La democracia es la aceptación de una decisión mayoritaria por un periodo (muy) limitado en el tiempo.
O dicho de otra manera, la posibilidad de votar a un malnacido, ególatra, hijo de puta, chorizo, mentiroso, y de cambiarlo en cuatro años.
Son las reglas del juego, el manual de instrucciones del monopoli. Y son solo dos: aceptar lo que vota un conjunto de personas y poder revocar esa decisión en un breve espacio temporal.
Quien dice revocar, dice mantener, refrendar. La clave está en someter esa decisión a una votación, aceptar el resultado, y tener la oportunidad de volverlo a votar en breve.
Esa decisión puede tener cualquier naturaleza, se puede votar un jefe de gobierno, una Constitución, la legalización de las drogas o la penalización del aborto.
Cualquier decisión es legítimamente democrática mientras tenga una fecha de caducidad y responda a la elección de una mayoría simple. Si no se somete a consulta en un tiempo razonable empieza a perder legitimidad democrática. Si en vez de mayoría simple, tiene mayoría cualificada, obviamente tendrá también mayor soporte democrático.
Lo determinante es comprender que, cumplidos estos parámetros, el contenido es irrelevante. Ninguna decisión es más democrática por su naturaleza. Es tan democrático un país que vota la pena de muerte, como el que vota el matrimonio homosexual.
Hitler obtuvo un amplio respaldo de los alemanes en las elecciones de julio de 1933. Y apesar de que el referendum que ampliaba su poder a finales de ese mismo año lo validaron 40 millones de votos, lo que separó a Hitler de ser un político democrático de uno totalitario fue impedir en un momento dado que las urnas le ratificaran o apartaran del poder.
Algunos países de ideología comunista, por ejemplo. contemplaban en su nombre la palabra democracia, sin permitir la elección periódica de otras alternativas, como lo hacía la República Democrática Alemana.
Sin embargo, en los países donde los partidos políticos, por muy antagónicos que sean, se someten a elecciones periódicamente, todos son democráticos, aunque resulte hasta incómodo tener que recordarlo. Por muy tentador que sea, el adjetivo democrático no puede ser empleado para descalificar ideas de oponentes políticos. Un país puede ser más libre si su abanico de derechos civiles es más amplio, pero eso no implica que sea más democrático.
No es más democrático permitir que la gente acuda a las
corridas de toros o prohibirlas, dar educación religiosa en las escuelas o no. Lo que para uno es tener la posibilidad de recibir enseñanzas religiosas, para otro es tener la obligación de cumplir un currículum académico no exigible. Ninguna de las dos opciones es más democrática. Lo único democrático en ese y otros muchos temas es preguntar a la sociedad cuál de los dos modelos quiere, y aplicar la decisión mayoritaria.
Por eso, cuando se califica a tal o cual partido de antidemocrático, o se pregona el fin de la democracia con tal o cual medida, lo que se está haciendo es excluir a los otros jugadores del monopoli. Se les acusa de no cumplir el manual de instrucciones. Se les llama tramposos antes de que hagan la trampa. Y así no se puede jugar. Y no es un problema menor. Cuando un jugador pretende quedarse sólo en la legitimidad del juego se convierte en el mismo dragón escupefuego contra el que pretende luchar. Lo más difícil y noble de la democracia no es defenderla de aquellos monstruos marinos que pretenden engullirla, sino asumir el resultado de la mayoría, por doloroso que sea, o asumir la legitimidad de cualquier propuesta que se someta a votación y admita ser revocada en una nueva consulta.
Por supuesto que hay decisiones que pueden afectar de una manera muy agresiva e injusta a las personas. Pero democracia no es lo mismo que justicia. Es normal considerar que tal o cual política es más justa que su contraria. Y que si gana tal propuesta tendremos una sociedad muy injusta. Sí.
Ocurre con mucha frecuencia y da mucha rabia. La sociedad será mucho más injusta, pero no menos democrática. Las opiniones políticas existen por alguna razón, y normalmente tienen que ver con deseos de justicia interpretados de muy diversas maneras. Defender unos elevados impuestos puede responder a un deseo de redistribución más justa para unos, y suponer una aportación desigual y arbitraria, y por ende más injusta, para otros. Nada de eso es más o menos democrático.
No hay una normativa más o menos menos democrática. Tampoco una Constitución es más democrática que otra. Excepto si ha sido votada hace poco, por tener una legitimidad más reciente, si prevé ser ratificada en un periodo razonable, o si ha obtenido un porcentaje más elevado de síes que de noes que otra Carta Magna. La constitución más dictatorial, con menos separación de poderes, con menos derechos civiles, con más legitimación de la represión, etcétera, etcétera, será tan democrática como la que más si la termina votando la población y tiene su ratificación marcada en el calendario. Igualmente, la Constitución más liberal, la mayor innovación en libertades y derechos, el más idolatrado texto de una transición política, perderá su legitimidad democrática cuanto más pase el tiempo sin someterse de nuevo a votación.
La democracia tiene muchas formulaciones. El manual de instrucciones del monopoli es simple, mayoría refrendada en el tiempo, pero a partir de ahí los detalles pueden hacerla
parecer complicada. La democracia puede ser directa (a través de referéndums normalmente) o representativa (mediante la elección de parlamentarios o cualquier otra forma de representantes).
Pero, para cumplir con precisión y justicia el mandato de la mayoría, la traducción de esta voluntad popular en representantes no puede ser más que directa y estrictamente proporcional. Cualquier otra formulación significa dar un valor diferente a los votos de cada persona. Significa adulterar y ocultar el verdadero resultado de la mayoría. Por muchas llagas que levante, cuando un hombre no vale un voto, ahí sí, se puede decir que lo ocurrido no es el ejercicio de la democracia. Un Parlamento, una cámara de representantes sin traducción directamente proporcional del número de votos en diputados será una cámara muy fraternal, comprensiva con minorías, apaciguadora de conflictos sociales, pero no será una cámara democrática. Sin paliativos.
La historia está llena de sufragios censitarios y cámaras de representantes… No es este momento para profundizar en el origen griego del concepto, ni en tantas tentaciones –generalmente relacionadas con problemas identitarios- de calificar a determinadas sociedades de la historia como más democráticas que otras. La democracia moderna está directamente relacionada con el sufragio universal, por supuesto incluido el femenino, y sólo una matemática inflexible convierte en legítima la democracia representativa.
Para finalizar, las decisiones de las mayorías pueden ser una auténtica trituradora de modelos de vida, eso no las transforma en menos democráticas. Una mayoría de población urbana puede destrozar la vida en el campo votando medidas que perjudiquen o ignoren el desarrollo rural. Una mayoría sana puede olvidar gastarse el dinero en investigación de enfermedades raras de una minoría. Una mayoría atea puede impedir el culto religioso de una minoría religiosa, o una mayoría creyente puede forzar a la educación religiosa a una minoría atea. Una mayoría puede imponer un sistema centralizado a una minoría que anhela autogobierno, y una mayoría puede imponer un sistema federal a una minoría que no lo desea… El problema de la democracia consiste en cerrar el círculo. ¿Quiénes están dispuestos a participar en la votación? ¿Cuál es el censo? Porque, una vez dentro de la circunferencia de los que vamos a votar, no queda otra opción que aceptar el resultado. No se puede estar dentro y fuera de una circunferencia. Pero se entiende que los que están dentro lo están por voluntad propia. Y, aunque parezca un juego de parvulitos, ese corro de la patata es muy particular.
El verdadero demócrata tiene ambas manos presas, agarradas por sus compañeros de corro. Y gira y canta sin parar donde le lleve la rueda …