataba de una cesión a la izquierda. Se trataba de una cesión al nacionalismo, a un quinto de la población, por cierto representado en unas élites bastante beatón-conservadoras. Sin olvidar que el espíritu de la transición elaboró además una ley electoral que tiene desde entonces secuestrada la verdadera voluntad popular en favor de ese quinto de la población.
Fue pues la cesión a unas élites por parte de una élite la que cocinó en una habitación la creación de “17 civilidades” sin un sólo amago de consulta directa al respecto. (Y no, el pueblo no votó sus referéndums de autonomía de manera honesta, votó a posteriori tener los derechos otorgados a vascos, catalanes y gallegos a priori sin una sola consulta directa sobre la estructura territorial del Estado).
Y así llegamos al día de hoy con esas 17 “civilidades”. Una huella profunda y sedimentada (diríase que hasta fosilizada) en la vida cotidiana de las personas, separadas entre sí por 17 agravios y desagravios comparativos diarios. Esa es la cara que se contempla del espíritu de la transición cuando se descubre la capucha… y al hacerlo perfila una amplia sonrisa. Sabe el espíritu de la transición que el Gobierno sigue honrando su memoria negando un referéndum directo sobre el modelo territorial y condicionando al país para satisfacer a un quinto-cuarto de la población.