Una de las iniciativas más loables de la historia contemporánea es el concepto del pleno empleo público introducido por el comunismo. La idea de que el Estado idee y otorgue al 100% de la población activa un trabajo con el que mantenerse de manera digna es una de las contribuciones más loables a la igualdad perseguida desde hace ya algunos siglos.
Iniciativa loable y tierna. El planteamiento comunista sería loable solamente, sino fuera por la ternura que inspira comprender que para su ejecución el ser humano debería despojarse de la creatividad, innovación, competitividad, conservación y libre albedrío intrínseco a los mamíferos desde hace una millonada de años.
Resulta algo inevitable que todas las generaciones reciban y transmitan una doctrina. Todos somos víctimas de un proselitismo que impregna tantas facetas de nuestra realidad desde la infancia que resulta muy difícil desapegarse de él. Así, para mi generación, que creció sobre la base de la palabra «igualdad», el mito del pleno empleo público sigue siendo un paradigma de éxtasis supremo.
Hago una breve pausa en el tema de las generaciones y sus adoctrinamientos involuntarios para contextualizarme en una deriva inevitable. El ejemplo más claro a mis ojos es el de mi generación anterior: la influencia del nacionalismo franquista y salazarista tuvo tal magnitud que resulta chocante ver a socialistas ibéricos responder tan emocionalmente a la alusión a la patria. (Emocionalmente en ambos sentidos, o España es una mierda o no se toca).
Para una generación, la mía, educada por socialistas (marxistas, socialdemócratas o el frente popular de judea…), destetada con la igualdad de los pueblos más allá de sus fronteras… «raza, sexo o religión»… siempre han resultado algo chirriantes estas expresiones de la primera persona, herederas del franquismo/salazarismo, que formulan frases a partir del «nosotros/nós».
Son sutilezas del lenguaje que revelan como un negativo fotográfico «la leche que nos dieron». No es lo mismo decir «la corona española llegó a América empezando un proceso de colonización y globalización como otros anteriores y posteriores de la historia» que «nosotros conquistamos América y en nuestro imperio nunca se ponía el sol» o «nós démos a volta e luzes ao mundo»… A cuántos socialistas ibéricos he visto emocionarse en estas formulaciones…
Pero de igual manera, mi generación se emociona con ecuaciones que ronden la palabra «igualdad» y se estruja y devana los sesos en aquella cosa llamada «coherencia» buscando el sistema más puro, promovido también en la -bendita- leche que mamamos de la anterior. Y así, desconozco de qué nos acusará la generación venidera, pero sospecho que sentirá cuadrarse los bellos del cogote al son de la palabra «constructivo»…
Sobre esta premisa resultan inexplicables dos tendencias actuales muy marcadas: la de unos de llamar comunistas con intención agraviosa a los otros, y la de éstos últimos a considerarse algún tipo aproximado de representante de la igualdad anhelada.
A grandes rasgos ser comunista tiene tres vertientes: las formas (autoritarias), la internacionalización (igualdad de derechos y deberes de todos los pueblos) y la economía (igualdad de riqueza). Psoemos, ni es internacionalista (sino un grotesco ejercicio de lo contrario); ni puede competir en formas con el estalinismo más duro (aunque la faceta autoritaria sea la más desarrollada en este grupo de hooligans chuleta que nos gobierna); ni mucho menos puede presumir de coherencia igualitaria en el ámbito económico.
Porque si hay algo que desencaja más a un socialdemócrata ibérico es que le digas que no promueve la igualdad económica, es más, que alimenta el ejercicio contrario. Ahí sí se cae el tinglado o, en un castizo portugués, “a barraca abana demáis”.
Para ser comunista Psoemos debería aspirar a alcanzar el pleno empleo del 100% de los trabajadores en activo y no velar por mejorar las condiciones de menos del 20% de los trabajadores de todo el país. Es una realidad empírica que cada llegada al gobierno de un partido sociademócrata español (en el que incluyo a Podemos) va precedida de una campaña en pro de los funcionarios y del sistema público, de una demonización del privado y de una ignorancia absoluta a la mayoría laboral del país.
Se llama sistema Keynesiano, y de comunista no tiene nada. Un sistema que nace para hacer convivir lo público y lo privado, y en el que nada desde hace décadas toda la autodenominada izquierda española. Ya quisiera Psoemos ser comunista. Incapaces de promover una gestión eficiente del sistema público, ocultan su miserable planteamiento de puestos vitalicios en la demonización del privado. Qué bueno es siempre que haya alguien a quien echarle la culpa de nuestras carencias. Personalmente lo de los puestos vitalicios a mí sólo me puede recordar a validos de la edad media, funcionarios del sistema imperial chino o sacerdotes practicantes de alguna barrabasada en el cuerpo humano de algún pecador de la pirámide…
Hay que tener mucho descaro («descaramento» en portugués queda mejor») para ejecutar un sistema mixto, hacerlo tan mal en ambas vertientes publico y privada, y encima presentarse como una suerte de justiciero social del antifaz.
Y estos payasos diabólicos de la igualdad (detrás de la careta no hay nada) que sofocan a impuestos a la mayoría de los obreros (bendito diezmo medieval ante estos chupópteros keynesianos que te sustraen más de un tercio) para después paliar en subvenciones las heridas mortales que dejan, todavía creen que su igualdad económica tiene alguna pinza que los sostenga en el tendedero de la coherencia. Ya quisiera Psoemos ser comunista.