“Aún vive”. Nunca olvidaré esa tarde de verano. Yo tenía catorce años y me entretenía en los alrededores de mi casa. Mi madre salió a la ventana y anunció la noticia. Como medio país, llevaba todo el día pendiente de la radio. A aquella hora de la tarde los dos tiros en la nuca con los que habían encontrado a Miguel Ángel Blanco en Guipúzcoa todavía no le habían matado.

En 2017, exactamente veinte años después, era yo quien le leía a Madre en la cama de un hospital las primeras líneas de “Patria”, la novela que hoy una plataforma internacional permite a un número de usuarios jamás imaginado acercarse al “conflicto” con el éxito que ya augurábamos sus lectores en un principio. 

Porque “Patria” tiene el mérito de ser una de las primeras obras que se permitió abordar la realidad de ETA después de su disolución intentando comprender la intrahistoria de un “conflicto” en el que algunos otros también han podido mirarse. Aunque ni esa novela, ni la realidad actual, ni la pasada, abordan aún el que -a mi juicio- sigue siendo el verdadero nudo gordiano que explica ETA y, en el fondo, los últimos cincuenta años de la historia de España. 

Medio siglo de convivencia colectiva se resume en dos palabras que se pelean como el manido cuadro de Goya, a garrotazos: JUSTIFICACIÓN / COMPRENSIÓN. Ambas españas confluyen hoy en lo injustificable de los asesinatos, pero una sigue comprendiendo el fin cuyo medio condena, y la otra sigue sin interesarse en observarlo y rebatirlo. Es una batalla ideológica de mucho más calado que ETA, su existencia y -me atrevo a decir- todos sus muertos. Porque mientras no haya una mirada frontal al fin que creó ETA, ni la convivencia se asienta sobre cimientos sólidos en tiempos de paz, ni la guerra dejará de ser nunca una amenaza y siempre habrá el temor de que alguien salte de la palabra a la pólvora. 

Y así pasan los días las denominadas izquierda y derecha, como el bolero, desesperando… La una exigiendo la condena de lo injustificable y dando por incomprensible lo que no tiene justificación (un fin que lleva a tales medios, es un fin equivocado sin más). Y la otra reprobando a la una el recuerdo constante de lo injustificable -como si el futuro sólo pasara por el olvido- y renunciando a cualquier debate intelectual que analice la comprensión que todavía otorga al “movimiento” (los medios eran tan reprobables como inalterables las verdades de los fines). 

O simplificando el trabalenguas: “no es necesario comprender lo que no se justifica” versus “una vez rechazada la violencia, todo lo demás se comprende”.

Y en esa trinchera donde alguien decidió que el pueblo vasco era un pueblo oprimido se quedó el frente del verdadero debate de fondo. Quien dice pueblo vasco dice muchos otros que en un momento dado sienten amenazada su cultura a manos de otra. El debate se extiende por todo el globo terráqueo y toda la historia de la humanidad, pero tan sólo en la Península Ibérica hay sobrados ejemplos de él. Hagamos el esfuerzo de detenernos en esta estación en la que ya nadie quiere bajarse, ni izquierda ni derecha. Sin alardes, conscientes de que otros por aquí anduvieron, porque no fuimos los primeros en abordar estos pensamientos… pero sobre todo porque no seamos los últimos.

En primer lugar ¿es lo mismo represión política que cultural? Los regímenes autoritarios limitan los derechos civiles y políticos de las personas, ya sea imponiendo un modo de vida (un modo de casarse, un modo de heredar, un modo de trabajar, un modo de cotizar, un modo de expresarse…) y en última instancia imponiendo un gobierno y perpetuándose en el poder, impidiendo con ello a sus ciudadanos presentarse a unas elecciones para representar al colectivo. Estas restricciones sin duda tienen efectos culturales, pero no son una represión cultural en si. 

España entera sufrió la represión política de una dictadura, sufrió las limitaciones a sus derechos civiles y libertades, pero no fue un ejercicio de un territorio contra otro, de una cultura contra otra. Cuando la dictadura terminó, esos mismos derechos y libertades emergieron en todo el conjunto. Pero aquí radica la principal divergencia todavía no superada por ninguna de las dos partes:

Aquella España que se sorprende de que ETA no acabara con la llegada de la democracia no ha querido comprender que la defensa ideológica de la cultura vasca es muy anterior al franquismo (incluso anterior al S.XX) y pasa por una primera etapa, de ensalzamiento, y una segunda, de victimización. Se llama nacionalismo y es más viejo que la tos. Como todo nacionalismo, es un sentimiento (no un pensamiento racional) y suele necesitar cariño, la ignorancia a sus sus señas de identidad sólo sube la fiebre de sus complejos…perdón, de su “conciencia colectiva”.

La otra españa, aquella que entiende que la lucha cultural también trasciende al franquismo, lleva anclada en el proceso de victimización sin cuestionarse una sola máxima de sus teorías. ¿Realmente está amenazada una cultura? ¿Realmente necesita defensa?

Y llegados a este punto, cuando las libertades políticas permiten a los ciudadanos presentarse a elecciones, casarse como quieran, heredar como quieran, trabajar donde y como quieran, expresarse como quieran..todo se resume finalmente a un factor: ¡La lengua!

Cuando el animal político no corre peligro de extinción, toda la lucha se condensa en hacer pervivir a la especie lingüística, en traspasarle toda la carga de la identidad de un pueblo (ojo, para otro debate queda este monopolio lingüístico de las identidades, como si una identidad fuese sólo su lengua, como si no compartiera España con América Latina una lengua y no pudiera ser más dispar en la identidad, o Portugal con Brasil…) 

Porque es legítimo pensar que una lengua necesita protección, aislamiento frente a la presión de otra, discriminación positiva… todo ello es legítimo, pero está lejos de ser la única postura posible, la única postura académica, la única postura “moderna”, “progresista”… y un largo etcétera de adjetivos que esta una, de las dos españas, gusta de colgarse en la pechera cual medallitas militares. 

Habemus en cambio otros, muy callados, fríos espectadores de esta batalla a garrotazos, que se nos ocurre afirmar que la verdadera cultura no necesita protección. No la cultura impostada, la exagerada que se da golpes de pecho para que alguien la mire al pasar, sino la cultura de las nanas de cuna, la cultura de los pucheros, del nombre de los guisos y de las enfermedades, de los tipos de lluvia, de los apodos, de los de broma y de los de amor, de la forma en que un abuelo llama a un nieto, y por supuesto del berrinche y del más soberano cabreo. De las palabrotas y las maldiciones. De una canción al oído y de lo que cantan los borrachos. 

Esa cultura no necesita protección. Pervivirá en cuanto sea útil a la sociedad que la utiliza y morirá cuando deje de serlo. Porque la lengua es y será siempre un medio de comunicación, no un fin. 

Parece mentira que un país con tanta riqueza lingüística ejerza con tanta obtusidad su comunicación y relaciones internas. Porque el problema vasco y otros similares, no es un problema de culturas, sino una falta de educación y un exceso de muchos, pero que muchos complejos. 

La obtusidad de los castellano parlantes en forma de resistencia o ignorancia hacia otras lenguas no es más que eso: ignorancia. Incapacidad, quizás fonética, quizás de voluntad, para interesarse por lo ajeno, por lo diferente…siquiera para respetarlo. Y ahí emerge el orgullo del monoglota que no es más que eso: complejo de inferioridad.

En la otra orilla la obtusidad de los euskera parlantes (catalán-gallego-etc…) en forma de resistencia a convivir con el castellano por el miedo a desaparecer como cultura. Un miedo infundado pues no es su cultura lo que desaparece, sino su especialidad, su forma de sentirse únicos, su regocijo en la diferencia. Su afirmación como ser… complejos, todo complejos. Complejos de ser chiquititos, complejos provincianos tan ocultos como los del castellano parlante. Tan obtusos que son capaces de hacer monoglotas a las generaciones venideras, o privarles del aprendizaje de toda una lengua, con tal de sentirse emocionalmente reconfortados en su pequeñez. 

Aquella media españa que comprende la “opresión cultural” quizás debiera detenerse un momento siquiera en reflexionar sobre la verdadera naturaleza de esa reivindicación. ¿Es racional? ¿No es excesivamente emocional? ¿Es moderno, es progresista alentar estos sentimientos adolescentes de falta de autoestima? ¿O acaso una autoestima equilibrada tiene tantas necesidades de afirmación? ¿Qué sociedad se construye cuando se utiliza la lengua como fin y no como medio?

Aquella tarde de verano de 1997 tuve por primera vez conciencia de lo que era ETA y de lo que significaba. Después, en el colegio de un país extranjero, escucharía a varios compañeros de clase justificar las acciones de la banda terrorista, más tarde viví tres años de mi formación universitaria con miedo a salir volando por los aires cada día que llegaba a la estación de autobuses (tantas veces destino final de furgonetas con explosivos felizmente interceptadas), y posteriormente en la vida varias discusiones me han llevado a rebatir la comprensión ideológica de la existencia de aquellos señores que ese día de verano de 1997 arrodillaron a un hombre en el campo y le dispararon dos tiros en la nuca.

Anécdotas. Daños colaterales. Una referencia humana innecesaria, emocional y chantajista, para aquellos que justifican y/o ¡comprenden! el terrorismo de ETA. Porque en esas dos palabras está escondido medio siglo ideológico, si no más. Justificación y comprensión. La justificación de ETA quizás murió con Miguel Ángel Blanco. La comprensión de ETA ni ha muerto, ni tiene un mísero resfriado.

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