El fascismo fue un movimiento del S.XX que dominó Italia un total de 23 años, de 1922 a 1945. Lo dirigió un señor que llegó al poder tras pasarse tres años instigando y controlando a los fascio, o fasci italiani di combatimento, una especie de milicia callejera desbocada que tenía por misión acosar de manera agresiva y violenta en las calles a todos los que consideraba sus adversarios políticos. Una vez en el poder, disolvió el Parlamento y se mantuvo como jefe de gobierno autoritario hasta que fue depuesto por la fuerza.
Como él, hubo muchos movimientos durante la primera mitad del S.XX que tuvieron el mismo denominador común: acabar con el sistema parlamentario e imponer un gobierno sin oposición política, fuertemente represivo y agresivo con cualquier resistencia a la construcción de su “hombre nuevo”.
Aunque esa definición también es válida para lo que hicieron Lenin y Stalin en Rusia, y al fascismo se le atribuyen muchas otras características, lo cierto que es si algo tenían en común todos esos movimientos era su deseo de hacer volar por los aires al Parlamento de cada país, que apenas tenía un siglo de historia, si llegaba, en contadas excepciones algo más. En definitiva, hacer volar el sistema de tomar decisiones vigente, ya fuera a través de un Zar absolutista, ya fuera a través de un monarca que coexistiera con un Parlamento y una Constitución, o ya fuera a través de una república con su presidente de gobierno electo.
Por lo tanto, para llamar fascista a alguien en el S.XXI hay que asumir que se le está atribuyendo un deseo de acabar con la vida parlamentaria, es decir con la democracia, y de imponer un gobierno represivo y violento, capaz de asesinar a la oposición sin miramientos.
Muchas de las características de los movimientos del S.XX que se han dado en llamar fascismos continúan hoy en día. Existían antes del fascismo y existen después. Pero, para llamar a alguien fascista es necesario asumir que se le está llamando ejecutor de una violencia física prolongada y organizada contra sus adversarios políticos y, lo más importante, asumir que se le está negando la naturaleza democrática.
Cualquier partido, indivíduo, o idea, que se presente o participe en unas elecciones, asuma el resultado de la votación, y esté dispuesto a volver a refrendar ese resultado en un periodo de tiempo razonable, tiene derecho a indignarse si alguien le llama fascista.
El miedo del ser humano a cometer un error repetido es natural. Y muy habitual. No queremos tropezar dos veces en la misma piedra. Cuando vemos la piedra, nuestro cerebro se activa para esquivarla. La era del fascismo
dejó una huella profunda en el conjunto de la humanidad. Pero no podemos vivir (ni alimentar) el miedo al final de la democracia en cada actitud que nos recuerde a los líderes autoritarios del S.XX. Unas ideas conservadoras, unas ideas religiosas, monárquicas, xenófobas, racistas, colonialistas, nacionalistas… ¿son por naturaleza, en si mismas y para siempre, los cuatro jinetes del apocalipsis fascista?
No. No por dos motivos. Porque muchas de ellas existían antes del fascismo y ni siquiera son características propias del movimiento. Y no porque ningún partido demócrata que las defendiera puede ser expulsado del monopoli sin haber incumplido las reglas.
En cambio, ¿cuáles son las consecuencias de expulsar del tablero político a un partido, idea o persona de naturaleza conservadora?
¿Es cada ejercicio de proteccionismo y cierre de fronteras un ejercicio de fascismo? ¿Es cada acto de exaltación del nacionalismo un ejercicio de fascismo? ¿De todos los nacionalismos o sólo de algunos? ¿Cuando un líder político afirma su supremacía racial o cultural sobre otros debemos empezar la cruzada contra el fascismo? ¿Cuando una sociedad alienta el acoso al vecino, lo persigue, le deja pintadas en su negocio, le agrede en un bar con nocturnidad y alevosía, debemos tacharla de fascista?
Podemos. Podemos hacerlo. Pero además de contribuir a una general confusión, estaremos contribuyendo a una gran, inmensa y peligrosísima simplificación. Confusión porque casi todo el abanico ideológico que se (mal)clasifica de izquierda a derecha tendría representantes fascistas. Y simplificación peligrosa porque es esa brutalidad intelectual, esa agresiva necesidad de despreciar el matiz, la que estos profetas del apocalipsis debieran observar con cuidado: así sí empezó el fascismo.
Pero, con todo, a pesar de las cruzadas, alertar contra los peligros de una ideología no es fascismo. Vivir alimentando el miedo al triunfo de unas ideas opuestas no es fascismo. Lo hacía el fascismo, pero no es fascismo. Fascismo es ascender al poder, anular las instituciones democráticas, y mantenerse con mano de hierro.
La ideología que después ese partido instaura puede ser muy, pero que muy variada.
¿Era el fascismo un movimiento que anhelaba restaurar un viejo orden histórico de privilegios, títulos nobiliarios y repartos desiguales de riqueza? ¿Era el fascismo un movimiento de connivencia o de choque con el poder eclesiástico? ¿Buscaba el fascismo frenar o acelerar el progreso tecnológico? ¿Era el fascismo un movimiento capitalista que promovía la economía liberal de mercado? ¿Eran racistas todos los movimientos de inspiración fascista?
Italia, Alemania, España, Portugal, media Latinoamérica, media Asia, y medio mundo en general tendrán respuestas bastante distintas al respecto. El fascismo no es un problema ideológico, es una práctica histórica totalitaria. Rescatarlo en el seno de sociedades democráticas no es refutar la ideología de tu oponente político, es tacharlo de totalitario, es quitarle la legitimidad de participar en un proceso electoral. Es combatir su ideario con miedo. Con miedo a una época histórica que ya no es. Es traducir el debate racional por miedo.
En el mejor de los casos. Porque esa era también está llegando a su fin. La era en que mentar la palabra fascismo significaba miedo a un retorno totalitario también está dando paso a un nuevo tiempo: el tiempo en que mentar la palabra fascista ya no significa nada más que odio.